viernes, 22 de octubre de 2010

Con un corazón contrito y humillado, como el del publicano, reconozcamos la santidad de Cristo Dios en la Eucaristía


“Habían unos que se tenían por justos, y despreciaban a los demás” (cfr. Lc 18. 9-14). En esta parábola, se retratan dos tipos distintos de hombres religiosos: uno, el fariseo, cumplidor de los preceptos religiosos, va todos los días al templo, reza todas las oraciones, hace ayuno, da el diezmo estipulado por la ley, y que por esto se tiene por justo, mientras que al mismo tiempo desprecia a los demás, ya que agradece no ser ladrón, injusto y adúltero; el otro, un publicano, que entra en el templo después de mucho tiempo, que reza poco, o tal vez nada, que no cumple con todos los preceptos religiosos, pero que se reconoce pecador: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy pecador”, reza desde el fondo del templo, sin siquiera atreverse a levantar la cabeza.

El primer hombre, el fariseo, es el prototipo del religioso soberbio e hipócrita[1], es decir, del religioso que malinterpreta la religión, creyendo que la religión consiste en hacer prácticas religiosas, pero sin importar la caridad, el amor, la compasión y la misericordia para con el prójimo. Este primer hombre puede ser, en nuestros tiempos, un sacerdote, o un laico practicante de la religión; podemos ser nosotros, que asistimos a Misa los domingos, que nos confesamos, que comulgamos, que rezamos el Rosario y otras oraciones y devociones.

Debemos estar muy atentos, porque todos y cualquiera podemos caer en el mismo error que el fariseo de la parábola: pensar que, como practicamos externamente la religión –venimos a Misa, rezamos, comulgamos-, somos mejores que los demás. Nunca debemos juzgar al prójimo, ni considerarnos superiores; al contrario, debemos considerar a los demás como superiores a nosotros, incluso aquellos que, objetivamente, llevan una vida alejada de Dios y envuelta en el pecado, porque lo más probable es que lleven esta vida, sin darse cuenta, mientras que nosotros, que conocemos a Dios y su Ley y sus Mandamientos; que hemos estudiado el Catecismo y hecho la Comunión y la Confirmación, que conocemos la doctrina de la Iglesia, que manda amar a Dios y al prójimo, no nos comportamos en consecuencia, y no amamos al prójimo al extremo de la cruz, y por eso somos tibios delante de Dios, merecedores de su condena y de su rechazo: “¡Ojalá fueras frío o caliente, pero porque no eres frío ni caliente, sino tibio, te vomitaré de mi boca!” (cfr. Ap 3, 15).

Notemos bien que Jesucristo prefiere a alguien “frío” –es decir, en pecado mortal, alejado del calor del Amor de Dios-, a alguien que es “tibio”, es decir, insulso, desabrido, ni bueno ni malo, ni negro ni blanco. Dios prefiere a alguien malo, antes que a un tibio, porque el tibio, al haber conocido un poco a Dios, superficialmente, se contenta con hacer lo mínimo para no pecar –es el que dice: “Yo no mato, no robo, no hago mal a nadie”-, pero al mismo tiempo, no ama a nadie, porque no demuestra amor y compasión para con nadie, mientras que el malo, es malo porque no conoce a Dios y a su Amor, pero si lo llegara a conocer, sería mucho más compasivo y misericordioso que aquel que dice conocer a Dios, pero no ama a su prójimo.

En la parábola, entonces, Jesucristo no condena la religiosidad del fariseo: condena su hipocresía y su cinismo; condena su religión falsificada, que por hacer normas de piedad, se olvida del amor y de la compasión para con el prójimo más débil y necesitado. “Hay que hacer lo uno sin olvidar lo otro” (cfr. Mt 23, 23), dice Jesús, haciéndonos ver que la práctica externa de la religión –los ritos, la asistencia al templo, las oraciones-, si no van acompañadas de una adoración interior a Dios, y de obras de misericordia para con el prójimo necesitado –niños, ancianos, enfermos, débiles, jóvenes necesitados de ayuda-, la religión es pura falsedad e hipocresía. El fariseo es el religioso que se cree justo, pero que en realidad, a los ojos de Dios, es injusto y no es agradable a Dios.

Pero en la parábola Jesús nos hace ver además, en la figura del publicano arrepentido, que lo que vale ante los ojos de Dios es un corazón contrito y humillado, dolido de los pecados, y deseoso de amar a Dios y al prójimo. El publicano representa al pecador, al que está alejado de Dios, porque no practica la religión, no va a Misa, pero en algún momento se reconoce pecador y se humilla delante de Dios. El publicano representa al pecador que, tocado por la gracia divina, hace un acto perfecto de contrición, es decir, de dolor de los pecados, acto que es salvífico en sí mismo, y por eso, con un corazón contrito y humillado, dolido por los pecados y por la ofensa a Dios, Sumo e Infinito Bien, que estos representan, pide perdón y misericordia y a Dios, proponiéndose no volver a ofenderlo más, y a amarlo con todas las fuerzas del corazón.

Es en el publicano, en el pecador contrito y arrepentido, en quien debemos reflejarnos, y es esta gracia, la de la contrición, la que debemos buscar, porque el dolor de los pecados, unido a la aceptación del Hombre-Dios Jesucristo, es un acto salvífico.

La contrición es el dolor del alma, de la voluntad y del ánimo, es decir, del corazón, por los pecados propios, y se hace sentir cuando por la fe se reconoce la maldad del pecado, que ofende la santidad de Dios, y cuando se reconoce, al mismo tiempo, la santidad de la Persona divina de Jesucristo. El publicano reconoce el mal que ha cometido, y pide perdón por ello, a la vez que reconoce la santidad de Dios, y esto es una contrición perfecta: auto-condenación del pecador y profesión de fe en Jesucristo como Salvador. No significa ningún fracaso que paralice las fuerzas interiores, sino, por el contrario, la irrupción de una nueva vida, la vida de la gracia, que es una participación en la vida misma de Dios.

“Dios mío, ten piedad de mí, que soy pecador”. Los Padres de la Iglesia rezaban la oración del corazón, para pedir la contrición, con los movimientos de la respiración: siguiendo la inspiración y la espiración, decían: “Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”.

El mejor y más hermoso deseo que podemos desear y pedir para nosotros y para nuestro prójimo, es ser como el publicano de la parábola: un hombre con el corazón contrito y humillado, que reconociéndose pecador delante de Jesús Eucaristía, le implora su misericordia y su perdón.


[1] Se denomina “hipócrita” al que pretende o finge ser lo que no es. Es una trascripción del vocablo griego HYPOKRITEIS, que significaba actor o protagonista en el teatro griego. Los actores solían ponerse diferentes máscaras conforme al papel que desempeñaban. De ahí que hipócrita llegara a designar a la persona que oculta la realidad tras una máscara de apariencias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario