“¿No quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?” (cfr. Lc 17, 11-19). Un grupo de diez leprosos se acerca a Jesús a pedirle la curación; luego de hablar con Él, mientras se dirigen al templo para cumplir con las ofrendas, quedan curados en el camino. De los diez, sólo uno se muestra agradecido y vuelve sobre sus pasos, para postrarse con el rostro en tierra y dar gracias a Jesús. Del resto, los otros nueve, ninguno se acuerda de Jesús, y no le agradece, y es esa actitud de desagradecimiento lo que provoca la pregunta: “¿No quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?”.
La escena evangélica es simbólica de una realidad sobrenatural: la lepra, enfermedad corporal que lesiona el cuerpo y que en algunos casos termina siendo mortal, es una figura de una realidad espiritual que, atacando al alma, puede terminar con su muerte, y es el pecado mortal. El pecado es al alma lo que la lepra al cuerpo: así como la lepra termina matando al cuerpo, así el pecado mortal mata al alma, quitándole la vida de la gracia. También la curación que Jesús hace a los leprosos, es figura de una curación espiritual: la curación del alma por medio de la gracia, ya sea en el bautismo, en la confesión sacramental, o en la comunión eucarística. El hecho de que Jesús les diga a los leprosos que deben ir al templo a presentar sus ofrendas a los sacerdotes, también es una figura de una realidad sobrenatural: el papel de la Iglesia, del sacerdocio ministerial, y de los sacramentos, como dispensadores de la gracia divina.
Sin Iglesia, sin sacerdocio ministerial, y sin sacramentos, no hay curación por parte de Jesús, porque Jesús quiso explícitamente que su Iglesia, su sacerdocio y sus sacramentos, fueran los mediadores de la gracia.
Un aspecto central en este evangelio es la realidad del pecado, que incide en el alma así como la lepra incide en el cuerpo. Así como el cuerpo queda lacerado y herido por la lepra, así el alma queda lacerada y herida por el pecado, pero es Cristo quien asume esas heridas, para curar las heridas de los hombres con sus propias heridas: “Por sus cardenales hemos sido curados”, dice el profeta Isaías (cfr. Is 53, 5).
Es Jesús quien se presenta ante el Padre como un leproso, con su cuerpo todo llagado y cubierto de heridas sangrantes, no por la lepra, sino porque Él, como Cordero Inmaculado e Inocente, sube a la cruz para ser castigado por la justicia divina en nuestro lugar: éramos nosotros los que debíamos ser crucificados, justamente, por nuestros pecados, sin esperanza alguna de resurrección, y Jesucristo decide ponerse en lugar nuestro, para recibir Él, el Cordero Inocente, el castigo que nosotros merecíamos recibir de parte de la justicia divina.
Es así como la curación de las llagas de los leprosos, o más bien, lo que estas representan, la curación del alma, que se ve libre de las heridas purulentas del pecado, se debe a los centenares y centenares de heridas, llagas, golpes, hematomas, flagelaciones, trompadas, cachetazos, que recibe Jesús en la Pasión: Jesús se presenta ante el Padre cubierto de llagas, para que nuestras almas, cubiertas de llagas, reciban misericordia y perdón, en vez de justicia y castigo.
La escena del evangelio nos muestra así la inmensa misericordia del Hombre-Dios, que libremente, y por amor, por un amor sin límites, eterno e infinito, decide ocupar nuestro lugar ante la justicia divina, y ser castigado Él, el Cordero Inocente, en lugar nuestro, pecadores y merecedores de toda clase de castigos.
Pero paralelamente, la escena evangélica nos muestra, además de la inmensidad de la misericordia, la inmensidad de la ingratitud humana, porque sólo uno de diez vuelve a dar gracias a Jesucristo. La misma escena se repite hoy, y la misma ingratitud e indiferencia hacia Jesucristo es mostrada hoy por la inmensa mayoría de los católicos: ¿cuántos son los que prefieren un partido de fútbol, las carreras, las compras en el supermercado, el paseo, el descanso, las charlas con los amigos, los encuentros con los conocidos y entenados, es decir, el ocio, la vagancia, la nada, antes que asistir a la Misa dominical a dar gracias, postrados ante Cristo Eucaristía en el altar, por tantas gracias, por tantos dones, por tantos bienes recibidos? La escena del evangelio, en donde queda reflejada la ingratitud humana –sólo uno de diez se vuelve a dar gracias a Jesús- se repite hoy, pero aumentado casi al infinito, porque hay países en donde asiste a Misa dominical sólo el 1,8% de bautizados, lo cual quiere decir menos de dos personas cada cien. Y no sólo la asistencia a Misa de domingo ha disminuido, sino que ha aumentado la afluencia de bautizados a otras religiones y a otras iglesias, y también a sectas.
A medida que la Misa disminuye en cantidad de bautizados, aumenta el número de los integrantes de la Iglesia de Satán –sobre todo después de años de películas como la saga de Harry Potter-, de los miembros de la secta luciferina de la Nueva Era –hoy hay más brujos en el mundo que en toda la historia de la humanidad-, de las iglesias separadas –las cismáticas, las que se alejan del Papa-, y de los que dicen que Dios está en todas partes y que por eso no hace falta entrar en ninguna iglesia –los ateos, los agnósticos, los materialistas, que niegan a Dios en la teoría y en la práctica-.
Es de este abandono de la Iglesia, de esta ingratitud que quema el corazón humano, de lo que se queja amargamente la Virgen en La Salette: “Sólo van algunas mujeres un poco ancianas a Misa; los demás trabajan en domingo todo el verano. Y en el invierno, cuando no saben qué hacer sólo van a Misa para burlarse de la religión. En Cuaresma van a la carnicería como perros”.
La ingratitud humana, o más bien, la ingratitud de los bautizados en la Iglesia Católica, que abandonan en masa la Iglesia de Cristo, que huyen de Cristo como si Él fuera la peste, y el vuelco de estos bautizados a la adoración de los ídolos demoníacos, el dinero, el poder, la sensualidad, el esoterismo, el satanismo, son la causa de que la Virgen María en La Salette anunciara un pronto castigo de la humanidad, si la humanidad sigue empecinada en el olvido de Dios verdadero y en la adoración del becerro de oro.
Dice la Virgen en La Salette: “En el año 1864, Lucifer con un gran número de demonios serán soltados del infierno: abolirán la fe poco a poco, incluso en las personas consagradas a Dios; los cegarán de tal manera, que, a menos de una gracia particular, estas personas tomarán el espíritu de esos ángeles malos; muchas casas religiosas perderán enteramente la fe y perderán muchas almas. (…) Los malos libros abundarán sobre la tierra y los espíritus de las tinieblas extenderán en todas partes un relajamiento universal para todo lo que concierne al servicio de Dios; tendrán un gran poder sobre la naturaleza; habrá iglesias para servir a estos espíritus. (…) Los gobiernos civiles tendrán todos un mismo designio, que será abolir y hacer desaparecer todo principio religioso para hacer lugar al materialismo, al ateísmo, al espiritismo y a toda clase de vicios. (…)Un precursor del anticristo con sus ejércitos de varias naciones combatirá contra el verdadero Cristo, el único Salvador del mundo; derramará mucha sangre y querrá aniquilar el culto de Dios para hacerse tener como un Dios. (…) La tierra será golpeada por toda clase de plagas (además de la peste y el hambre, que serán generales) ; habrá guerras hasta la última guerra, que será hecha por los diez reyes del anticristo, que tendrán todos un mismo designio, y serán los únicos que gober narán el mundo. Antes que esto acontezca habrá una especie de falsa paz en el mundo; sólo se pensará en divertirse; los malvados se entregarán a toda clase de pecados, pero los hijos de la Santa Iglesia, los hijos de la fe, mis verdaderos imitadores, crecerán en el amor de Dios y en las virtudes que me son más queridas. Dichosas las almas humildes conducidas por el Espíritu Santo. Yo combatiré con ellas hasta que lleguen a la plenitud del tiempo. (…) Será durante este tiempo que nacerá el anticristo, de una religiosa hebrea, de una falsa virgen que tendrá comunicación con la antigua serpiente, el señor de la impureza; su padre será Ev.; al nacer vomitará blasfemias, tendrá dientes; será, en una palabra, el diablo encarnado; lanzará gritos terribles, hará prodigios, sólo se alimentará de impurezas. Tendrá hermanos que, aunque no sean demonios encarnados como él, serán hijos del mal; a los doce años se señalarán por sus valientes victorias, pronto estará cada uno a la cabeza de ejércitos asistidos por legiones del infierno. (…) Las estaciones se alterarán, la tierra sólo producirá malos frutos, los astros perderán sus movimientos regulares, la luna sólo reflejará una débil luz rojiza; el agua y el fuego darán al orbe de la tierra movimientos convulsivos y horribles terremotos que engullirán montañas, ciudades, etc. (…) Roma perderá la fe y se convertirá en la sede del anticristo. (…) Los demonios del aire con el anticristo harán grandes prodigios sobre la tierra y en los aires, y los hombres se pervertirán cada vez más. Dios cuidará de sus fieles servidores y de los hombres de buena voluntad; el Evangelio será predicado en todas partes, ¡Todos los pueblos y todas las naciones tendrán conocimiento de la verdad!”.
Lo que se ve en el evangelio entonces, es la recompensa que da Dios a quienes son agradecidos, y esto se ve en la doble recompensa del leproso agradecido: es curado en su cuerpo, y es curado en su alma, porque recibe el don de la fe, que es lo que lo hace postrarse delante de Jesús y adorarlo.
“Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió a dar gracias”. Al igual que el leproso, que recibió una muestra del infinito amor misericordioso de Jesús y fue curado en su cuerpo, también nosotros hemos recibido abundantes muestras de ese amor misericordioso, y todavía más grandes, porque no sólo hemos recibido el perdón de los pecados, en el bautismo y en la confesión sacramental, sino que hemos recibido, por Amor suyo, el ser hijos adoptivos por el bautismo, y hemos recibido, en la comunión sacramental, el don del Ser divino, contenido en la apariencia de pan y de vino. No puede Dios Padre darnos una muestra más grande de su Amor, que el sacrificio de su Hijo Unigénito, el Hijo de Dios, en la cruz, y en el altar; no puede Dios Padre, con toda su omnipotencia, darnos un don más grande y maravilloso que el don de la Eucaristía, en donde está contenido el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo eterno; no puede Dios Padre, en su condición de Dios Omnisciente y Todopoderoso, hacer algo más grande que el don de la Eucaristía, porque en ese Pan está contenida la Vida eterna, su propia vida divina, y está contenido además su Amor divino, que es también el Amor del Hijo, el Espíritu Santo.
¿No es acaso este don eucarístico, un don infinitamente más grande y maravilloso, que el recibir la curación de una enfermedad corporal? ¿No debemos nosotros, mucho más que el samaritano del evangelio, postrarnos de rodillas, y con el rostro en tierra, para adorar y dar gracias a Dios Uno y Trino por el don de la Santa Misa y de la Eucaristía?
Es por esto que dice la Virgen en La Salette: “Yo dirijo un apremiante llamado a la tierra; llamo a los verdaderos discípulos de Dios viviente y reinante en los cielos; llamo a los verdaderos imitadores de Cristo hecho hombre, el único y verdadero Salvador de los hombres; llamo a mis hijos, mis verdaderos devotos, aquellos que se han entregado a mí para que los conduzca a mi Hijo divino, aquellos que, por así decir, llevo en mis brazos; aquellos que han vivido de mi espíritu; llamo en fin a los apóstoles de los últimos tiempos, los fieles discípulos de Jesucristo que han vivido en desprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad, en el desprecio y en el silencio, en la oración y en la mortificación, en la castidad y en la unión con Dios, en el sufrimiento y desconocidos del mundo. Es tiempo de que salgan y vengan a iluminar la tierra. Id y mostraos como mis hijos queridos, yo estoy con vosotros y en vosotros con tal vuestra fe sea la luz que os ilumine en estos días de infortunio. Que vuestro celo os haga como hambrientos de la gloria y del honor de Jesucristo. Combatid, hijos de la luz, vosotros, los pocos que veis, pues he aquí el tiempo de los tiempos, el fin de los fines”.
En el evangelio, de diez que fueron curados, sólo uno volvió a dar gracias. En el día de hoy, la ingratitud y la indiferencia hostil hacia Dios es mucho más grande: hay países que fueron cristianos, en los que sólo asisten a misa un 2% de los bautizados.
Comparativamente, sería como si de los diez leprosos del evangelio, no hubiera vuelto ninguno de ellos a dar gracias. Y hoy no sólo no se agradece a Dios Trino por su infinito amor para con los hombres, sino que se lo ofende con toda clase de maldades, de olvidos, de indiferencias, de ingratitudes, y hasta incluso se comete la abominación de la desolación, la adoración de Lucifer, el ángel caído, en el puesto de Dios Uno y Trino, el único que merece ser adorado.
No seamos como los leprosos desagradecidos, y adoremos “en espíritu y en verdad” (cfr. Jn 4, 23-24) a Cristo Dios en la Eucaristía, y demostremos esa gratitud recibiéndolo con un corazón contrito y humillado, y obrando la caridad y la compasión para con nuestro prójimo.
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