(Domingo
XVIII – TO - Ciclo A – 2014)
“Tomó los panes y los peces (…) pronunció la bendición (…)
todos comieron hasta saciarse (…)” (Mt
14, 13-21). Luego de la muerte del Bautista, Jesús se retira a un lugar
desierto a orar, pero una multitud, proveniente de varias “ciudades”, lo sigue.
Jesús se compadece de los numerosos enfermos que hay entre ellos y los cura;
sin embargo, llegado el atardecer, se presenta un nuevo e inesperado problema:
dado que los se han congregado alrededor de Jesús provienen de varias “ciudades”
–al final del Evangelio, la cuenta dará más de veinte mil circunstantes-, son
varios miles los que deben alimentarse. Es decir, al problema de la enfermedad,
se suma otro no menos humano, y es el del hambre: el ser humano, caído en el
pecado original, necesita, además de ser curado de sus enfermedades, ser
alimentado; de lo contrario, muere por inanición. Los discípulos de Jesús se
dan cuenta de la situación y van a advertírselo a Jesús: “Éste es un lugar
desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud para que vaya a las ciudades
a comprarse alimentos”.
Sin
embargo, Jesús, hace algo inesperado, algo que no está dentro de la lógica
humana: les dice a los discípulos que “los alimenten ellos mismos”, aun
sabiendo –lo sabe puesto que Él es el Hombre-Dios- que no lo podían hacer. De hecho,
los discípulos le plantean inmediatamente la evidente imposibilidad: “Sólo
tenemos dos panes y cinco pescados”. Pero no es en vano ni para hacerlos pasar
un apuro que Jesús les da esa orden, en apariencia imposible: Jesús quiere
demostrar que Él “hace nuevas todas las cosas”, y una de las cosas que hace
nuevas, es la comunión humana bajo las órdenes y el poder inmediatos del
Hombre-Dios. Al obedecer los discípulos, lo hacen en cuanto Iglesia, en cuanto
hombres congregados por el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, y esta
común-unión, esta unión en el Espíritu de Jesús, es una unión en armonía y en
amor fraterno, dada por el mismo Espíritu Santo, y es signo que permite el
obrar del Hombre-Dios, para mayor gloria de Dios, puesto que a partir de ahí,
se seguirá el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. La armonía
y la paz, de parte de los discípulos, hacia Jesús, y el no discutir sus
órdenes, son signo de la Presencia del Espíritu Santo en ellos: ninguno discute
ni se pone a contrariar a Jesús, ni siquiera cuando, según el razonamiento
humano, no hay proporción entre lo que Jesús pretende hacer, dar de comer a
veinte mil personas, con cinco panes y dos pescados; ninguno se arroga la
soberbia de decirle a Jesús: “Jesús, es imposible hacer lo que Tú pretendes”; por
el contrario, todos están inhabitados por el Espíritu Santo y por lo tanto,
todos cooperan, con el silencio y el trabajo, a la acción milagrosa del
Hombre-Dios Jesucristo, que de esa manera, llevará a cabo sus planes, que
superan absolutamente todo cuanto la mente humana pueda imaginar. En efecto,
minutos después que los discípulos le llevan lo que han recolectado –los panes
y peces-, Jesús toma los panes y los
pescados, los bendice, los multiplica prodigiosamente –puesto que Él es Dios
Hijo en Persona, es Dios Creador, y en cuanto tal, no supone ninguna
dificultad, de ninguna clase, multiplicar unos cuantos átomos de materia de
panes y peces, siendo Él el Creador del Universo visible e invisible- y los da
a sus discípulos para que los repartan entre la multitud. La cantidad es tanta,
que la multitud come hasta saciarse, y aun sobran “doce canastas”.
Este
Evangelio nos enseña, por lo tanto, que la obediencia, la mansedumbre y la
docilidad a los designios de Dios, aun cuando sean incomprensibles a los
razonamientos humanos –como por ejemplo, el pretender alimentar a una multitud
de más de veinte mil personas con cinco panes y dos peces-, son signos certísimos
de la presencia en el alma del Espíritu Santo, que da confianza ilimitada en el
poder de Dios.
Otra
enseñanza que nos deja este Evangelio es, precisamente, acerca del poder del Hombre-Dios,
que actúa a través de la Iglesia –aun cuando puede hacerlo sin ella-, porque
quiere servirse de instrumentos humanos, dóciles, obedientes y buenos, para
comunicar de su Bondad y Amor infinitos a los seres humanos, pero necesita de
hombres de corazones inhabitados por el Espíritu Santo, es decir, llenos del
Amor de Dios, y la docilidad, la mansedumbre, y la obediencia de los discípulos
a las órdenes de Jesús, aun cuando humanamente parece no haber proporción entre
los medios y el fin (cinco panes y dos peces para más de veinte mil personas),
es una prueba de ello.
Pero
la enseñanza más importante de este Evangelio es el significado último del
prodigio de la multiplicación de panes y peces: Jesús alimenta a la multitud
con carne de pescado y con pan inerte, como preámbulo del don de sí mismo, por
el cual alimentará a la multitud de los hijos de Dios, en la Iglesia, con la
Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, y con el Pan
Vivo bajado del cielo, su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía.
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