viernes, 22 de agosto de 2014

“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”


Confesión y Primado de Pedro

(Domingo XXI - TO - Ciclo A – 2014)
         “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 13-20). Jesús pregunta a sus discípulos acerca de qué es lo que la gente dice sobre su identidad. No porque Él no lo sepa, y no porque Él necesite tener un sondeo de opinión sobre lo que la gente piensa de Él: eso es propio del obrar más de un hombre de la política, que de un religioso; además, Jesús es Dios Hijo encarnado, y de ninguna manera tiene necesidad de saber esto, pues Él es Dios omnisciente; si hace estas preguntas, es sólo a modo de introducción para la revelación que está a punto de sobrevenir, y que tendrá a Pedro, su Vicario en la tierra, como protagonista. En efecto, cuando Jesús pregunta a los discípulos “qué es lo que la gente dice acerca de Él”, esta respuesta se obtiene en dos niveles: un primer nivel, el nivel popular, sin la asistencia del Espíritu Santo y fuera de la Iglesia, y es cuando los discípulos dicen que la gente opina que Él es  “Juan el Bautista”, “Elías”, “Jeremías”, o “un profeta”; el segundo nivel de respuesta, el acertado, es ya dentro de la Iglesia, y se da con la asistencia del Espíritu Santo, y es cuando Jesús les dice qué opinan ellos mismos, es decir, los discípulos, y el primero en responder, antes que cualquiera, es Pedro, y lo hace correctamente: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
         La respuesta acertada de Pedro merece la felicitación de parte de Jesús: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne, ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”. Esto significa dos cosas: que la respuesta fuera de la Iglesia acerca de Jesús –la que da la multitud, sin la asistencia del Espíritu Santo- es siempre errónea –Juan el Bautista, Elías, Jeremías, un profeta-; mientras que la respuesta, dentro de la Iglesia, dentro del magisterio de la Iglesia, dentro del magisterio papal, que está asistido por el Espíritu Santo –“Feliz de ti, Pedro, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”-, es siempre correcta, porque la Iglesia, conducida por el Vicario de Cristo, el Papa, está asistida e iluminada por el Espíritu Santo, y por eso no se equivoca en su rol de enseñar lo que Jesús reveló en el Evangelio.
Es por esto que la Iglesia no se equivoca cuando enseña el camino de la salvación a las almas: los Diez Mandamientos, los Preceptos de la Iglesia, las Obras de Misericordia Corporales y Espirituales, la práctica de los Sacramentos, principalmente la Eucaristía y la Confesión Sacramental, por medio de los cuales se recibe la gracia divina: porque está asistida por el Espíritu Santo en su función magisterial, de Maestra de la Verdad revelada por Cristo.
Esta asistencia del Espíritu Santo está confirmada con las palabras de Jesús que siguen a continuación, por medio de las cuales Jesús da a la Iglesia la promesa del triunfo final: inmediatamente después de que Pedro responde “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, Jesús le hace saber que esa respuesta no la ha dado como fruto de su propia razón –“esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre”-, sino el Espíritu de Dios –“sino mi Padre que está en el cielo”-, y esto es así porque nadie puede saber que Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, si Jesús no se lo revela en Persona; luego de hacerle saber que ha sido asistido por el Espíritu de Dios Padre en su respuesta acerca de su identidad divina, pasa a hacerle otra revelación: le revela que su Iglesia contará con esa asistencia divina para cumplir su función en la tierra de ser Madre y Maestra de todas las naciones: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella (…) Todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.
Con estas palabras, entonces, sale a la luz la revelación que había sido introducida con la pregunta acerca de su identidad: Jesús nombra a Pedro como Papa, es decir, como Vicario suyo –“Tú eres Pedro”-; edifica su Iglesia sobre el Papa, utilizando al Papa como piedra basal o fundamento sobre el cual se construyen los cimientos de la Iglesia, que se basan a su vez en el Hombre-Dios y en el Espíritu Santo[1],  –“sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”-, y le promete a la Iglesia, así cimentada en el papado -como el papado está cimentado en Cristo y en el Espíritu Santo-, el don sobrenatural de la infalibilidad, que es parte constitutiva de su ser íntimo y es un reflejo de su ser[2] –“ las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella (…) Todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.
En otras palabras, además de nombrar a Pedro como Papa y como Vicario suyo en la tierra, Jesús promete a su Iglesia el don de la infalibilidad, es decir, Jesús le da a la Iglesia el poder de Magisterio, el poder de gobierno, y el poder sacerdotal; pone en manos de Pedro, el Papa, el gobierno de la Iglesia, y como esto es una misión que sobrepasa absolutamente la capacidad humana, le promete la asistencia del Espíritu Santo, de manera tal que cuando la Iglesia enseña el camino en materia de dogma y moral, no puede errar, de ninguna manera, en la Verdad que enseña. 
Además, el hecho de que sea Pedro el primero que contesta de entre los discípulos, significa de que Jesús quiere que todos los miembros de la Iglesia se unan en torno al Vicario de Cristo en una unidad de fe: es decir, por un lado, lo asiste con el Espíritu Santo, para que no se equivoque en la fe; por otro lado, quiere que todos los miembros de la Iglesia, unidos al Santo Padre, profesen la misma y única fe: “un solo Señor, un solo bautismo, una sola fe”. 
Unidos al Santo Padre, estaremos siempre seguros de que no equivocaremos nuestro camino en la fe, porque el Santo Padre, en materia de fe y de moral, está asistido por el Espíritu Santo. La razón es que la Iglesia de Jesús ha de permanecer “hasta el fin del mundo” y además tiene la promesa de que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” y para que esto sea posible, es necesario que su fundamento visible, que es el Vicario de Cristo, la piedra basal -que descansa a su vez en la Roca que es Cristo-, sea infalible en cuestiones de fe y de moral. Esto quiere decir que el Papa y sus sucesores y el Magisterio viviente, están exentos de la posibilidad de errar, y que al definir algo como enseñanza de Cristo, no cabe en ello la más ligera sombra de incertidumbre.
Es por esto que estamos obligados a escuchar a la Iglesia como a Jesucristo mismo –al Papa y a los obispos unidos a él, que así forman el Magisterio viviente-, porque Jesús lo dijo: “El que a vosotros escucha, a Mí me escucha; el que a vosotros rechaza, rechaza al que a Mí me ha enviado”. También Jesús dice: “Yo os enviaré el Espíritu Santo, que os enseñará toda la Verdad”, y esto se aplica al Papa y a los obispos, que enseñan la Verdad de Jesús, por medio de los documentos de la Iglesia: no puede el Espíritu Santo mentir, porque es Espíritu Inmaculado y por lo tanto, es el garante de que la Iglesia es Inmaculada en cuestiones de fe y de moral.
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”, le pregunta Jesús a Pedro, en el Evangelio.  “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, le responde Pedro, iluminado por el Espíritu Santo.
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”, nos pregunta Jesús, a nosotros, desde la Eucaristía. Jesús también nos pregunta a nosotros, acerca de su identidad, pero lo hace desde su Presencia Eucarística; también Jesús quiere saber qué es lo que decimos nosotros acerca de Él, pero quiere saber qué decimos nosotros de su Presencia eucarística, porque si nos acercamos a comulgar, no es lo mismo comulgar mecánica y rutinariamente, pensando, como piensa la multitud, que la Eucaristía es solo un poco de pan bendecido y nada más, a pensar que la Eucaristía es lo que realmente es: lo que los Padres de la Iglesia le llamaban el ántrax, el Carbón incandescente[3], porque decían que la Humanidad de Cristo era el carbón encendido en el Fuego del Amor divino. 
En otras palabras, Jesús quiere saber si nosotros sabemos quién es Él en la Eucaristía, porque no es lo mismo pensar que es un poco de pan bendecido, es decir, pensar que es un pan sin vida, a que es, como decían los Padres de la Iglesia, un Carbón incandescente, en donde el Carbón es la Humanidad Santísima de Jesús, su Cuerpo, su Sangre, su Alma, y el Fuego que vuelve incandescente a este Carbón es la Divinidad, el Amor del Espíritu, que purifica y abrasa en el Fuego del Amor de Dios a los corazones dispuestos a ser abrasados por el Amor. Así, la Eucaristía enciende en el Fuego del Amor Divino al corazón dispuesto a ser encendido, al corazón que se reconoce como un hato de hierba seca; pero si el corazón es como pasto mojado, o como una roca fría y húmeda, no puede prender el Fuego del Amor de Dios; a lo sumo, si es como pasto mojado, solo saldrá un poco de humo negro y nada más. En cambio, si el corazón es como pasto seco, o si el corazón es como un carbón, negro y seco, o como un trozo de madera seca –es decir, si el corazón humano está ansioso y deseoso de recibir al Amor de Dios contenido en la Eucaristía-, el ántrax, el Carbón Incandescente, la Eucaristía, podrá encenderla en el Fuego del Espíritu, y así el alma se verá incendiada en el Fuego del Amor Santo, y el deseo de Jesús, el Divino Incendiario, se verá cumplido: “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo quisiera ya verlo ardiendo!” (Lc 12, 49-53).
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”. Junto a Pedro, junto al Papa, junto al Vicario de Cristo, que está asistido por el Espíritu Santo, en la fe de Pedro, y junto a Él, le respondemos a Jesús en la Eucaristía: “Jesús, Tú eres en la Eucaristía el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.




[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 584ss.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem.
[3] “Imagen para el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, como portador del fuego del Espíritu Santo, por el cual son purificados y glorificados nuestros cuerpos y nuestras almas”; cfr. Scheeben, Misterios, 544.

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