sábado, 27 de marzo de 2010

Domingo de Ramos

“¿Eres Tú el Rey de los judíos?” (cfr. Lc 22, 14-23. 56). Jesús ingresa en Jerusalén, lleno de majestad, sentado sobre un asno. Según un ícono bizantino, Jesús, que se presenta como Rey, está vestido con una túnica y un manto, que indican sus dos naturalezas, la humana y la divina[1]. El asno le sirve como de trono, cumpliéndose así la profecía de Zacarías: “Decid a la hija de Sión: “He aquí que tu Rey viene a ti manso y montado en una asna…” (Lc 19, 28). Jesús no ingresa en Jerusalén al modo de los reyes humanos, con gran fasto y pompa, rodeado de su ejército, aclamado por las multitudes que celebran victorias: Jesús ingresa como un Rey pacífico, montado no en un caballo blanco, brioso, lleno de energía, sino en un asno, que avanza lento, con paso cansino; ingresa sin ejército, sin lujo, sin ostentación, en la humildad, y no es aclamado por multitudes enardecidas, que celebran victorias sangrientas; es aclamado por el Pueblo de Israel, el Pueblo Elegido, que celebra la llegada de su Mesías, y que se alegra porque el Dios misericordioso camina entre ellos, curándolos, sanándolos, dándoles de comer, compadeciéndose de ellos.
Jesús ingresa a Jerusalén, por su puerta principal, el Domingo de Ramos, como un Rey, y como Rey será crucificado el Viernes Santo, saliendo de la Ciudad Santa, por la Vía Dolorosa, hasta el Monte Calvario. Como Rey entra en Jerusalén el Domingo, como Rey sale de Jerusalén el Viernes, llevando la cruz por aquellos mismos que habrán de crucificarlo.
En su ingreso a Jerusalén, a ambos lados de Jesús, se dispone la multitud, que el Domingo de Ramos exulta de alegría por su Rey. Pero los mismos que en el Domingo de Ramos lo alaban y le cantan hosannas, son los mismos que el Viernes Santo pedirán a gritos su crucifixión; los que a la entrada de Jerusalén lo alaban y ensalzan, son los que en el Monte Calvario lo insultarán y le gritarán blasfemias; a su ingreso a Jerusalén, se dispone una multitud que tiende palmas a su paso, pero esos de la multitud son los que el Viernes de la Pasión le pegarán bastonazos, cubriéndolo de hematomas, de golpes y de magulladuras. Los que se alegran por su Mesías, recordando sus maravillosos milagros, y sus prodigiosos portentos, son los que el Viernes gritarán su odio deicida, olvidando sus portentos y olvidando que Jesús fue quien los alimentó, los curó, les resucitó sus muertos, les expulsó a los demonios que los atormentaban, les perdonó sus pecados.
Los mismos que el Domingo de Ramos le tienden palmas a su paso, para que sus pies no toquen el polvo del suelo, son los que el Viernes Santo descargarán sobre su cuerpo santo golpes de puño y patadas, haciéndolo tropezar y caer sobre la Vía Dolorosa.
Cuando Jesús sea llevado al Calvario, recordará su entrada triunfal a Jerusalén, y les preguntará, a todos y a cada uno de los que lo golpean: “¿Qué te hice, para que me trates así? Respóndeme, te lo suplico, Pueblo mío, ¿por qué me golpeas con esa furia? ¿Acaso no te demostré mi amor y mi misericordia, curando tus heridas, resucitando tus muertos, expulsando los demonios que te atormentan? ¿Por cuál de estas obras mías me golpeas? ¿Cuál, de entre todos mis milagros, te ofendió, al punto de querer quitarme la vida? ¿Qué te hice, Pueblo mío? ¿Te olvidaste de todo lo que hice por ti? ¿Te olvidaste que el Domingo de Ramos me recibías como a un rey? Hice milagros por ti, Pueblo mío, que solo pueden ser hechos por Dios, y con eso te demostré que Yo Soy Dios; viste mis obras, me escuchaste decir que Yo Soy Dios, ¿y a tu Dios llevas a la cruz? ¿Por qué crucificas a tu Dios?”
Los que el Domingo de Ramos tienden palmas a su paso, son los que tejen la corona de espinas del Viernes Santo; los que lo alaban como al Mesías, son los que lo negarán el Viernes, diciendo que no tienen otro rey que el César; los que entonan cánticos de alabanza, son los que escupirán su rostro.
La multitud que alaba y ensalza a Jesús el Domingo de Ramos, es la misma multitud que luego habrá de crucificarlo el Viernes Santo.
En esa multitud debemos vernos nosotros, porque fueron nuestros pecados los que crucificaron a Cristo, y porque renovamos su crucifixión cada vez que obramos el mal. Cada vez que obramos el mal, somos como la multitud, que primero lo alaba y luego lo crucifica; somos como la multitud cuando lo alabamos con la boca, pero lapidamos al prójimo con la lengua; cuando cometemos injusticias; cuando decimos mentiras, cuando somos violentos, cuando obramos toda clase de mal, mientras aparentamos, por fuera, ser buenos.
Así como Jesús ingresó en Jerusalén el Domingo de Ramos, así Jesús ingresa en el alma por la comunión eucarística. No tenemos palmas para recibirlo, pero que nuestro corazón sea como esa palma tendida a sus pies, y que nuestra boca y nuestras obras lo alaben y lo aclamen. Que seamos siempre, en nuestra vida, como la multitud del Domingo de Ramos, que lo alaba y lo ensalza, y se alegra por su Presencia, y que nunca seamos como la multitud del Viernes Santo, que pide que su sangre caiga sobre sus cabezas (Mt 27, 25).
[1] Cfr. Cfr. Castellano, J., Oración ante los íconos. Los misterios de Cristo en el año litúrgico, Centro de Pastoral Litúrgica, Barcelona 1993, 102.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Respuesta a la posición racionalista de Ariel Álvarez Valdés

El racionalismo ha sido siempre una gran tentación dentro de la Iglesia. No es un error nuevo. Desde los primeros momentos del cristianismo, el racionalismo buscó infiltrarse en las mentes de personas buenas y bien intencionadas, pero que cedieron a la tentación de creer que el cristianismo no era una religión sobrenatural, y que Cristo no era Dios en la Persona del Hijo.
Negar la historicidad de Adán y Eva, es negar la existencia real, histórica, en el tiempo, de dos seres humanos que recibieron el nombre de Adán y Eva; negar su existencia, es negar –aunque se diga que no- el dogma del pecado original, pues el pecado de Adán y Eva fue el pecado original, el cual luego habría de transmitirse a toda la humanidad, así como deberían haberse transmitido todos los dones y todas las virtudes sobrenaturales con los que ellos fueron creados, a toda la humanidad.
Negar la historicidad de Adán y Eva es negar, en consecuencia, el pecado original, pero como el pecado original no puede ser considerado sin considerar antes el misterio de gracia al que había sido destinado el hombre, en Cristo Jesús, negar el pecado original es negar a su vez, concomitantemente, la doctrina de la salvación por la gracia comunicada por Jesucristo. Un error se encadena a otro error, y así el extremo resultante de esta cadena es un cúmulo de errores: decía Aristóteles que si dos líneas rectas se separan mínimamente en su inicio, en su extremo final serán absolutamente divergentes. Si se niega la historicidad de Adán y Eva, se niega el dogma del pecado original, si se niega el dogma del pecado original, se niega y se echa por tierra el plan divino de salvación llevado a cabo por Jesucristo, el Hombre-Dios.
La negación de la historicidad de Adán y Eva por Ariel Álvarez Valdez, puede leerse en el reportaje publicado por Página 12, el día martes 16 de marzo de 2010. Ante la pregunta del periodista: “¿Qué sostiene usted respecto del relato de Adán y Eva?”, la respuesta de Ariel Álvarez Valdés: “Que no es un relato histórico”. En la misma nota, se lee: “(Álvarez Valdés) comunicó a las autoridades eclesiásticas de Santiago del Estero, jurisdicción a la que pertenece, que su teoría que niega la existencia histórica de Adán y Eva no está en contra de la idea del pecado original.
En el sitio web Arieu Theologies, http://lasteologias.wordpress.com/2010/03/16/alvarez-valdes-niega-a-adan-y-eva/, dice Álvarez Valdés: “El pecado original es una creencia que la Iglesia tiene pero que no tiene nada que ver con Adán y Eva. Es una reflexión posterior que ha hecho San Pablo y que está basada en la Carta de los Romanos y no en los relatos de Adán y Eva. Pero no muchos eclesiásticos saben esto, y creen que con negar la historicidad de Adán y Eva uno va a negar esta doctrina del pecado original”.
Si se niega la historicidad de Adán y Eva, se niega el dogma del pecado original, y se termina por negar todo el edificio dogmático del cristianismo católico. Si Adán y Eva no existieron –no son “históricos”-, entonces no hay un pecado original propiamente dicho –en efecto, ¿quién lo cometió?-, que pase como culpabilidad verdadera a los descendientes de Adán –no hay pecado original porque Adán y Eva no son “históricos”, luego, no hay pecado a comunicar en sus descendientes, porque no hay ni pecado ni descendientes-.
El pecado no puede por lo mismo implicar ni en Adán ni en sus descendientes una muerte verdadera del alma, esto es, la destrucción de un principio espiritual de vida, como lo es la gracia divina; no podía darse en consecuencia, ni en Adán ni en Eva, ni en sus descendientes, la ofuscación de la razón en lo referente al conocimiento de Dios, y la subsiguiente debilitación de la vida moral –lo cual se compara expresamente a la muerte del alma, a causa del embotamiento del sentido espiritual que contiene-.
Si así fuera, no hay ningún mal en el hombre –porque no hay pecado original transmitido por Adán y Eva, que no existieron porque no son “históricos”-, sino sólo una cierta “fragilidad” de la naturaleza humana. Fragilidad, debilidad, del hombre, pero no mal en el hombre.
La negación del pecado original, lleva a considerar entonces que sólo hay flaqueza o debilidad en el hombre, pero no mal propiamente dicho, y como no hay mal, sino debilidad o flaqueza, entonces lo que se necesita es simplemente un “médico”, pero no se necesita, de ninguna manera, un vivificador con fuerza divina, capaz de arrancar el mal del corazón humano, con su gracia vivificante, así como se arranca una mala hierba de un jardín.
Si fuera así, como lo sostiene Álvarez Valdés –y muchos otros racionalistas a lo largo de la historia-, se necesitaría sólo un hombre santo –no al Dios Tres veces Santo, encarnado en una naturaleza humana-, a quien Dios hubiera dotado de virtudes y dones especiales, incluso divinos –pero no que fuera Dios en Persona-, que se presentase como un ejemplo para la humanidad, por su vida santa, por su dedicación a la oración, por su sabiduría, e incluso podría presentarse hasta como mediador.
Si fuera como sostiene Álvarez Valdés, bastaría con un hombre santo, con estas características. ¿Para qué se necesitaría un Hombre-Dios, en quien se unieran hipostáticamente la naturaleza humana con una Persona divina? Si fuera tal como sostiene Álvarez Valdés, para sanar la debilidad –y no el pecado original, porque no habría desde Adán y Eva, que no existieron “históricamente”-, bastaba con un hombre rodeado de autoridad divina, pero no hacía falta Dios Hijo en Persona encarnado en una naturaleza humana. Si fuera como sostiene Álvarez Valdés, ¿no bastaría acaso un simple hombre, quien tendría con Dios una unión moral, pero de ninguna manera hipostática? Si la naturaleza humana sólo fue debilitada, pero no había en ella ningún mal, entonces, ¿no bastaba con este hombre santo, que diera ejemplo de moralidad y de cómo vencer la debilidad? ¿Para qué un Hombre-Dios?
Y nos preguntamos todavía: si sostenemos lo que sostiene Álvarez Valdés: ¿no damos un significado rastrero, erróneo, falso, de Jesucristo en cuanto Hombre-Dios, y de su plan de salvación, y de su sacrificio redentor en la cruz? ¿No rebajamos a la nada el misterio insondable de Jesucristo, Hombre-Dios?
De ninguna manera es aceptable la teoría racionalista de Álvarez Valdés.
Además, el racionalismo de Álvarez Valdés lo lleva a negar la virginidad de María, y el nacimiento virginal del Hijo de Dios: en la entrevista mencionada, en Página 12, se lee: (periodista): –De todos modos, la concepción de María en tanto virgen implicaría ya una intervención sobrenatural. (Álvarez Valdés): “–En la Biblia, la virginidad no necesariamente debe interpretarse como hecho meramente físico. La Biblia entiende por virginidad el hecho de la fidelidad a una misma persona. En el Antiguo Testamento puede leerse: “Feliz de ti, virgen que has concebido a tus hijos...”. En este sentido una virgen puede tener hijos con su marido, porque la virginidad no concierne a la biología sino a la fidelidad”.
El hecho de que en el Antiguo Testamento se aplique de modo metafórico la palabra “virgen”, no significa, por ninguna razón, que se aplique de esa manera a la Virgen María. Cuando se refiere a María, “virgen” significa lisa y llanamente eso: virginidad en el sentido físico y primario de la palabra. Negarlo, es negar el dogma de la Inmaculada Concepción –la Virgen es la Llena de gracia, la Inhabitada por el Espíritu Santo, y por eso es digna de ser la Madre de Dios-, y es negar que María sea la Madre de Dios, porque no puede ser Madre de la Persona divina de Dios Hijo quien ha tenido contacto físico carnal con un hombre, como sucede entre los hombres.
Álvarez Valdés niega también el nacimiento virginal de Dios Hijo a partir de María Virgen. A la pregunta del periodista de Página 12: “–¿Cómo distinguir estas visiones de las que conciernen a la psicopatología?”, responde así Álvarez Valdés: “Son auténticas si los mensajes que trasmiten coinciden con la Biblia. El 90 por ciento de los mensajes que se atribuyen a la Virgen María están contra la Biblia: se dijo que la Virgen de San Nicolás había contado que el nacimiento de Jesús fue como cuando un rayo de sol atraviesa el cristal de la ventana sin tocarlo ni romperlo, pero la Biblia dice que Jesús nació como un hombre, es decir, como nacen todos los hombres”.
Esta afirmación de Álvarez Valdés está en contra de lo que enseña el Magisterio de la Iglesia, en la voz de los Papas, y en la voz de los Padres de la Iglesia, y de sus santos. En el Catecismo del Papa San Pío X se afirma que el alumbramiento del Señor fue semejante a “como un rayo de sol atraviesa el cristal sin romperlo ni mancharlo”.
También otros antiguos padres de la Iglesia compararon el parto virginal, milagroso, con la luz que atraviesa el cristal sin romperlo, y entre los santos más recientes, figura Ana Catalina Emmerich.
Esta hermosísima imagen, enseñada por los Papas y por los Padres de la Iglesia, concuerda con los misterios de María como Madre de Dios y de Jesús como Dios Hijo encarnado. ¿Podía nacer Dios Hijo encarnado, de su Madre Virgen, tal como nacemos los hombres mortales? ¿No es acaso rebajar groseramente el majestuoso misterio de la Madre de Dios y del Hombre-Dios?
Por otra parte, la expresión “como un rayo de sol atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo”, no está en desacuerdo con las modernas y actuales teorías científicas. Lejos de ser una mera expresión poética –aunque muchos crean que es sólo poesía- es una expresión que concuerda con la realidad, y con las posibilidades de la realidad. Según lo que sabemos, la luz no es únicamente ondas de energía, sino micropartículas o corpúsculos de materia. Según la teoría corpuscular, la luz sería un “torrente de partículas sin carga y sin masa” llamadas “fotones”, capaces de “portar todas las formas de radiación electromagnética”. Leemos: “Esta interpretación resurgió debido a que la luz, en sus interacciones con la materia, intercambia energía sólo en cantidades discretas (múltiplas de un valor mínimo) de energía denominadas cuantos. Este hecho es difícil de combinar con la idea de que la energía de la luz se emita en forma de ondas, pero es fácilmente visualizado en términos de corpúsculos de luz o fotones”[1]. La teoría corpuscular de la luz da la posibilidad teórica de que la materia pudiera ser atravesada por la materia, sin romperla o dañarla, puesto que la luz sería “un torrente de partículas” –materia- “sin carga y sin masa”. Además, si en el orden creado existe al menos la posibilidad de que la materia –teoría corpuscular de la luz- atraviese la materia, cuánto más en el orden increado, en donde Dios, Luz eterna e indefectible, en cuanto Luz, sobrepasa infinitamente este orden creado.
Por otra parte, el nacimiento virginal de Dios Hijo, como un rayo de sol que atraviesa el cristal sin dañarlo, es compatible con las propiedades físicas del cuerpo resucitado y glorioso de Jesús, el cual entra y sale de lugares cerrados, atravesando la materia de paredes y puertas.
Y si parece poesía, es porque la realidad del nacimiento virginal del Hijo de Dios, es poesía: poesía divina.
Para finalizar, al señor Álvarez Valdés se le pidió que dejase de enseñar en una institución universitaria católica, porque la institución, como toda la Iglesia, cree y enseña una doctrina sobrenatural; cree y enseña en el misterio sobrenatural de Cristo Dios, lo cual es incompatible con el craso racionalismo del señor Álvarez Valdés.
Y si el señor Álvarez Valdés desea enseñar racionalismo bíblico, que lo haga, pero no en la Iglesia Católica, Custodia y Maestra de los misterios sobrenaturales del cristianismo.
P. Álvaro Sánchez Rueda

[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Luz#Teor.C3.ADa_corpuscular.

sábado, 6 de marzo de 2010



De la cruz brota

La sangre de Jesús.

La sangre del Hombre-Dios,

la sangre que es luz,

eterna luz,

la divina luz
del Corazón de Jesús.

Luz que ilumina al mundo.

lunes, 1 de marzo de 2010

“Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”

Después de que Pedro empieza a hundirse en el agua, Jesús lo saca del mar tomándolo de la mano, y le reprocha su “poca fe” (cfr. Mt 14, 22-36). Jesús no le reprocha a Pedro el hecho de no tener fe, sino el hecho de tener “poca fe”. ¿A qué “fe” se refiere Jesús? Jesús se refiere a la fe sobrenatural, a la fe concedida por Dios mismo; es un don de Dios. Y Dios lo concede en abundancia, y en ese sentido, no es “poca” la fe. Pero sí se necesita, por parte del alma, la aceptación de ese don, y la adhesión a ese don, y es ahí, en lo que respecta a la intervención humana, en lo que falla la fe de Pedro, y por es “poca”. ¿Cómo es esta fe, que es un don de Dios? Esta fe sobrenatural es una participación en la luz divina; es como una contemplación directa de Dios, por la cual el alma ya en esta vida puede contemplar a Dios en su luz, aunque es una contemplación no de la luz en sí misma, como quien contempla la luz del sol y al sol en sí mismo, sino como una luz crepuscular, como quien observa el crepúsculo, el atardecer, los últimos rayos del sol, y no al sol mismo. Esa es la luz de la fe, infundida por Dios mismo[1].
Por esta fe, Dios nos llama de nuestras tinieblas a su luz y nos abre los oídos del corazón; se nos revela interiormente y nos ilumina con su Espíritu. Se trata de un acto místico, por el cual Él difunde en el alma su propia luz, y por esa luz, nos eleva al grado de su mismo saber[2]. Es esa fe, por la cual reconocemos las verdades que la Iglesia nos enseña –entre ellas, la principal y la más grande y misteriosa de todas, la Presencia de Jesús en medio nuestro, en la Eucaristía-, la que nos proporciona la paz del alma, la serenidad del espíritu, que nos permite estar serenos aún en las tempestades de la vida, aún en las tribulaciones del espíritu.
Luego del reproche de Jesús, Pedro es iluminado interiormente con más fuerza por el Espíritu de Dios, y puede reconocer con mucha más claridad al Hijo de Dios encarnado, y hace un acto de fe en el cual está representada toda la Iglesia: “Tú eres el Hijo de Dios”. Que el acto de fe de Pedro sea el de toda la Iglesia, se ve en lo que el evangelio dice inmediatamente: “Los que estaban en la barca lo adoraron”. Luego del firme acto de fe de Pedro –“Tú eres el Mesías”-, los discípulos que están en la barca realizan el acto amor más grande que el ser humano puede hacer a Dios: adorarlo. La barca es la Iglesia, y quienes estamos en la Iglesia, en la fe de Pedro, también debemos adorar a Jesucristo, que está en la Barca Presente en la Eucaristía.
También a nosotros, que cuando el mar está movido y amenaza con sus olas -las tribulaciones y los problemas existenciales-, en muchos momentos de la vida –o aún, en muchos momentos del día-, Jesús nos dirija el mismo reproche que a Pedro: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”.
Pero también como Pedro, debemos pedir la luz del Espíritu Santo para reconocer a Jesucristo no como un ser de la imaginación, o como a un fantasma, sino como al verdadero Hijo de Dios, que desde la Eucaristía calma las tempestades y guía la Barca que es la Iglesia, por medio de Pedro, a la Vida eterna. Los discípulos en la barca lo adoraron teniéndolo delante de sí, con su aspecto humano; nosotros, que estamos en la Barca, que es la Iglesia, lo adoramos en su Presencia sacramental.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Naturaleza y gracia, Editorial Herder, Barcelona 1969, 251.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 251.

domingo, 21 de febrero de 2010

“Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”




“Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia” (cfr. Mt 16, 13-19). Si se considera el nombramiento de Jesús a Pedro como Vicario suyo sólo exterior y superficialmente, esto es, sólo con ojos humanos, el hecho podría ser considerado como el gesto de un líder humano que, previendo una posible desaparición, se preocupa por nombrar a su sucesor, a fin de que éste continúe su obra. Así considerado, el nombramiento de Pedro como Vicario suyo sería únicamente el acto postrero de un líder religioso, uno más entre tantos: al prever que en algún momento dejará de ejercer el mando, por el motivo que sea, todo líder, sea religioso o político, nombra a su sucesor.
Es decir, visto humanamente, al instituir Jesús el Papado, parecería estar siguiendo el requisito humano de nombrar un sucesor de confianza para continuar la obra comenzada.
Es esto lo que puede aparentar a los ojos humanos, pero el nombramiento de Pedro no puede nunca ser visto con ojos humanos, sino a la luz de la fe: Cristo no es un mero líder religioso que está simplemente eligiendo a un sucesor para cuando Él ya no esté en la tierra; el Hombre-Dios está realizando un acto sobrenatural, miserioso absolutamente, porque proviene de la eternidad, y que no puede por lo tanto aprehenderse sino es a la luz de la fe.
Al nombrar a Pedro como Vicario suyo, está instituyendo el Papado, una institución que refleja el ser sobrenatural de la Iglesia[1], porque toda la Iglesia descansa sobre Pedro –“Sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”- y porque Pedro descansa sobre Jesús.
Pedro –y todos los Papas luego de él, todo el Papado- es algo más que un simple sucesor o un simple representante de Jesucristo: Pedro posee la plenitud del sacerdocio eterno de Jesucristo, y es de este sacerdocio de donde brota la Iglesia y toda la vida de la Iglesia: es de este sacerdocio de donde brota la Eucaristía, Corazón de la Iglesia, y los restantes sacramentos, que son como las arterias por donde circula la sangre que da la Vida eterna del Hijo de Dios, la gracia, a toda la Iglesia.
Del sacerdocio eterno de Jesucristo, depositado en el Papa en toda su plenitud, brotan los sacramentos, que son la vida de la Iglesia; Del Papa, del Papado, brota la Vida de la Iglesia, porque él recibe de Cristo el sumo poder del sacerdocio eterno, que vivifica, por los sacramentos, a toda la Iglesia.
Por lo mismo, quien más cerca esté del Papa, más cerca estará de la fuente de Vida eterna que brota de su sacerdocio, que es el Sacerdocio del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo.
Los hijos de la Iglesia deben adherir con todo su ser, con toda su alma y con todo su corazón al Papa, Vicario de Cristo.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 583.

martes, 16 de febrero de 2010

Cuaresma




Adán en el desierto. Quema el sol en el cielo, y en la tierra, Adán lleva el cansancio en sus ojos y en sus manos. El trabajo es arduo, fatigoso, y la tierra es dura y pedregosa, seca y polvorienta. Si se escarba un poco, surgen de la tierra polvorienta alimañas que destilan ponzoña. Adán termina de excavar su propio sepulcro. Todo, como consecuencia de la sentencia divina. Desierto y polvo, calor y sequedad, peligro de muerte. Espíritu árido, la oración de los labios sabe a arena. Antes de ser llevado por la muerte, hacia el Hades, antes de entrar en el sepulcro, Adán mira a sus hijos, que le han sido dados por Eva. Fueron frutos del amor, pero sus hijos van a la muerte. Uno, asesinado, el otro, disperso en el mundo[1].
¿Por qué esta imagen al inicio de la Cuaresma? Es una imagen que evoca la fatiga, el cansancio, el dolor, la muerte, la separación. ¿Cuál es el sentido de esta imagen al inicio de la Cuaresma? Podemos encontrar el sentido de esta imagen, si nos detenemos en el significado de la palabra “Cuaresma”, y en lo que la Cuaresma simboliza.
El Miércoles de Cenizas inaugura el tiempo litúrgico conocido como “Cuaresma”, y la “Cuaresma”, que significa “cuarenta”, y tiene una duración de cuarenta días –finaliza con la Pascua- es un símbolo de la vida humana en la tierra[2]; la Cuaresma, si bien es un período litúrgico, simboliza la vida del hombre en el tiempo, y la vida del hombre en la tierra está signada por el pecado de Adán. La imagen de Adán, cansado, que camina al sepulcro, es imagen del hombre en el tiempo, que camina en el tiempo hacia la muerte, para convertirse en polvo.
La Cuaresma trae, además de esta imagen de Adán, la imagen del ángel caído, el demonio, porque el destino de Adán no fue voluntad de Dios, sino que fue causado por la malicia y la envidia del demonio, que quería arruinar a la criatura creada a imagen y semejanza de Dios. A Dios no podía hacerle nada, entonces buscaría de arruinar su imagen, tentándolo en el Paraíso y haciéndolo caer en su mismo pecado, el pecado de soberbia.
Pero sobre la tumba de Adán se alza la Cruz de Cristo: la Tradición sostiene que la cruz de Cristo fue elevada en el mismo lugar en donde estaba enterrado Adán, y tanto es así, que la sangre de Cristo, que caía desde la cruz, llegó, por los vericuetos de la tierra, hasta el cráneo de Adán, y es esta sangre de Cristo, sangre que contiene y da la vida eterna, la luz de la esperanza para Adán y sus hijos. Es la cruz de Cristo sobre la tumba de Adán la que da sentido a nuestra existencia, a nuestro ser, y a todo lo que acontece en la existencia: dolor, llanto, tribulación, son penitencia por nuestros pecados, y fuente de santificación, porque nuestra tumba, que es la tumba de Adán, está regada con la sangre de Cristo[3].
La imagen de Adán, la figura de Adán al inicio de la Cuaresma, es la imagen y la figura de todo hombre, pues todo hombre es hijo de Adán. Pero así como la historia y el destino eterno de Adán no finalizan en el sepulcro y en la muerte, sino en la resurrección y la vida por medio de la sangre de la cruz de Cristo, así nuestra historia personal y nuestro destino eterno no finalizan en el sepulcro y en la muerte, sino en la resurrección y en la vida que nos comunica Cristo en la Eucaristía.
Con la vista fija en la resurrección de Cristo, inocada en la Eucaristía, es que debemos vivir la Cuaresma.
[1] Cfr. Casel, O., Misterio de la cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 222-224.
[2] Cfr. Casel, O., Die Quadragesima, eine Rüstzeit für das hl. Pascha, en Abtei v. Hl. Kreuz Vom hl. Pascha (1950), 19ss.
[3] Cfr. Casel, Misterio de la cruz, 224.

lunes, 15 de febrero de 2010

Miércoles de Cenizas



Con el Miércoles de Cenizas, se inicia el tiempo litúrgico denominado “Cuaresma”. ¿Cuál es el significado de la Cuaresma, a la cual damos inicio? El significado de la Cuaresma es contemplar los misterios de la vida de Cristo desde un ángulo particular, el de la Pasión. En otras palabras, en el ciclo litúrgico de la Cuaresma, la Iglesia mira la vida de Cristo desde el punto de vista de la Pasión. Ése es el significado de la Cuaresma: mirar la vida de Cristo, enfocándola desde la Pasión; contemplar los misterios de Cristo desde la Pasión.
Pero para vivir la Cuaresma como nos pide la Iglesia, hay que considerar además otro elemento, que forma parte del misterio que contemplamos y celebramos: la liturgia no es sólo contemplación pasiva; no es sólo un recuerdo de la memoria: la liturgia de la Iglesia Católica es participación viva en los misterios y en la vida del Señor, por eso la Iglesia en Cuaresma –como en todo otro tiempo litúrgico- no solo mira, sino que participa, misteriosa y sobrenaturalmente, mediante la liturgia, de la misma Pasión del Señor, uniéndose a Él en su sacrificio redentor.
Al iniciar la Cuaresma, recordamos entonces la vida de nuestro Señor Jesucristo, pero lo hacemos desde la Pasión, y no hacemos un mero recuerdo, sino que, como Iglesia, por la liturgia, participamos de sus misterios; por la liturgia, nos adentramos, vivimos, los misterios salvíficos del Señor Jesús.
Es como si retrocediéramos en el tiempo y nos introdujéramos en los momentos más dolorosos y tristes de la vida de Jesús, para vivir, en Él y con Él, el dolor de su Pasión. Vivir la Cuaresma es entonces un don inapreciable, porque nos permite ser partícipes del misterio de la redención, obrado en la Pasión y muerte del Salvador del mundo, Jesucristo.
La Cuaresma se caracteriza por la caridad y el ayuno, pero no de cualquier manera: vividas en Cristo, siendo partícipes de su Pasión, la caridad se convierte en una prolongación de la caridad de Cristo, del amor de Cristo, que es lo que salva al mundo; el ayuno –corporal, pero ante todo, el ayuno de las obras malas- se convierte en un recuerdo del dolor que nuestros pecados le produjeron al Sagrado Corazón y lo llevaron a la agonía en el Huerto de los Olivos. El ayuno del mal se convierte en un pequeño alivio del inmenso dolor que le causamos a Jesús en su Pasión a causa de nuestra maldad, manifestada en nuestros pecados.
Si la Cuaresma no se debe vivir como un mero recuerdo, tampoco la ceremonia de las cenizas debe ser un rito vacío: las cenizas nos recuerdan que esta vida tiene destino de muerte: así como el olivo muerto se convierte en ceniza, así nuestra vida se disuelve en la muerte; pero también nos debe alentar el recuerdo de la resurrección del Señor, que imprime un nuevo giro y un nuevo sentido a nuestra vida, porque si morimos en Cristo, resucitaremos en Cristo, como si las cenizas se convirtieran en nuevos ramos de gloria que no se marchitarán jamás.
La Cuaresma no puede nunca ser vivida sin la perspectiva de la resurrección: a la cruz le sigue la luz; a la Pasión le sigue la Resurrección.
En la ceremonia litúrgica y en la Misa del Miércoles de cenizas, está compendiada toda nuestra existencia y nuestro destino eterno: si las cenizas nos recuerdan nuestra vida destinada a la muerte, la Eucaristía, mediante la cual ingresa en nosotros Cristo resucitado, no solo nos recuerda que a la muerte le sigue la resurrección, sino que nos concede la vida misma de Cristo resucitado.
Es con esta mirada centrada en la Resurrección, que se debe vivir el tiempo de la Cuaresma.