(Domingo XXII - TO - Ciclo
A - 2014)
“¡Retírate,
ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los
de los hombres (…) el que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue
con su cruz y me siga” (Mt 16, 22-27).
Sorprende la reacción de Jesús hacia Pedro diciéndole: “¡Retírate, ve detrás de
Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres”, y sorprende tanto más, cuanto que, pocos segundos antes, Jesús había
felicitado al mismo Pedro, porque había sido inspirado por el Espíritu Santo,
el Espíritu del Padre, al confesar que Él era el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Inmediatamente
después de la reprensión a Pedro, Jesús dice que “quien quiera seguirlo”, debe “renunciar
a sí mismo” y “cargar con su cruz”. Este Evangelio, por lo tanto, nos
proporciona muchas enseñanzas: por un lado, enseña el discernimiento de
espíritus[1];
por otro lado, enseña que el camino hacia el Reino de los cielos, es libre –Jesús
no obliga a nadie-; por otro lado, enseña que ese camino es, indefectiblemente,
el Camino Real de la Cruz.
“¡Retírate,
ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los
de los hombres”. Jesús, dirigiéndose a Pedro, no habla a Pedro, sino a Satanás en
persona; en otras palabras, al hablar a Pedro, Jesús está viendo a Satanás, el
Ángel caído, junto a Pedro, que es quien le acaba de sugerir lo que Pedro le
acaba de decir. ¿Qué es lo que Pedro le ha dicho a Jesús, y que ha provocado
esta fuerte reacción por parte de Jesús? Al comienzo del pasaje evangélico, Jesús
profetiza a sus discípulos acerca de su misterio pascual de Muerte y
Resurrección: les dice que “el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, ser
condenado a muerte y resucitar al tercer día”; es decir, Jesús les está
anunciando y preparando para el misterio de la Pasión y Muerte en cruz, misterio
por el cual habrá de derramar su Sangre para salvar a la humanidad, cumpliendo
el plan de redención dispuesto por el Padre desde la eternidad. Pedro, a pesar
de ser su Vicario y a pesar de haber sido inspirado, en los instantes previos
por el mismo Espíritu Santo en Persona, que lo había iluminado acerca de la
divinidad de Jesucristo, ahora, sin embargo, es movido por otro espíritu, que
no es el Espíritu de Dios, sino el espíritu de las tinieblas, el Ángel caído,
porque luego de conocido el misterio pascual de Jesús, misterio que pasa por la
cruz y por la resurrección, lleva aparte a Jesús y “comienza a reprenderlo” –dice
el Evangelio-, diciéndole que “eso no será así”. Pedro, prestando oídos a las
insinuaciones del espíritu del mal, rechaza el plan de salvación dispuesto por Dios;
rechaza la cruz y por lo tanto, se opone a la salvación que Dios ha dispuesto
para los hombres. Este rechazo de la cruz se origina, no solo en la debilidad
humana de Pedro, sino ante todo en el Ángel caído, en Satanás, y por eso es que
Jesús conmina a Satanás a que se retire: “¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!,
porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
Esto
nos enseña el discernimiento de espíritus, según San Ignacio de Loyola, porque
en un primer momento, Pedro es iluminado por el Espíritu Santo, cuando reconoce
a Jesús como el Mesías; pero luego, cuando rechaza la cruz de Jesús, sigue las
insinuaciones de su propia razón –“son pensamientos de hombres”, le dirá Jesús-
y también las insinuaciones del Demonio, y es por eso que Jesús le dice: “¡Apártate
de Mí, Satanás!”. Esta primera parte del Evangelio nos enseña, entonces, a
hacer lo que San Ignacio llama: “discernimiento de espíritus”: lo que me lleva a
reconocer a Jesús y a aceptar y amar la cruz, viene del buen espíritu, es
decir, viene de Dios; lo que me lleva a negar a Jesús y a su cruz, como hace
Pedro luego de que Jesús le anunciara su misterio pascual de muerte y resurrección,
profetizándole que habría de sufrir y morir en Jerusalén, para luego resucitar,
eso, que lleva a negar la cruz, viene del mal espíritu y también de nuestra
naturaleza caída y herida, que tiende al mal, como consecuencia del pecado
original. En esta primera parte de este Evangelio, entonces, la Palabra de Dios
nos enseña a discernir qué es lo que viene del Espíritu Santo y qué es lo que
viene, ya sea de nuestra concupiscencia, o del Ángel caído, el demonio: lo que
me hace abrazar la cruz, viene de Dios; lo que me lleva a rechazar la cruz,
viene del Demonio.
Luego
de reprender a Pedro y de alejar a Satanás, que ha inducido a su Vicario a
rechazar el plan divino de la salvación, que pasa por el Camino Real de la
Cruz, Jesús revela de qué manera podemos hacer realidad, en nuestras vidas, la
salvación que Él ha venido a traer. Según el Evangelio Jesús, dirigiéndose a
los discípulos, les dice que “quien quiera seguirlo”, debe “renunciar a sí
mismo” y “cargar con su cruz”. La expresión de Jesús nos hace ver dos cosas:
por un lado, que el camino hacia el Reino de los cielos, es libre, porque Jesús
no obliga a nadie, ya que dice de forma muy clara y expresiva: “Si alguien
quiere seguirme” -si alguien me ama me seguirá-, y ese “querer”, excluye cualquier tipo de forzamiento contra
la libertad; en otras palabras, nadie entrará en el Reino de los cielos si así
no lo desea; Dios no nos obliga a seguirlo; Dios no enviará un ángel del cielo
con una espada de fuego para que no obremos el mal; Dios no forzará nuestra
libertad, porque la libertad, el libre albedrío, forma parte de la “imagen y
semejanza” (cfr. Gn 1, 26) con la
cual hemos sido creados, y esa libertad es sagrada y es tan sagrada, que Dios
la respeta; de hecho, la condenación eterna en el infierno, por parte de los
que allí se condenan, es una muestra del sumo respeto que tiene Dios por
quienes no desean estar con Él. Muchos, equivocadamente, piensan que Dios “castiga”,
con el Infierno a quienes no quieren hacer su Voluntad, y eso es un grave
error; en cierta medida, la condenación eterna es un auto-castigo, infligido
por sí mismo por el condenado, por haber hecho un uso equivocado de su
libertad, pero por haber usado su libertad y Dios es tan respetuoso de la
libertad del hombre, que si alguien quiere estar separado de Él por toda la
eternidad, Dios, “lamentándolo en el alma”, por así decirlo, deja que cumpla su
voluntad y permite que haga lo que quiere, y es esto lo que enseña la Iglesia
Católica en el Catecismo: “El infierno consiste en la condenación eterna de
quienes, por libre elección, mueren en pecado mortal”[2]. La
Iglesia Católica lo dice claramente: quien se condena, lo hace “por libre
elección”, porque Dios respeta como algo sagrado la libertad del hombre, y es
por eso que Jesús dice: “quien quiera seguirme, que tome su cruz y me siga” -es decir, quien me ama, que tome su cruz y me siga-,
porque también el seguimiento de Jesús es libre: Jesús no va a enviar a un
ángel para obligarnos a seguirlo; Jesús no va a enviar un ángel para que
tomemos nuestra cruz; Jesús no va a enviar un ángel para que cumplamos los
Mandamientos de Dios; lo haremos si lo queremos, es decir, si amamos a Jesús, y si
no lo amamos, no lo haremos, pero si no lo hacemos, debemos atenernos a las
consecuencias, porque si no seguimos a Jesús, nos privamos de todo bien y de
toda bendición, y quedamos sujetos a nuestro propio libre albedrío, y no hay
nada más peligroso para la propia salvación, que quedar sujetos a la propia
razón y voluntad, lejos de Jesús y de su cruz.
La
otra cosa que nos hace ver la frase de Jesús a los discípulos –“el que quiera
seguirme, que cargue su cruz y me siga”-, es que el camino al Reino de los
cielos es, indefectiblemente, el Camino Real de la Cruz. Quien pretenda
salvarse por otro camino que no sea el camino de la cruz, se equivoca y
arriesga su salvación. El motivo es que en la cruz, Jesús da muerte a los tres
enemigos de la humanidad –el demonio, la muerte y el pecado- y puesto que luego
de morir, resucita, todo aquel que participa de su Pasión y Muerte en cruz,
participa luego de su Gloria y Resurrección.
En
esta frase de Jesús está condensado el camino al cielo, para todo aquel que
desee salvar su alma. Pero, ¿qué quiere decir, más en concreto, “cargar la cruz, renunciar a sí mismo y seguir a Jesús”? Cargar la cruz de todos los días y renunciar a sí mismo significa morir al hombre
viejo: morir a las pasiones, al egoísmo –cargar la cruz quiere decir que debe importarme
mi hermano que sufre, y por hermano, tengo que considerar no solo a mi familia
biológica, sino a cualquier prójimo, sin importar su raza, su color de piel, su
religión, su edad, su condición social-; cargar la cruz quiere decir que debo
combatir la ira –pero no solo la ira, sino el más mínimo enojo, y perdonar
pedir perdón, porque es síntoma de soberbia espiritual la falta de perdón y el
no ser capaz de pedir perdón-; cargar la cruz quiere decir ser capaz de poner
un freno a la codicia –y no hay que ser millonario para ser avaros, porque se
puede tener un corazón de avaro y de tacaño teniendo solo cien pesos en el
bolsillo, si deseo de modo desordenado los bienes materiales; cargar la cruz
quiere decir moderar la gula –es decir, ser capaz de comer y beber con
templanza, sabiendo que lo que como y bebo de más, o lo que tiro y desperdicio,
es lo que le falta a algún hermano mío, en algún lugar del planeta, y que Dios
me pedirá cuentas de esa comida desperdiciada-; cargar la cruz quiere decir
combatir la sensualidad –y esto significa luchar contra las tentaciones,
principalmente las de la carne y luchar contra la concupiscencia-; cargar la
cruz significa luchar contra la pereza –tanto la pereza corporal, que me lleva
a no cumplir con mi deber de estado a la perfección, solo por Amor a Dios, como
la acedia, que es la pereza espiritual, que me lleva a no rezar, a no leer
libros de formación espiritual, como es mi obligación, para formarme en mi
religión, y a preferir, en cambio, ver televisión, o perder el tiempo en
Internet, con el celular, la computadora, la Tablet, el Smartphone, o el
invento tecnológico del momento, cualquiera que sea, o el preferir un partido de
fútbol, o las compras en el Súper o el paseo el Domingo, antes que la Misa
dominical, todo sirve, con tal de anteponer lo que el mundo ofrece, antes que Dios.
Todo
esto significa “cargar la cruz y seguir a Jesús”, porque significa dar muerte
al hombre viejo, para que nazca el hombre nuevo, el hombre que vive la vida de
la gracia, la vida nueva de los hijos de Dios. El que quiera cargar la cruz y seguir
a Jesús, para nacer a esta vida nueva, la vida de la gracia, necesita
alimentarse con un alimento que le proporcione una nueva fuerza, superior a la
humana, porque la cruz es pesada, y ese alimento, que proporciona la fuerza
celestial, no se encuentra en esta tierra; ese alimento lo proporciona el Padre
celestial en la Santa Misa: en cada Santa Misa, nuestro Padre Dios abre los
cielos y deja caer el Verdadero Maná, el Maná celestial, el Pan de los hijos de
Dios, para que el Nuevo Pueblo Elegido, los
bautizados, que peregrinan por el desierto del mundo, se alimenten en
medio del desierto de la vida y adquieran la misma fuerza del Hombre-Dios
Jesucristo, para que con la fuerza de Jesucristo, puedan cargar la cruz de
todos los días y continuar caminando, por el tiempo que solo Él conoce, hasta
llegar a la Jerusalén celestial. El que quiera llegar a la Jerusalén celestial,
que se alimente del Maná Verdadero, el Pan de los ángeles, la Eucaristía, y
allí encontrará las fuerzas más que suficientes para cargar la cruz de todos
los días y seguir a Jesús por el Camino Real de la Cruz.
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