“Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque el Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido” (cfr. Lc 19, 1-10). Jesús atraviesa la ciudad de Jericó y en su recorrido, mira hacia el árbol hacia el cual se había subido Zaqueo para poder ver a Jesús, y le dice que baje, que quiere ir a comer a su casa.
Después de que Jesús le dice que quiere ir a su casa, Zaqueo dice que donará la mitad de sus bienes a los pobres y que, si ha perjudicado a alguien quedándose con lo que no era suyo, le devolverá cuatro veces más.
Jesús lo felicita por esta decisión, afirmando que ha llegado “la salvación” a la casa de este publicano.
Lo que el evangelio relata, entonces, es la conversión de Zaqueo, lo cual es algo bastante significativo, porque Zaqueo era publicano, y los publicanos eran considerados como pecadores públicos, indignos de trato y de respeto, porque eran recaudadores de impuestos al servicio del imperio romano que buscaban, de todas las formas posibles, cobrar impuestos más caros aún que los que exigía Roma, y por eso eran tenidos por ladrones. El Talmud, libro religioso judío, los considera como gente despreciable, con quienes todo era lícito, incluso despellejarlos, pues lo merecían por su condición de pecadores.
En su Evangelio, San Lucas se refiere a Zaqueo como “jefe de publicanos” (19, 2), lo cual aumenta todavía más su condición de persona. Los publicanos eran mal vistos por todo el pueblo judío, pero eran mal vistos de modo especial por los escribas y fariseos, porque éstos no sólo consideraban que era humillante para el pueblo de Israel pagar tributos al Imperio romano, sino que veían también un pecado legal, porque los publicanos tenían que tratar con paganos y con gente extraña a Israel, con lo cual incurrían, además del pecado del robo a favor del imperio, en el pecado de la impureza legal, porque se contaminaban con los paganos y gentiles. Esto es lo que hacía que la expresión “publicano” estuviera estrechamente unida y fuera sinónimo de “pecadores y gentiles” (cfr. Mt 18, 17; 21, 31-2; Lc 18, 10; Mc 2, 15).
Sin embargo, a pesar de toda esta connotación negativa que tenía el oficio de publicano, de recaudador de impuestos, Jesús no hace caso de los prejuicios farisaicos y cuando pasa junto al puesto de recaudación de Zaqueo, le invita a seguirle.
A su vez Zaqueo, que ya había visto y oído predicar en varias ocasiones a Jesús, se decide a seguirle sin condicionamientos, y como prueba de esta decisión, basada en su conversión, lo invita a comer a su casa.
¿En qué consiste la conversión de Zaqueo? Podríamos pensar que, influenciado por el mensaje moral de Jesús, su conversión consiste en un gran deseo de ser generoso y honesto, ya que lo primero que afirma es que va a ayudar a los pobres con sus bienes, y que va a devolver cuatro veces más a quien pudiera haber estafado.
Sin embargo, la conversión de Zaqueo no consiste en un simple cambio de la voluntad, ni se limita a la mera devolución de bienes, ni al don de sus bienes a los más necesitados.
La conversión de Zaqueo implica un movimiento del espíritu hacia Cristo Dios, y una recepción, por parte suya, de un don gratuito y libre de Cristo, la gracia santificante.
La conversión de Zaqueo implica el haber recibido la gracia de parte de Jesucristo, una gracia donada sin mérito alguno por parte suya, que inhiere en lo más profundo del ser, y que desde las profundidades del ser trepa, hasta abarcar todo el ser del hombre, así como el fuego, comenzando desde la raíz del árbol, se extiende luego hasta sus ramas, y en su ascenso provoca, no la combustión del alma, sino la conversión, la transformación del alma, en una nueva creación, en un hijo de Dios, al cual le ha sido quitada la mancha del pecado original.
La cercanía de Jesucristo, Hombre-Dios, hace llegar al alma de Zaqueo su gracia santificante, la cual, tocando lo más profundo de su alma, le concede la conversión, que implica la eliminación del reato del pecado, y el don de la filiación divina.
Zaqueo descubre a Jesús, pero no porque se sube a un sicómoro, sino porque lo ve con la luz de la fe, y lo contempla en su misterio de Hombre-Dios, y lo acepta en su condición de Hombre-Dios y de Redentor de los hombres.
¿Qué implica la conversión? Según la doctrina católica, la renovación interior, o conversión, no consiste solamente en una rectificación de la voluntad, en un cambio de dirección, sino en una transformación y elevación de la misma mediante la infusión del amor sobrenatural de Dios, la caridad, y cuando esto sucede, el amor de Dios se convierte en principio de una nueva vida sobrenatural, colocando a la voluntad en una esfera completamente nueva, la esfera de la vida sobrenatural, de la vida en Dios; esto significa que la voluntad comienza a operar de un modo nuevo, comienza a amar de un modo nuevo, con una capacidad nueva, y es la capacidad de amar a Dios como Él mismo se ama. La voluntad es así transformada por la gracia, pero no sólo la voluntad es transformada: todo el ser es transformado y elevado interiormente por medio de la gracia de la filiación divina y de la participación en la divina naturaleza[1].
El hombre es así renovado en su interior, desde la raíz de su ser, por la gracia, la cual no sólo remite el reato, sino que esta renovación alcanza a la voluntad, que empieza a amar a Dios con nuevas fuerzas, con fuerzas sobrenaturales, divinas[2].
Como criaturas, debido al pecado, que como mal voluntario es ofensa de Dios, a su santidad divina y a su bondad divina, aún cuando nos arrepintamos, podemos lo mismo ser objetos de la ira de Dios, y ser repugnantes a los ojos de Dios; es decir, la criatura humana puede arrepentirse del pecado, pero ser odiado aún por la justicia divina, a causa del pecado, y mucho más, cuanto que Dios exige una reparación, una satisfacción adecuada, la cual no puede ser dada por la criatura[3]. Es decir, si no tenemos la gracia de la filiación, por el pecado, aún cuando nos arrepintamos, somos objeto de la ira de Dios, y merecemos ser apartados de su Presencia.
Pero si además de arrepentirnos, y por lo tanto, de volver voluntariamente a Dios, a quien hemos ofendido con el pecado, recibimos la gracia santificante, y con esta recibimos un nuevo y admirable nacimiento, por el cual pasamos del estado de servidumbre al seno de Dios; es decir, si por la gracia nos hacemos hijos de Dios, entonces, por este hecho, dejamos de ser objeto de la ira repugnancia a los ojos de Dios.
Entre los hombres, puede darse el caso de que un hijo, sin dejar de ser hijo, sea objeto de la ira de su padre, pero esto es imposible en la filiación divina; los hijos participan, como hijos, de la propia naturaleza del Padre, y por esto se vuelven gratos a Dios, quien los ve no como enemigos, sino como hijos suyos.
Por la luz de la gracia se elimina la oscuridad del pecado –y al revés, cuando entra la oscuridad del pecado en el alma, no puede perdurar la luz de la gracia-; ante la luz de la gracia se disipan, como el humo al viento, las sombras de los pecados cometidos, que perduraban en el reato, y la convertían al alma en algo oscuro y repugnante.
Por la gracia se elimina la distancia infinita que existe entre la pura criatura y la naturaleza divina, y se suprime la grieta producida por la culpa, y transforma al hombre, de siervo y de criatura, en hijo de Dios y en amigo de Dios, porque Dios sólo puede tener relaciones de amistad con sus hijos mientras éstos continúan siendo hijos.
Por esto se llama “gracia santificante”, porque excluye de la manera más completa toda perversión pecaminosa.
Entonces, por la gracia, no sólo se suprime el reato, sino que se produce una renovación y una transformación interior del hombre. El reato huye ante la gracia que penetra en el alma así como huye la obscuridad ante la luz.
Es esto lo que ocurre con el bautismo, en donde el Espíritu Santo, con su fuego divino, al entrar en el alma, quema, con su fuego divino, toda la escoria, todo lo que no pertenece a la santidad divina, entrando en el alma como fuego que todo lo purifica, y como agua que limpia al alma de toda suciedad de pecado.
Malaquías presenta al Hombre-Dios Jesucristo, como un fuego que todo lo derrite, que “ha de sentarse como para derretir el oro y la plata”, que purificará a los hijos de Levi y los acrisolará como oro y plata, para que ellos le ofrezcan con justicia los sacrificios[4].
La conversión de Zaqueo no consiste en una mera conversión moral, de la voluntad, por la cual se decide a llevar una vida honesta, devolviendo lo que no le pertenecía: la conversión de Zaqueo consiste en que él ha abierto las puertas de su casa, es decir, de su alma, de su corazón, a Jesús. Por eso Jesús dice que “la salvación ha llegado a esta casa”, no por la casa material de Zaqueo, sino porque “casa” es “alma”, y la salvación ha llegado porque Zaqueo ha permitido la entrada de Jesús en su alma.
En el episodio del Evangelio, Jesús entra en la casa material de Zaqueo, y Zaqueo, sólo por eso, se muestra tan agradecido y tan contento, que decide convertirse, donando de sus bienes a los pobres y procurando ser justo con el prójimo, además de convertirse en un discípulo de Jesús tan fiel, que luego será Mateo, uno de los cuatro evangelistas.
Para con nosotros, Jesús se comporta con un amor infinitamente más grande que el que demostró para con Zaqueo, porque en cada comunión, Jesús no entra en nuestra casa material, sino que entra en el alma, para hacernos el don de Su Presencia Eucarística en el corazón, y por eso nos podemos preguntar: ¿encuentra Jesús un corazón como el de Zaqueo, convertido, es decir, dispuesto a donar de sus bienes –talento, dinero, tiempo- a los más necesitados? ¿Encuentra Jesús un corazón dispuesto a devolver cuatro veces más al prójimo al que se ha perjudicado, y no sólo en lo material?
¿Encuentra Jesús Eucaristía un corazón convertido, un corazón puro, un corazón casto, humilde, que se alegre por Su Presencia Eucarística?
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