viernes, 6 de abril de 2012

Jueves Santo



"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1-15). El motor del movimiento del Corazón de Jesús no es otro que el Amor infinito de Dios, un Amor sin medidas, un Amor sin límites, un Amor que no se detiene ante el sacrificio de sí para expresarse, y es así como todo lo que Jesús obra en la Última Cena, lo obra por Amor.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". En la Última Cena Jesús celebra su Pascua, su paso de este mundo al Padre, para señalar a todos el Camino, la Verdad y la Vida que conducen a la feliz eternidad. Así como los israelitas atravesaron el camino del Mar Rojo y del desierto, que los condujo desde Egipto a la Tierra Prometida, y así como creyeron en la verdad de Moisés, que era la verdad de Dios, y así como vivieron una vida nueva, de sacrificios y de penitencia en el desierto, que habría de llevarlos al lugar de la felicidad, Jerusalén, así también los cristianos, unidos a Cristo, que es el Camino, el único que conduce al Padre, transitan en Él y por Él el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz, el único que conduce al Cielo; en Cristo, única y absoluta Verdad eterna de Dios, los cristianos conocen los eternos designios divinos de salvación; en Cristo y por Cristo, los cristianos viven la única Vida, la vida de la gracia, que los hace partícipes de la misma Vida divina.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". El amor sin límites de Jesús lo lleva a obrar un milagro inimaginable, el más grande que Él en cuanto Dios, concurriendo con Dios Padre y Dios Espíritu Santo, pueda hacer: la transubstanciación del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.. Se trata de un milagro tan asombrosamente grande, que si las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad, poniendo la máxima potencia de su Ser divino, empeñando la suma e infinita Sabiduría divina, y aplicando el inmenso, eterno e infinito Amor que como Personas divinas tienen, quisieran hacer algo más grande, no lo podrían hacer. Por la Eucaristía, milagro de los milagros, milagro del Amor eterno de Dios Trino, Jesús, a pesar de morir al día siguiente, Viernes Santo, en la Cruz, para luego resucitar y ascender al Cielo, habría de quedarse entre los hombres "todos los días, hasta el fin del tiempo", para consolarlos en sus penas, para fortalecerlos en su camino hacia la Vida eterna, para alegrarles sus días con sus saetas de Amor.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". Los ama hasta el extremo de donar su vida en la Cruz, pero eso no le basta: su Amor infinito lo lleva a idear algo por medio del cual esa vida donada en la Cruz -su Vida, su Sangre, su Alma, su Divinidad, su Amor- sea efectivamente comunicada a las almas, por medio de la renovación incruenta de su muerte en Cruz: la Santa Misa.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". Y amó hasta el fin no solo a los discípulos que con Él compartían la Última Cena, la última de su vida terrena, sino a toda la humanidad de todos los tiempos, instituyó el sacerdocio ministerial, mediante el cual haría realidad su Presencia entre los hombres, descendiendo al altar cada vez que el sacerdote pronunciara la fórmula de consagración, renovando el don de su Cuerpo y su Sangre en el Santo Sacrificio del altar.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". Por medio del sacerdocio ministerial, haría posible también otro don de su Sagrado Corazón, la confesión sacramental, Río de gracia divina que no solo habría de quitar a las almas la mancha del pecado, sino que le concedería la gracia santificante, gracia por la cual Él en Persona iría a inhabitar en las almas.

"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin". Para que su Amor se multiplicara entre los hombres, les dejó el mandamiento más hermoso de todos, el mandamiento del Amor: "Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado". Nos amó con el Amor con el que Dios Padre lo amó desde la eternidad, el Espíritu Santo, y con el Amor de la Virgen Madre, amor maternal con el que lo amó en su vida terrena, y ese doble amor sagrado es el que nos comunica en el Jueves Santo, en cada Santa Misa, en cada Eucaristía, en cada confesión sacramental, y es el mismo Amor con el cual quiere que nos amemos los unos a los otros, en el tiempo de nuestra vida terrena, como requisito indispensable para entrar en la vida eterna.

miércoles, 4 de abril de 2012

Miércoles Santo



"Quiero celebrar la Pascua en tu casa" (cfr. Mt 26, 14-25). Jesús, sumamente pobre, sin riquezas materiales de ningún tipo, no tiene un lugar donde celebrar la Pascua, y es por eso que envía a sus discípulos a la casa de una persona, cuyo nombre no se menciona, pero que posee un lugar adecuado, para pedirle prestado el lugar, con el siguiente recado: "Voy a celebrar la Pascua en tu casa".

"Celebrar la Pascua" quiere decir, para Jesús, varias cosas sublimes, inimaginables para los simples mortales, y aún para los ángeles del Cielo más poderosos.

"Celebrar la Pascua" quiere decir sentarse a la mesa con sus discípulos para compartir con ellos su Última Cena -la última que habría de tomar en esta vida terrena, pues al otro día moriría en la Cruz-, para dejarles el recuerdo sempiterno de su Amor, la Eucaristía, el misterio de algo que parece pan pero que ya no es más pan, sino su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, misterio que asombra a los ángeles porque no hay milagro más grande que Dios, con su Omnipotencia, su Sabiduría y su Amor pueda hacer, milagro que deja a los ángeles sin habla, porque la Eucaristía es algo tan grande y maravilloso que solo se compara al mismo Dios, misterio de Amor para los hombres, por medio de los cuales los hombres tienen entre ellos algo más grande que los cielos, ya que la Eucaristía es Jesús, Dios omnipotente, Creador del cielo y de la tierra.

"Celebrar la Pascua" quiere decir dejar para la Iglesia y para la humanidad toda ese otro don inefable de su Sagrado Corazón, el don del sacerdocio ministerial, por medio del cual aseguraría su Presencia sacramental entre los hombres "todos los días hasta el fin del mundo", para consolarlos en sus penas, para aliviarles sus dolores, para ayudarlos a transitar por el camino de la vida, verdadero "valle de lágrimas" que conduce a la eternidad.

"Celebrar la Pascua" quiere decir dejar también, por medio del sacerdocio ministerial, el don de la confesión sacramental, fuente no solo de perdón de los pecados, sino de fortalecimiento y crecimiento en la gracia y en el conocimiento y en el amor de Dios, necesarios para llevar la Cruz de todos los días, en el seguimiento de Cristo, camino del Calvario, hacia el Reino de los cielos.

"Celebrar la Pascua" quiere decir también, para el Sagrado Corazón, experimentar latidos de amor por aquellos que, recostados en su pecho, como Juan Evangelista, se mostrarán agradecidos por su sacrificio de Amor, dando sus vidas por Él, para compartir con Él la eternidad de alegrías sin fin, pero significa también, para el Sagrado Corazón, experimentar latidos de dolor infinito, al comprobar cómo muchos cristianos, en vez de preferir escuchar su dulce voz, prefieren escuchar el tintinear metálico del dinero, como Judas Iscariote, vendiendo sus almas al Tentador, y condenándose para siempre, haciendo inútil el derramamiento de su Sangre.

"Quiero celebrar la Pascua en tu casa, en tu alma, en tu corazón". Hoy, como ayer, Jesús busca una casa, un alma, un corazón, en donde celebrar su Pascua, en donde compartir las alegrías y los dolores de la Última Cena, las alegrías de saber de su Presencia Eucarística, los dolores de saber que muchos, muchos cristianos, desoyendo su Voz, en vez de recibirlo a Él en la Eucaristía, prefieren, al igual que Judas Iscariote, comulgar con el demonio y ser tragados por las tinieblas: "Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él. Judas salió (...) Afuera era de noche".

"Quiero celebrar la Pascua en tu casa, en tu alma, en tu corazón". Hoy, como ayer, Jesús busca corazones que lo reciban, para que sean transformados, por su Presencia, en otros tantos cenáculos, como el de la Última Cena, cenáculos en donde el alma, ofreciéndose en Cristo como víctima de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, adore a Cristo Eucaristía y repare por tantos y tantos cristianos que lo rechazan.

martes, 3 de abril de 2012

El pecado y sus consecuencias espirituales y materiales



Sabemos lo que es el pecado: naturaleza espiritual, insensible, invisible, es como una mancha oscura que cubre al alma, privándola de la luz y del amor de Dios, al tiempo que la coloca bajo el dominio y poder de acción directos del ángel caído. Sabemos que puede ser venial o mortal, según la privación parcial o total de la gracia que provoque. Sabemos que se quita con la confesión sacramental, aunque permanece una pena que debe ser “pagada” en esta vida o si no en la otra, en el Purgatorio. Sabemos que un solo pecado mortal conduce al alma al infierno, sin posibilidad alguna de retractación ni de pedido de perdón.

Sabemos que los ángeles caídos cometieron un solo pecado y por lo mismo recibieron la condenación eterna; sabemos que Adán y Eva cometieron un solo pecado y perdieron el Paraíso para siempre, con todos los dones preternaturales con los que habían sido creados; sabemos que un hombre cualquiera, con un solo pecado mortal cometido en su vida y no confesado, se condena para siempre en la eternidad. El motivo es que, además de quitar la gracia, el que comete el pecado manifiesta, con ese acto, que eso es lo que él quiere para ese momento presente, en el que está cometiendo el acto pecaminoso, lo cual equivale, en la otra vida, a vivir en ese estado por la eternidad, puesto que en la otra vida no existe el tiempo, sino la eternidad, que es como un eterno presente.

El motivo de esto es que el pecado es ausencia de amor y de humildad, características sobresalientes del Ser divino de Dios Uno y Trino. Precisamente, el demonio no posee amor ni humildad, sólo odio y orgullo. Cuando el alma, privada del amor y de la humildad, se presenta ante Dios en el juicio particular, se da cuenta de que no puede estar delante de Él, y pide, en justicia, ser precipitada en el infierno, al anillo que le corresponde, de acuerdo al grado de odio y soberbia que tenga.

Pero hay algo del pecado que se nos escapa: al ser de naturaleza espiritual, y al inherir en el alma, es insensible, invisible, indoloro. Tanto es así, que el alma peca y, al no experimentar ninguna “sensación” negativa –por el contrario, el pecado satisface la concupiscencia, sea carnal o espiritual, como la soberbia-, y solo algo positivo, el pecador piensa que, al fin de cuentas, pecar “no es tan malo”, y que la diferencia con el no-pecado es igual a nada.

Sin embargo, el pecado tiene un efecto, un doble efecto, a nivel espiritual: en la persona que lo comete, y en el Cuerpo real de Cristo y también en su Cuerpo Místico, la Iglesia.

En la persona que lo comete, el pecado es al alma lo que la lepra o un tumor maligno es al cuerpo; en relación al Cuerpo real de Cristo, el pecado, al ser infracción de la justicia divina, cuyo orden es el bien y el amor, ausentes en el pecado, merece un castigo inmediato, el cual es recibido por Cristo, puesto que Él asumió nuestros pecados en forma vicaria, siendo Inocente, para que no fuéramos castigados, y el castigo que recibe, depende de la gravedad del pecado –por ejemplo, los pecados carnales son expiados en la flagelación, los pecados de pensamiento en la coronación de espinas, etc.-; y finalmente, el pecado repercute en el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, porque al ser oscuridad, cada alma en pecado, en vez de irradiar luz, irradia sombras y oscuridad, tal y como sucedería en una noche oscura en la que algunos integrantes de una procesión, en vez de llevar antorchas, no llevaran nada o, peor aún, llevaran una antorcha especial que irradiara luz negra en vez de luz blanca.

También tiene consecuencias profundamente negativas sobre la Creación: por ejemplo, cuando se consuma el deicidio, la conmoción del universo, el terremoto, el oscurecimiento de la luz del sol, etc.; otra consecuencia sobre la Creación, es la destrucción de la misma a causa de la avaricia (desforestación, alteración del clima por emisión de CO2, etc.).

Sin embargo, las consideraciones acerca del pecado no deben desviarnos acerca de cuál es la vida del cristiano: esta no consiste en –o al menos exclusivamente- “evitar el pecado”, puesto que es infinitamente más rica que esto: la vida del cristiano consiste en vivir la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, lo cual es infinitamente más grande y misterioso que simplemente evitar el pecado. ¿Qué ejemplo podemos dar? Intentemos el siguiente: supongamos que a un niño pequeño, su padre le dice que no debe meter los dedos en el enchufe, porque eso está mal y le hará mucho daño para su salud; además le dice que si obedece, se estará portando como un buen hijo. Supongamos que el niño hace caso, pero queda con la idea de que “ser buen hijo” consiste en evitar las cosas malas, como meter los dedos en el enchufe, sin tener en cuenta que “ser buen hijo” consiste en amar a su padre, y demostrar ese amor con el afecto, la sonrisa, el diálogo, la ternura, etc.





Martes Santo


“Judas tomó el bocado y Satanás entró en él” (Jn 13, 21-38). El evangelista Juan describe la posesión demoníaca de la que es objeto Judas Iscariote (al plasmar la escena en un cuadro, el artista alemán Ratgeb coloca, junto al bocado tomado por Judas, una mosca en la que representa al diablo que ingresa en el traidor). Es evidente que Juan está iluminado por el Espíritu Santo, y puede ver por esto mismo al demonio, en el momento en el que ingresa en Judas para poseerlo, lo cual sucede tan solo pocos momentos después del anuncio de Jesús de que uno de los Doce lo traicionará: “Uno de ustedes me entregará”.

La descripción de la posesión demoníaca, que se produce en el momento de la ingesta de un bocado de comida –“En cuanto recibió el bocado, Satanás entró en él”-, es completada por el evangelista con un detalle que puede parecer menor, pero que tiene un significado sobrenatural: “En seguida, después de recibir el bocado, Judas salió. Afuera era de noche”. La noche mencionada es la noche cosmológica, pero es también la noche del espíritu en la que se encuentra Judas, al haber despreciado escuchar los latidos del Sagrado Corazón, para preferir escuchar el tintineo metálico de las monedas de plata, el pago del Sanedrín por su traición, traición que finalizará con su muerte terrena y también con su muerte eterna, al condenarse en el infierno.

A medida que avanza la Semana Santa, las fuerzas de las tinieblas se van haciendo cada vez más audaces, al lograr introducirse en el seno mismo del Colegio Apostólico y obtener, desde ahí, la entrega y posterior condena a muerte de Jesús.

Lamentablemente, la traición de Judas no es la única; a lo largo de los siglos, y aún en nuestros días, los nuevos judas conspiran en la sombra para intentar destruir, no ya el Cuerpo físico de Jesús, el que fue crucificado, sino su Cuerpo Místico, la Iglesia, por medio de la introducción de reformas que atentan contra su esencia, como el celibato optativo, la ordenación de mujeres, la comunión de divorciados, la aceptación como Iglesia del aborto y de la eutanasia.

Hoy, como ayer, Satanás intenta destruir los proyectos divinos de salvación, pero también hoy, como ayer, Dios triunfa desde la Cruz y desde la Eucaristía.



domingo, 1 de abril de 2012

Lunes Santo




         Ante la falsa queja de Judas Iscariote por el presunto derroche de un costoso perfume, que podría haber sido vendido para dar de comer a los pobres, Jesús, además de salir en defensa de María Magdalena y de justificar su accionar, profetiza su muerte: “Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura. A los pobres los tendréis siempre con ustedes, pero a Mí no me tendrán siempre (cfr. Jn 12, 1-11). De esta manera, la Semana Santa comienza con negras nubes en el horizonte, nubes que presagian y adelantan el drama que habrá de vivir Jesús en el Calvario, durante su Pasión 
         Ante la inminencia del desenlace de los acontecimientos que se sucederán y que finalizarán con su muerte en Cruz, los seres humanos son llamados a decidirse o por Jesús o contra Jesús, como lo hacen, respectivamente, María Magdalena y Judas Iscariote.
         Mientras María Magdalena, inspirada por el Espíritu Santo, unge con perfume a Jesús, anticipando, como Él mismo lo dice, la unción de su cadáver en el sepulcro, Judas Iscariote, instigado, seducido y comandado por el Espíritu del mal, el ángel caído, estrecha lazos con sus enemigos y acuerda con ellos el lugar y el momento de la traición, y la paga que habrá de recibir por la misma.
         La Pasión de Jesús significará también, tanto para María Magdalena como para Judas Iscariote, recorrer caminos opuestos, que llevan a lugares también opuestos: para María Magdalena, ver a su Señor ser flagelado, golpeado, insultado, crucicifado, significará un dolor lacerante, desgarrador, pero que luego se cambiará en alegría incontenible cuando lo vea resucitado. Aquí está representada el alma en gracia que carga su Cruz todos los días, en el seguimiento de Jesús.
         Para Judas Iscariote, en cambio, en un primer momento, la detención y posterior juicio inicuo de Jesús significarán un placer y una alegría, momentáneos, pero que no dejan de ser placer y alegría, porque consiguió lo que buscaba: el dinero, las treinta monedas de plata, aunque para conseguirlo haya tenido que entregar al Hombre-Dios.
Pero este placer y esta alegría, fugaces, pasajeros, superficiales, se desvanecen muy pronto, para dar lugar a los reales sentimientos que anidan en su corazón como serpientes: el odio, la amargura, la tristeza, la desesperación, que llevarán a Judas Iscariote a perder la vida terrena por el suicidio y luego la vida eterna al condenarse en el infierno. Aquí está representada el alma que, renegando de la cruz, vive en el pecado, alimentándose de él: el pecado da una ligera satisfacción, para dar luego paso a la amargura y a la desesperación, consecuencias de la ausencia de la gracia en el alma.
Cuando María Magdalena rompe el frasco de perfume de nardo puro para ungir los cabellos de Jesús, el evangelista hace notar un detalle: “La casa se impregnó de la fragancia del perfume”. Esto, que podría ser un detalle secundario, es sin embargo la prefiguración de lo que sucede en el alma en gracia: está impregnada no solo del “buen aroma de Cristo”, sino de Cristo mismo. A este estado del alma debe conducir el meditar y el vivir la Pasión de Jesús en Semana Santa.

sábado, 31 de marzo de 2012

Domingo de Ramos



(Domingo de Ramos - Ciclo B - 2012)
        En este Domingo, como su nombre lo indica, la Iglesia toda conmemora el ingreso triunfal de Jesús a Jerusalén, ingreso en el que fue saludado con ramos de olivo. En su forma solemne, la Santa Misa da inicio con una procesión, en la que se lee el Evangelio que relata el ingreso de Jesús en Jerusalén, y la entrada y posterior procesión del sacerdote hacia el altar, imitan a Jesús en su entrada triunfal en la Ciudad Santa. El episodio no es anecdótico; todo lo contrario, por el misterio de la liturgia, la Iglesia toda se hace partícipe de este ingreso triunfal, y como en la multitud, compuesta por el Pueblo Elegido, está prefigurado el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, se hace necesario reflexionar acerca de lo sucedido en ese momento, para determinar cuáles son sus enseñanzas espirituales.
¿Qué sucede el Domingo de Ramos? La multitud lo aclama, cantando hosannas y aleluyas, reconociendo en Cristo al Mesías de Israel, el anunciado por los profetas, aquel que venía en nombre de Dios. La muchedumbre se muestra agradecida porque Jesús ha obrado maravillas y prodigios asombrosos, sin número, maravillas y prodigios que han colmado sus expectativas, que han demostrado ser una bendición del cielo. Allí, en la muchedumbre, están los que "comieron hasta saciarse" gracias al milagro de la multiplicación de los panes; están los que fueron curados de su ceguera, de su sordera, de su mudez; están los que fueron curados de su posesión demoníaca; están todos los que recibieron milagros, prodigios, curaciones, sanaciones, de parte de Jesús.
         Todos cantan, alaban, glorifican a Jesús, porque les ha satisfecho el hambre, les ha traído salud, paz, alegría, y por eso acompañan a Jesús en su ingreso a la ciudad de Jerusalén.
         Sin embargo, solo unos cuantos días después, el Viernes Santo, la misma multitud, la misma muchedumbre, compuesta por aquellos mismos que recibieron dones maravillosos de parte de Jesús, será la que, inexplicablemente, elija a Barrabás en vez de Jesús, posponiéndolo por un malhechor, reemplazando a su benefactor por un asaltante y homicida; la misma muchedumbre, que antes había aclamado hosannas y aleluyas a Jesús, será ahora la que pedirá a gritos su crucifixión: "¡Crucifícale! ¡Crucifícale!" (Lc 23, 21-23); la misma multitud que había aclamado, exultante, a quien bajando del cielo curó sus males y expulsó los demonios que la atormentaban, clama ahora, con furia deicida, que la sangre bendita del Hombre-Dios, que saltará a borbotones a causa de las heridas recibidas, "caiga sobre ellos y sobre sus hijos" (cfr. Mt 27, 25), demostrando con esta petición que del cielo no quiere ya más la bendición, sino la condena en el infierno, porque es eso lo que espera a quien voluntariamente rechaza el don del Cielo; la misma multitud que lo trató como al Mesías esperado, lo trata ahora despiadadamente, como no se trata ni al peor de los delincuentes; la misma multitud que lo acompañó entre cantos de alegría a su ingreso en Jerusalén, lo expulsa ahora de la misma ciudad, entre insultos, gritos de odio y de muerte, y de blasfemias.
         ¿Qué es lo que pasó, entre el Domingo de Ramos y el Viernes Santo, para que se produjera semejante cambio, que llevara del amor a Jesús al odio desenfrenado que sólo puede aplacarse con su muerte en cruz?
         Lo que explica el cambio en la multitud es la presencia del "misterio de iniquidad" (2 Tes 2, 1ss) que anida en el corazón del hombre, que hace que de este corazón surja toda clase de males: "Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez" (Mc 7, 20-23).
        
         Y debido a que este “misterio de iniquidad” anida tanto en el Pueblo Elegido, como en el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, en esta muchedumbre deben verse reflejados los cristianos, que en un momento parecen alabar a Jesús, y en otro lo niegan, obrando el mal. En esta muchedumbre ambivalente están comprendidos aquellos que no terminan de recibir la comunión, y ya están calumniando, difamando, hablando mal, criticando, a su prójimo; en esta muchedumbre cambiante deben verse los cristianos que, recibiendo una prueba como don del cielo que hace participar de la Cruz de Jesús, inicialmente la aceptan, pero cuando la prueba se hace más dura, la rechazan, se quejan, no la aceptan, reniegan de ella, y desearían que les fuera quitada; en esta muchedumbre que del amor pasa al odio, están los cristianos que en apariencia son cristianos, es decir, aparentan vivir los Mandamientos de la Ley divina, pero a la hora de la verdad, no dudan en ver programas inmorales, cometer estafas, aceptar sobornos, consentir la envidia, la lascivia, la soberbia.
        
        Ayer, el Pueblo Elegido, luego de aclamar a Jesús el Domingo de Ramos, pocos días después, el Viernes Santo, pide a gritos su crucifixión.
         Los cristianos, que forman el Nuevo Pueblo Elegido, deben preguntarse cómo se comportan con relación a Jesús, que viene en nuestro tiempo, no montado en un humilde borriquito, sino escondido bajo la apariencia de pan, para entrar, no en la ciudad de Jerusalén, sino en el alma.
         ¿Qué encuentra Jesús Eucaristía en el corazón del que lo recibe en la comunión? ¿Alabanzas sinceras, declamaciones de amor, reconocimiento con obras de misericordia de que Él es el Mesías elegido?
         ¿O, por el contrario, escucha los mismos gritos del Viernes Santo?
         Cada cristiano, libremente, con el trato que da a su prójimo, decide aclamar a Jesús, como en el Domingo de Ramos, o vituperarlo hasta la muerte de cruz, como en el Viernes Santo.

jueves, 29 de marzo de 2012

Antes que naciera Abraham Yo Soy


“Antes que naciera Abraham Yo Soy. Entonces tomaron piedras para apedrearlo” (cfr. Jn 8, 51-59). La auto-proclamación de Jesucristo como Dios desencadena una irracional reacción por parte de los judíos: recogen piedras del suelo para apedrearlo, aunque en realidad, más que apedrearlo, lo que quieren hacer con Jesús es matarlo.

Lejos de suscitar actos de amor y de adoración, el hecho de declararse Jesús como Hijo de Dios suscita entre los judíos un ardoroso deseo de matarlo. Este impulso homicida, que forma parte esencial y central del misterio de iniquidad que anida en el corazón del hombre, conducirá luego a la crucifixión y muerte del Hombre-Dios.

Pero el misterio de iniquidad y el odio deicida contra el Hombre-Dios no es, lamentablemente, privativo de los judíos. Muchos pueblos, a lo largo de la historia, han demostrado el mismo odio deicida, el mismo odio a muerte a Dios y a su Hijo, que se desencadena, no contra el Hombre-Dios, que ya no está corporalmente en la tierra, sino contra su imagen, contra su creación más amada, el hombre, y es así como pueblos llamados "cristianos", que deberían custodiar la vida humana -más que como imperativo de ley natural, por el hecho de ser la vida humana don y creación divina en la cual Dios quiere ver reflejada su imagen y semejanza-, se empeñan por denigrarla, invertirla, destruirla, destrozarla, por medio del aborto y la eutanasia, la fecundación in vitro, el alquiler de vientres y tantas otras leyes anti-naturales.

“Antes que naciera Abraham Yo Soy. Entonces tomaron piedras para apedrearlo”. Más que apedrear a Jesús, algunos desean destruir la imagen de Jesús en la tierra por medio de leyes inicuas. De esta manera, el odio deicida, disfrazado de derechos humanos, de igualdad y de inclusión, solo traerá desgracias, amargura, dolor y muerte para el hombre.