martes, 3 de abril de 2012

El pecado y sus consecuencias espirituales y materiales



Sabemos lo que es el pecado: naturaleza espiritual, insensible, invisible, es como una mancha oscura que cubre al alma, privándola de la luz y del amor de Dios, al tiempo que la coloca bajo el dominio y poder de acción directos del ángel caído. Sabemos que puede ser venial o mortal, según la privación parcial o total de la gracia que provoque. Sabemos que se quita con la confesión sacramental, aunque permanece una pena que debe ser “pagada” en esta vida o si no en la otra, en el Purgatorio. Sabemos que un solo pecado mortal conduce al alma al infierno, sin posibilidad alguna de retractación ni de pedido de perdón.

Sabemos que los ángeles caídos cometieron un solo pecado y por lo mismo recibieron la condenación eterna; sabemos que Adán y Eva cometieron un solo pecado y perdieron el Paraíso para siempre, con todos los dones preternaturales con los que habían sido creados; sabemos que un hombre cualquiera, con un solo pecado mortal cometido en su vida y no confesado, se condena para siempre en la eternidad. El motivo es que, además de quitar la gracia, el que comete el pecado manifiesta, con ese acto, que eso es lo que él quiere para ese momento presente, en el que está cometiendo el acto pecaminoso, lo cual equivale, en la otra vida, a vivir en ese estado por la eternidad, puesto que en la otra vida no existe el tiempo, sino la eternidad, que es como un eterno presente.

El motivo de esto es que el pecado es ausencia de amor y de humildad, características sobresalientes del Ser divino de Dios Uno y Trino. Precisamente, el demonio no posee amor ni humildad, sólo odio y orgullo. Cuando el alma, privada del amor y de la humildad, se presenta ante Dios en el juicio particular, se da cuenta de que no puede estar delante de Él, y pide, en justicia, ser precipitada en el infierno, al anillo que le corresponde, de acuerdo al grado de odio y soberbia que tenga.

Pero hay algo del pecado que se nos escapa: al ser de naturaleza espiritual, y al inherir en el alma, es insensible, invisible, indoloro. Tanto es así, que el alma peca y, al no experimentar ninguna “sensación” negativa –por el contrario, el pecado satisface la concupiscencia, sea carnal o espiritual, como la soberbia-, y solo algo positivo, el pecador piensa que, al fin de cuentas, pecar “no es tan malo”, y que la diferencia con el no-pecado es igual a nada.

Sin embargo, el pecado tiene un efecto, un doble efecto, a nivel espiritual: en la persona que lo comete, y en el Cuerpo real de Cristo y también en su Cuerpo Místico, la Iglesia.

En la persona que lo comete, el pecado es al alma lo que la lepra o un tumor maligno es al cuerpo; en relación al Cuerpo real de Cristo, el pecado, al ser infracción de la justicia divina, cuyo orden es el bien y el amor, ausentes en el pecado, merece un castigo inmediato, el cual es recibido por Cristo, puesto que Él asumió nuestros pecados en forma vicaria, siendo Inocente, para que no fuéramos castigados, y el castigo que recibe, depende de la gravedad del pecado –por ejemplo, los pecados carnales son expiados en la flagelación, los pecados de pensamiento en la coronación de espinas, etc.-; y finalmente, el pecado repercute en el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, porque al ser oscuridad, cada alma en pecado, en vez de irradiar luz, irradia sombras y oscuridad, tal y como sucedería en una noche oscura en la que algunos integrantes de una procesión, en vez de llevar antorchas, no llevaran nada o, peor aún, llevaran una antorcha especial que irradiara luz negra en vez de luz blanca.

También tiene consecuencias profundamente negativas sobre la Creación: por ejemplo, cuando se consuma el deicidio, la conmoción del universo, el terremoto, el oscurecimiento de la luz del sol, etc.; otra consecuencia sobre la Creación, es la destrucción de la misma a causa de la avaricia (desforestación, alteración del clima por emisión de CO2, etc.).

Sin embargo, las consideraciones acerca del pecado no deben desviarnos acerca de cuál es la vida del cristiano: esta no consiste en –o al menos exclusivamente- “evitar el pecado”, puesto que es infinitamente más rica que esto: la vida del cristiano consiste en vivir la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, lo cual es infinitamente más grande y misterioso que simplemente evitar el pecado. ¿Qué ejemplo podemos dar? Intentemos el siguiente: supongamos que a un niño pequeño, su padre le dice que no debe meter los dedos en el enchufe, porque eso está mal y le hará mucho daño para su salud; además le dice que si obedece, se estará portando como un buen hijo. Supongamos que el niño hace caso, pero queda con la idea de que “ser buen hijo” consiste en evitar las cosas malas, como meter los dedos en el enchufe, sin tener en cuenta que “ser buen hijo” consiste en amar a su padre, y demostrar ese amor con el afecto, la sonrisa, el diálogo, la ternura, etc.





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