“Jesús (…) se transfiguró (en el Monte Tabor): su rostro se
puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mt 17, 1-9). En la cima del Monte Tabor,
Jesús se transfigura, es decir, resplandece de luz, delante de Pedro, Santiago y
Juan. El significado de la Transfiguración del Señor se comprende cuando se
entiende cuál es el significado de la luz en el sentido bíblico: la luz, en la
Biblia, significa “gloria”: por lo tanto, el hecho de que Jesús se transfigure,
es decir, se revista de luz, quiere decir que se reviste de gloria. Ahora bien,
puesto que la gloria sólo le pertenece a Dios, el significado es claro: la
Transfiguración es una auto-revelación –una más, entre otras tantas, como las
de los milagros- de Jesús como Dios en Persona. Al transfigurarse, es decir, al
revestirse de luz, Jesús se les revela a sus discípulos más cercanos y
preferidos por Él –Pedro, Santiago y Juan-, los secretos más admirables acerca
de Él mismo: Él no es un hombre cualquiera; Él no es un profeta más entre
tantos; Él no es un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos: Él
es el Dios Tres veces Santo, ante quien los ángeles se postran en adoración,
sin atreverse siquiera a levantar la mirada, y ahora, se les ha manifestado en
el esplendor de su gloria. Jesús es el Hijo Eterno del Padre, engendrado desde
toda la eternidad, “entre esplendores sagrados”, que se ha encarnado en el seno
de la Virgen Madre por obra del Espíritu Santo para adquirir un Cuerpo, de
manera tal de poder tener un Cuerpo para poder ofrendarlo en el ara santa de la
cruz y así cumplir la redención de los hombres, dando cumplimiento al plan de
la Santísima Trinidad.
La
glorificación de la Transfiguración en el Monte Tabor es, por lo tanto, el
estado natural del Hombre-Dios, y no es ningún hecho milagroso ni sobrenatural;
por el contrario, su ocultamiento sí es un hecho milagroso, necesario para
poder sufrir la Pasión; en otras palabras, el hecho de que Jesús no aparezca
glorioso, radiante de luz y de gloria divina desde el momento mismo de su
Encarnación y Nacimiento, es un milagro de la omnipotencia divina[1],
al cual recurre el mismo Jesús, para poder sufrir la Pasión, puesto que si
Jesús, desde su Encarnación, permanecía glorificado, tal como le pertenecía por
ser Él el Hijo Eterno del Padre, no podría haber sufrido la Pasión, porque un
cuerpo glorificado, como el suyo en la Transfiguración, no siente dolor en
absoluto; por el contrario, se encuentra en la máxima beatitud posible, porque
está inhabitado por la divinidad. Entonces, para poder padecer su misterio
pascual de Muerte y Resurrección, es que Jesús suspende los efectos de la
gloria divina desde el momento de la Encarnación, y solo los deja entrever
brevemente en el Monte Tabor, en la Transfiguración, y lo hace para que sus
discípulos sepan que Él es Dios Hijo encarnado. Jesús suspende, por unos
instantes, el milagro que impedía que la luz de la gloria divina, que le
pertenece por ser Él Dios Eterno, se manifieste a través de su Cuerpo Sacratísimo,
y permite que, por unos instantes, la luz y la gloria de su Ser trinitario se haga
visible a través de su Cuerpo; Jesús permite que sus discípulos lo vean
revestido de luz en la cima del Monte Tabor, para que sepan que Él es el Dios
de la gloria, que habrá de conducirlos al Reino de los cielos, y esto lo
permite antes de la Pasión, porque cuando lo vean en la cima del Monte Calvario,
lo verán cubierto, no de luz, sino de Sangre, y no pensarán que es Dios sino, como
dice Isaías, “un gusano” (cfr. Is 53, 5ss), y no querrán contemplarlo, extasiados, como ahora en
el Tabor, sino, será un hombre tan cubierto de heridas, que dará espanto, y
será como alguien ante quien “se da vuelta la cabeza”, de tanto horror que causarán
sus heridas, su Cuerpo flagelado y su Rostro desfigurado por las trompadas y
los golpes. Jesús se transfigura en el Monte Tabor, dice Santo Tomás de Aquino,
para que sus Apóstoles no desfallezcan en la Pasión, y para que aprendan que a
la luz, se llega por la cruz. Ésta es también para nosotros la lección del
Tabor: a la luz, se llega por la cruz.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964.
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