viernes, 15 de octubre de 2010

Oremos día y noche al Dios Verdadero, el Cristo Eucarístico


“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (cfr. Lc 18, 1-8). ¿Por qué esta insistencia de Jesús en la oración? Porque la oración es al alma lo que la respiración al cuerpo. ¿Podemos vivir sin respirar? Es imposible, porque el respirar permite el ingreso de un elemento vital para la vida, como es el oxígeno. Sin oxígeno, las células del cuerpo comienzan una etapa de sufrimiento que, de continuar y prolongarse, lleva a la muerte. Por ejemplo, en el cerebro, cuando se produce un accidente cerebro-vascular, al obstruirse una arteria cerebral, el tejido que queda sin irrigación, por falta de oxigenación, comienza un proceso de deterioro que puede ser revertido si se reestablece el flujo sanguíneo en pocos minutos o incluso segundos. Pero si la arteria continúa obstruida por un coágulo sanguíneo y la sangre no se reestablece, bastan dos o tres minutos para que las neuronas que componen el tejido cerebral mueran de forma irreversible. Lo mismo sucede con cualquier otro tejido del cuerpo: si no hay oxigenación, el tejido entra en proceso de isquemia que luego se continúa con la necrosis, es decir, con la muerte del tejido. No podemos, de ninguna manera, vivir sin oxígeno.

De la misma manera, así como el cuerpo no puede vivir sin oxígeno, así el alma no puede vivir sin oración: sin la oración, el alma pierde, poco a poco, la unión con Dios, de quien le viene toda vida y todo aliento vital, y así, sin energía vital, entra en un proceso de agonía espiritual, que termina con la muerte del alma, cuando esta se encuentra vacía de toda gracia, de toda vida divina.

La falta de oración, la ausencia de oración, tiene serias consecuencias para el alma, puesto que un alma “muerta a la vida de la gracia” no es una metáfora, sino una realidad. Un alma sin oración, que pasa días y días sin orar, termina por morir, asfixiada por el mundo, así como un pez termina por morir asfixiado si se lo saca del agua.

Un alma sin oración continúa viva, pero con una vida puramente humana, puramente natural, terrena, sin esperanzas de vida eterna, de comunión con la Trinidad, con los ángeles, con los santos, con la Virgen y con Jesús, y así, muerta a la vida de Dios, vive una vida puramente humana, con perspectivas humanas o alejadas de Dios: sin oración, no se espera en un cielo y en una eternidad con las Tres Divinas Personas, no se espera un gozo y un deleite eternos en la contemplación de Dios Uno y Trino.

Pero sin oración no sólo se vive una vida puramente humana, sino que se corre el riesgo de vivir una vida alejada de Dios: alejada de la fuente de Vida, de Luz, de Alegría y de Amor, el alma se sumerge en un abismo de muerte, de oscuridad, de tristeza y de angustia.

No se puede vivir sin oración, pero eso no quiere decir que es válida una oración hecha de cualquier manera: puede suceder que alguien empiece sí a hacer oración, y que crea que su oración es agradable a Dios, y que Dios la escucha, cuando en realidad, ni es agradable ni es escuchada por Dios, si la oración no va acompañada por la caridad, la compasión, la misericordia, para con el prójimo.

Es esto lo que dice Santa Teresa de Ávila, hablando de aquellos que hacen oración, que creen estar en éxtasis y en arrobamientos, pero al mismo tiempo niegan el perdón a su prójimo: “Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio.

Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuere menester, lo ayunes, porque ella lo coma, no tanto por ella, como porque sabes que tu Señor quiere aquello”.

Después, en otra parte, dice así, para que no nos engañemos: “El amor de Dios no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras”; es decir, si no hay obras de misericordia corporales y espirituales, el amor que tenemos a Dios, y que creemos demostrarle en la oración, es nada más que engaño de nuestra propia imaginación.

Por último, también dice: “Quien no amare al prójimo no os ama, Señor mío”.

Para que la oración sea escuchada, dice Santa Teresa, es necesaria, además de la caridad, la humildad: “Esta es la verdadera unión con su voluntad, y que si vieres loar mucho a una persona, te alegres mucho más que si te loasen a ti. Esto, a la verdad, fácil es, que si hay humildad, antes tendrá pena de verse loar”[1].

“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”.

¿Qué quiere decir “siempre sin desanimarse”? “Orar siempre”, quiere decir orar en todo momento del día y de la noche; significa orar al levantarse, al mediodía, a la tarde, y a la noche, e incluso mientras dormimos: deberíamos orar a Dios de modo continuo, desde que comienza el día, hasta que anochece, y aún cuando dormimos, pidiendo la gracia de que aún con nuestro cuerpo dormido, nuestra alma esté en alabanza y en acción de gracias, ante la Presencia de Dios.

Deberíamos adorar a Dios, cantarle cánticos de alabanzas y de honor, todos los días, todo el día, y no tanto para pedir y pedir cosas, sino para darle gracias por ser Él quien Es, Dios de inmensa majestad y poder, de infinita bondad y misericordia.

Deberíamos orar a Dios con los labios, pero ante todo con el corazón, y deberíamos orar con el alma, pero también con el cuerpo, buscando de alejar nuestros sentidos de todo mal, de todo pecado, de todo lo que ofenda la santidad de Dios, recordando que nuestro cuerpo es “templo del Espíritu Santo”, como lo dice San Pablo (cfr. 1 Cor 6, 19), y recordando que si profanamos ese templo que es el cuerpo, profanamos a la Persona Divina del Espíritu Santo, que tiene al cuerpo por templo.

Deberíamos orar con nuestro cuerpo sano, alejándolo de todo lo pecaminoso, de todo lo malo, de todo lo que ofende la santidad divina, pero deberíamos orar también con nuestro cuerpo enfermo, recordando que la enfermedad es una participación a la Pasión de nuestro Señor en la cruz.

Deberíamos orar siempre, en todo lugar: en el hogar, en la calle, en el trabajo, en la escuela, en la diversión sana y, sobre todo y principalmente, ante el Sagrario. Deberíamos orar con la oración de la Virgen, el Santo Rosario, y con la oración de Acción de gracias de Jesucristo, la Santa Misa.

“Orar siempre, sin desanimarse”: como la viuda de la parábola, que acude al juez con insistencia, hasta lograr lo que quería, así debemos hacer nosotros: orar ante la Presencia de Dios, Sumo, Justo y Misericordioso Juez, hasta obtener de Dios su gracia, su perdón y su misericordia, y no deberíamos abandonar la oración hasta conseguir de Cristo Dios, crucificado por nosotros, que por su Sangre derramada en la cruz, y por los inmensos dolores que sufrió en la Pasión, se apiade de nosotros y de todo el mundo.

La humanidad vive tiempos de gran confusión, de tinieblas espirituales, de olvido del Dios Verdadero, y de adoración de los ídolos del poder, de la violencia, del placer, del hedonismo y del materialismo, y sólo la oración continua, perseverante, constante, al Cristo Eucarístico, la que surge del corazón y lleva a la imitación de Cristo y de María Virgen, puede apartar la ira divina que habrá de abatirse sobre el mundo, si el mundo no cambia.

Así lo dice la Virgen en La Salette: “Yo dirijo una llamada urgente a la tierra; llamo a los verdaderos discípulos del Dios vivo y reinante en los Cielos; llamo a los verdaderos imitadores de Cristo hecho hombre, el único y verdadero Salvador de los hombres; llamo a mis hijos, mis verdaderos devotos, a los que se han dado a Mí para que Yo los lleve a mi divino Hijo, a los que llevo, por así decir, en mis brazos, a los que han vivido de acuerdo con Mi Espíritu (…)

En fin, llamo a los apóstoles de los últimos tiempos, a los fieles discípulos de Jesucristo, a los que han vivido con desprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad, en el desdén y en el silencio, en la oración y en la mortificación, en la castidad y en la unión con Dios, en el sufrimiento y desconocidos del mundo. Es tiempo ya que ellos salgan y vengan a iluminar la tierra; id y mostraos como mis amados hijos; yo estoy con vosotros y en vosotros, siempre la fe sea la luz que os ilumine los días de infortunio. Que vuestro celo os haga como hambrientos de la gloria y el honor de Jesucristo. Combatid, hijos de la luz, vosotros, los pocos que pueden ver, porque he aquí el tiempo de los tiempos, el fin de los fines (…) Todo el universo será presa del terror, y muchos se dejarán seducir porque no habrán adorado al verdadero Cristo que vive entre ellos. Este es el momento: el sol se oscurece; solamente la fe subsistirá”.

Para no dejarse seducir y engañar por el falso cristo que está por venir, es necesario adorar al Verdadero y Único Cristo, el Cristo Eucarístico.

Sólo de Él viene la luz que vence a las tinieblas del infierno, y a Él, al Cristo Eucarístico, debe dirigirse nuestra oración y nuestra adoración continua, de día y de noche.


[1] Cfr. Santa Teresa de Ávila, Las Moradas del castillo interior, 5, 3, 11.

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