(Domingo
V - TO - Ciclo C - 2013)
“Navega mar adentro y echa las redes” (Lc 5, 1-11). A pesar de que Pedro y los demás pescadores han pasado
la noche intentando pescar en vano Jesús, contra toda lógica y sin tener en
cuenta el cansancio de los pescadores, le ordena a Pedro navegar mar adentro y
echar las redes. Pedro pretende hacerle ver a Jesús que han pescado toda la
noche, pero obedece el mandato de Jesús. Para sorpresa y admiración de todos,
la pesca es tan abundante, que las barcas amenazan con hundirse.
En este episodio de la pesca milagrosa cada elemento tiene
un sentido y un significado sobrenatural: la barca es la Iglesia; Pedro y los
pescadores, el Papa y los cristianos; el mar es el mundo y la historia humana;
los peces, son los hombres; la pesca de noche, es el “activismo”, o el trabajo
apostólico de la Iglesia sin Cristo, basado en las solas fuerzas humanas,
destinado desde el inicio al fracaso; la pesca milagrosa, de día y bajo las
órdenes de Cristo, significa la misión de la Iglesia, que es fructífera sólo
cuando confía en Cristo y su gracia; los peces que no son pescados a la noche,
son los hombres a los que el mensaje evangélico no les llega, debido al
activismo de los religiosos, que piensan que con sus esfuerzos, sin contar con
Dios, lograrán conquistarlos; los peces en la red simbolizan a los hombres que
ingresan en la Iglesia por la gracia santificante, que bendice el esfuerzo
humano por inculturar el Evangelio. El activismo religioso, representado en la
pesca infructuosa, es la actitud más peligrosa para la Iglesia, porque el
religioso enfermo de activismo, es decir, que hace apostolado sin oración y sin
contar con la gracia de Dios, se comporta en el fondo como un ateo, con lo cual
pervierte la esencia de la religión, que es unir al hombre con Dios en el Amor;
el religioso activista –y pueden existir instituciones enteras contagiadas y
enfermas de activismo- se convierte así en una paradoja, en un ser monstruoso: un
“ateo religioso”, que niega a Dios con su misma religión.
El episodio nos muestra entonces el valor de la fe en Jesús,
demostrada por Pedro, como Vicario de Cristo, que obedece a pesar de que
humanamente la empresa no parece ser éxito. Si hubiera razonado humanamente, si
hubiera confiado en su sola razón, sin abandonarse en Dios –cuyos designios son
insondables, como el mar en el que debe adentrarse-, Pedro no habría logrado
nunca pescar tal cantidad de peces, porque humanamente todo era contrario: ya
habían intentado pescar toda la noche, hora propicia para la pesca; en
consecuencia, estaba suficientemente demostrado que el lugar no era el
adecuado; se habían empleado todos los medios y todos los hombres necesarios
para la tarea, y todo había resultado un fracaso; por lo tanto, nada
justificaba el intentar con la pesca.
Pero Jesús no se detiene en las consideraciones humanas, y
no por temeridad o desconocimiento, sino porque Él es Dios; Él es el Creador de
los peces; Él es Creador del mar en donde se encuentran los peces; todo el
universo le obedece al instante; basta que Él solamente lo desee, y los peces
acudirán en número incontable, como de hecho sucede, a las redes. Jesús, en
cuanto Dios, sabe qué es lo que sucederá; sabe que los peces le obedecerán y
llenarán las redes, porque todo el Universo le obedece como a su Dios y Creador.
Todo el Universo le obedece, pero menos el hombre, que dotado
de inteligencia y libertad, haciendo mal uso de esos dones, se ha rebelado
contra su Creador, siguiendo en esa rebelión al ángel caído, el Príncipe de la
mentira, el Homicida desde el principio.
En este sentido, la obediencia de Pedro, basada en la fe en
Cristo como Palabra eterna del Padre, representa la obediencia de la Iglesia,
en donde se origina la Nueva Humanidad, la Humanidad nacida por la gracia y
convertida en hija adoptiva de Dios. La fe de Pedro en la Palabra de Jesús
repara, de esta manera, la desobediencia original de Adán y Eva, y si estos por
la desobediencia perdieron todos los dones, la Iglesia, por la obediencia a
Cristo, obtiene esos dones y más todavía, porque por la gracia redime a la
humanidad perdida, Redención a su vez simbolizada en los peces que quedan
atrapados en la red.
“Navega mar adentro y echa las redes (...) Si tú lo dices, echaré las redes”. El episodio evangélico nos deja entonces como enseñanza que nuestra fe en Cristo debe ser como la fe de Pedro, el Vicario de Cristo. Si queremos saber en quién tenemos que creer y cómo tenemos que creer, lo único que debemos hacer es mirar al Santo Padre, el Vicario de Cristo y creer en quien cree él y como cree él. El Papa es nuestro modelo de fe en Cristo, el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada en una naturaleza humana, y es modelo de cómo debe ser nuestra fe en Cristo en todo momento: creer contra toda esperanza en la Palabra de Dios, aún cuando parezca humanamente que todo está perdido: "Si Tú lo dices, echaré las redes".
“Navega mar adentro y echa las redes (...) Si tú lo dices, echaré las redes”. El episodio evangélico nos deja entonces como enseñanza que nuestra fe en Cristo debe ser como la fe de Pedro, el Vicario de Cristo. Si queremos saber en quién tenemos que creer y cómo tenemos que creer, lo único que debemos hacer es mirar al Santo Padre, el Vicario de Cristo y creer en quien cree él y como cree él. El Papa es nuestro modelo de fe en Cristo, el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada en una naturaleza humana, y es modelo de cómo debe ser nuestra fe en Cristo en todo momento: creer contra toda esperanza en la Palabra de Dios, aún cuando parezca humanamente que todo está perdido: "Si Tú lo dices, echaré las redes".
“Navega mar adentro y echa las redes”. Pedro y la Iglesia,
simbolizados en la barca que se adentra en el mar, son enviados por Cristo,
Palabra eterna del Padre; el envío misional de Pedro y de toda la Iglesia, se
produce luego del encuentro con Cristo, Palabra encarnada del Padre, y el éxito -la salvación eterna de los hombres- está garantizado desde el inicio, desde el momento en que la misión está bajo
la guía de Jesucristo y su Espíritu, y no bajo el mero esfuerzo humano del
hombre sin Dios.
Este
envío luego del encuentro con Cristo está anticipado en el Antiguo Testamento,
en el episodio del profeta Isaías: es enviado a misionar luego de ser purificados
sus labios con una brasa ardiente, símbolo de la Eucaristía. De la misma manera
a como el profeta Isaías es enviado a la misión –“Aquí estoy, envíame”- luego
de que sus labios son purificados por el contacto con la brasa ardiente tomada del
altar con las pinzas, por el ángel de Dios, así el creyente que asiste a la
Santa Misa es enviado a la misión, al mundo, al finalizar la Misa, luego de
recibir el Ántrax o Carbón ardiente, nombre dado por los Padres de la Iglesia
al Cuerpo de Cristo. Y si el profeta Isaías se enciende en ardor misionero –“Aquí
estoy, envíame”, le dice a Yahvéh- y es enviado a misionar luego de ser
purificados sus labios con una brasa, con cuánta más razón el cristiano debe
ver encendido su ardor misionero, desde el momento en que no son sus labios los
que son purificados por una brasa ardiente, sino que su corazón es abrasado en
el Amor divino, al entrar en contacto con el Carbón ardiente, el Ántrax, el
Cuerpo de Jesús resucitado en la Eucaristía. Inflamado su corazón en el Amor de
Dios, comunicado por la Eucaristía así como el fuego del leño se comunica al
pasto seco y lo hace arder, así el cristiano debe decir a Dios: “Aquí estoy,
envíame al mundo, a proclamar tu Amor”. Así, enviado por la Palabra de Dios, navegará
mar adentro, en el mundo y en la historia de los hombres, y bajo la guía del
Espíritu de Dios, obtendrá algo más grande que pescar abundantes peces:
obtendrá la salvación eterna de muchas almas.
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