viernes, 25 de agosto de 2017

“Tú eres... el Hijo del Dios vivo”


(Domingo XXI - TO - Ciclo A – 2017)

“Tú eres... el Hijo del Dios vivo” (Mt 16, 13-20). Ante la pregunta de Jesús acerca de quién dice la gente que es Él, sólo Pedro responde de modo correcto: “Tú eres el Hijo de Dios vivo”. Sólo Pedro responde que Jesús es el Hijo de Dios encarnado, esto es, el Hombre-Dios. Pero no es una respuesta que Pedro la haya formulado siguiendo sus propios razonamientos; no es una respuesta dada por una deducción de su inteligencia: es una respuesta dada por el mismo Espíritu Santo, tal como Jesús se lo dice: “Y Jesús le dijo: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”. Inmediatamente después de aclararle a Pedro que lo que él sabe acerca de Él lo sabe por el Espíritu Santo, es decir, que Jesús es Dios Hijo encarnado y no un simple hombre, Jesús lo nombra su Vicario en la tierra y la “Piedra” sobre la que Él fundará su Iglesia, prometiendo que la Iglesia que Él ha de fundar sobre esta Roca que es Pedro, el Papa, no sucumbirá ante los ataques del Infierno: “Y yo te digo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del Infierno no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo””. La afirmación de Jesús lleva implícitas numerosas verdades sobrenaturales, las cuales son imprescindibles de conocer, puesto que constituyen el fundamento de nuestra Fe católica. Estas verdades son: que la fe de Pedro en Él en cuanto Hombre-Dios, proviene del Espíritu Santo y por lo tanto, las verdades sobrenaturales absolutas acerca de Dios, como el ser Uno y Trino y que la Segunda Persona se encarnó por obra del Espíritu Santo y por Voluntad del Padre, son imposibles de conocer por simple razonamiento y sólo pueden ser conocidas por revelación divina, de lo cual se deduce que todo el contenido dogmático de la Iglesia Católica se origina en Dios Trino y no en la mente humana; otra verdad de fe que se desprende de las afirmaciones de Jesús es que Pedro, el Papa, es Vicario, en cuanto reconoce a Cristo como la Verdad de Dios encarnada, como el Logos del Padre hecho hombre, pero sin dejar de ser Dios como el Padre; otra verdad es que la Iglesia Católica es de institución divina y no humana –a diferencia, por ejemplo, de la Iglesia Protestante, que es de institución humana, pues la fundó Lutero-, porque es Cristo quien la funda sobre la Piedra que es Pedro, al tiempo que el Papado es fundado sobre Cristo; otra verdad sobrenatural es que la Iglesia Católica, que es Una, Santa, Católica y Apostólica, no será derrotada por las fuerzas del Infierno, lo cual anticipa y previene acerca de la dura batalla que se librará, en la tierra y en el tiempo, hasta el fin de los tiempos, entre la Iglesia del Hombre-Dios, Jesucristo, y las fuerzas del Infierno, y si bien esta batalla parecerá ganada por el Infierno –no hay que olvidar que es un sacerdote poseso, un sacerdote endemoniado, Judas Iscariote, nombrado sacerdote por Jesucristo, por quien Jesús fue traicionado, arrestado y sentenciado a muerte, por lo que, desde la fundación misma de la Iglesia, el Infierno busca destruirla, apareciendo el Infierno, ya desde el inicio, como venciendo aparentemente-, Jesús promete su asistencia divina, de manera tal que nunca prevalecerán los enemigos externos e internos, los cuales serán derrotados definitivamente en la Segunda Venida gloriosa de Nuestro Señor.

“Tú eres... el Hijo del Dios vivo”. Así como Jesús le pregunta a Pedro acerca de quién es Él, también Jesús nos pregunta, desde la Eucaristía, quién creemos nosotros que es Él, y nos lo pregunta cada vez que acudimos a recibir la Comunión: “Tú, que te acercas a comulgar, ¿sabes quién Soy Yo en la Eucaristía?”. Nos lo pregunta cada vez que adoramos la Eucaristía: “Tú, que me adoras en la Eucaristía, ¿sabes quién Soy Yo?”. Nos lo pregunta cuando no asistimos a la Santa Misa; nos lo pregunta cuando no asistimos a la Adoración Eucarística; nos lo pregunta cuando abandonamos la Confesión y la Eucaristía por pasatiempos mundanos; nos lo pregunta, cuando hacemos prevalecer los criterios de razonamientos humanos por encima de sus Mandamientos: “Tú, que abandonas mi Iglesia y desprecias mis Mandamientos, ¿sabes quién Soy Yo en la Eucaristía?”. Nos lo pregunta, porque muchos, por el modo de vestir, de hablar en la Iglesia; por el modo de comulgar, por el modo de tratar sin caridad y sin piedad a sus prójimos luego de comulgar, parecen no saber que Jesús en la Eucaristía es el Hijo de Dios encarnado, es el Hombre-Dios, hecho hombre sin dejar de ser Dios, para comunicarnos su Amor substancial, el Espíritu Santo, en cada comunión. Muchos, por el destrato que dan a la Eucaristía, parecerían que creen que la Eucaristía es sólo un trozo de pan consagrado y no el Verbo Eterno de Dios, encarnado en el seno virgen de María y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Por el trato indigno que muchos dan a la Eucaristía, es que Jesús nos pregunta: “¿Quién crees que Soy Yo, en la Eucaristía?”. Y la única respuesta correcta es la del primer Papa, Simón Pedro, respuesta sobre la que se asienta la Fe de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, hasta el Día del Juicio Final: “Tú eres... el Hijo del Dios vivo”. Pero no basta con confesar que Jesús es el Hijo de Dios encarnado; debemos confesar y proclamar que Jesús es el Hijo de Dios encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; debemos proclamar, con obras de misericordia más que con palabras: "Jesús es el Dios de la Eucaristía". Entonces, ante la pregunta de Jesús, que desde la Eucaristía nos dirige, a todos y cada uno de nosotros: “¿Y tú, hijo mío, quién dices que soy?”, nosotros, parafraseando a Pedro, el Primer Papa, e iluminados por el Espíritu Santo y en la Fe de la Única Iglesia del Cordero, decimos: “Jesús, Tú eres en la Eucaristía el Hijo de Dios vivo, Tú eres el Dios de la Eucaristía”. 

“Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”


“Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,34-40). Un doctor de la ley le pregunta a Jesús cuál es el mandamiento más importante, y Jesús le responde: “Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”. Ahora bien, se podría preguntar uno cuál es la diferencia con el Antiguo Testamento, puesto que los judíos conocían el mismo Mandamiento. Si no hay diferencias, entonces no hay diferencias con el Nuevo Testamento, al menos en algo tan importante como los Mandamientos y, dentro de estos, el más importante de todos, el Primero.
Podemos decir que sí hay diferencias y aunque la formulación sea la misma, la diferencia es tan radical, que con toda razón podemos decir que nos encontramos frente a un mandamiento “verdaderamente nuevo”. ¿Cuál es la diferencia? Que en el Antiguo Testamento se mandaba, sí, amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, pero se entendía como “prójimo”, sólo aquel que compartía la religión hebrea, y el amor con el que se mandaba amar –a Dios, al prójimo y a uno mismo-, era el solo amor humano, con todas sus limitaciones e imperfecciones.
A partir de Jesús, el Mandamiento, en su formulación, sigue siendo el mismo, pero en su esencia, cambia radicalmente, puesto que el amor –esencia del Primer Mandamiento- con el que se manda amar a Dios, al prójimo y a uno mismo, ya no es el simple amor humano, contaminado por el pecado original, sino un nuevo amor, formado a su vez por dos amores: es el amor humano purificado del pecado por la gracia y por lo tanto divinizado, y es el mismo Amor Divino que, por la gracia, se une a este amor humano purificado y divinizado, hecho partícipe del Amor Divino y a tal punto, que se puede decir que este amor nuevo humano, hecho posible por la gracia santificante, se hace uno solo con el mismo Amor de Dios. Es con este Amor de Dios, que es la Persona Tercera de la Trinidad, el Espíritu Santo, con el que los cónyuges católicos se hicieron santos; con el que los mártires católicos dieron sus vidas por Cristo y por sus verdugos; con el que los santos de todos los tiempos vivieron las virtudes sobrenaturales en grado heroico. Es este Amor con el cual los santos, pese a que su naturaleza humana caída les decía, con su conciencia, que decidieran por sí mismos, vencieron a la naturaleza humana caída, se vencieron a sí mismos y se convirtieron en santos.
“Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”. Si los católicos –especialmente los cónyuges- vivieran en el Amor de Dios que se deriva da la participación, por la gracia, de la Vida misma de Dios, que “es Amor”, no existirían las infidelidades, las separaciones, los divorcios, las nuevas uniones. Sostener lo contrario, que no se puede amar con el Amor de Dios al que da acceso la gracia, es herejía.



sábado, 19 de agosto de 2017

“Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz”


(Domingo XX - TO - Ciclo A – 2017)

“Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz” (Mt 15, 21-28). Una mujer cananea, cuya hija está endemoniada, se acerca a Jesús, implorándole que la libere de la posesión maligna: "¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio". La actitud de Jesús hacia la mujer cananea es, ante todo, llamativa, porque si hay algo que caracteriza su misión, es el realizar milagros de todo tipo, además de exorcismos, como forma de probar que lo que Él dice de sí mismo, que es Dios Hijo, es verdad. Sin embargo, ante la mujer cananea, Jesús no parece ni siquiera conmoverse ante su pedido, porque en un primer momento, “no responde nada”, como si no hubiera escuchado la súplica de la mujer: “Pero él no le respondió nada”. Sólo cuando sus discípulos interceden –y aparentemente, no por caridad, sino porque los molesta con sus gritos, es que Jesús se dirige a la mujer: Sus discípulos se acercaron y le pidieron: "Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos".
         Pero tampoco aquí parece Jesús querer satisfacer el pedido de la mujer y el argumento es que ella es pagana, es decir, no pertenece al Pueblo Elegido, los hebreos: "Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel". Esta primera negativa de Jesús no solo no amedrenta a la mujer, sino que le da aún más fuerzas, para dirigirse a Jesús como lo que es, Dios Hijo encarnado, puesto que renueva su pedido pero esta vez, postrándose ante Él, en señal de adoración: “Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: “¡Señor, socórreme!””.
         Tampoco esta actitud parece conmover a Jesús, porque le responde de una manera tal, que la trata, indirectamente, como a un “cachorro”, es decir, como a un perro. Las palabras de Jesús, bien entendidas, son sumamente duras en confrontación con la mujer: “Jesús le dijo: "No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros”. Jesús le está diciendo, directamente, que los destinatarios principales de sus milagros son los hebreos, que son los hijos, mientras que los paganos, como ella, son como cachorros de perros, que se alimentan solo de migajas, y después que los hijos han comido bien. Tampoco esta humillación del Hombre-Dios a la mujer cananea la amedrenta; al contrario, la vuelve todavía más humilde. La mujer, lejos de ofenderse por haber sido tratada como un “cachorro de animal”, utiliza la misma figura que utiliza Jesús, para demostrar su fe y su amor a Jesús, puesto que su respuesta se explica solo por la fe y el amor que profesa a Jesús: “Ella respondió: "¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!". Es decir, la mujer cananea no solo no se ofende al haber sido tratada -si bien implícitamente y no directamente- con un cachorro de animal, con un perro, sino que acepta este trato que Jesús le da, para continuar luego con su pedido. Es como si dijera: “Está bien, Señor, reconozco que no soy digna de recibir tus milagros, porque soy pagana y no pertenezco al Pueblo Elegido; reconozco que soy como esos cachorritos de perros, que comen sólo las migajas que les dan sus amos, pero te lo suplico, Tú eres Dios, Tú tienes el poder de liberar a mi hija, te suplico, concédeme esta migaja, este milagro, que es nada en comparación a tu poder, y libera a mi hija de la posesión demoníaca”. Es aquí cuando Jesús, que había hecho todo esto sólo para probarla en su fe, pues estaba desde un inicio dispuesto a concederle lo que le pedía, le concede, por haber superado la prueba, lo que le pedía, que era un exorcismo a su hija, y la libera de la posesión demoníaca: “Entonces Jesús le dijo: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!". Y en ese momento su hija quedó curada”.
         El episodio evangélico nos deja muchísimas enseñanzas y aparte de Jesús, la que nos enseña es la mujer cananea, y veamos por qué. La mujer cananea demuestra poseer sabiduría y discernimiento de espíritus, porque se da cuenta que su hija no está enferma, ni imagina cosas, sino que es un demonio, un ángel caído, quien la atormenta. Muchos racionalistas, negadores de la vida sobrenatural, minimizan o anulan el obrar demoníaco, haciendo pasar por enfermedades psiquiátricas lo que es una verdadera posesión demoníaca. Son signos de posesión demoníaca el hablar con voz gutural, el conocer cosas ocultas, sobre todo pasadas; el hablar idiomas desconocidos; el poseer fuerza sobrehumana; el odiar todo lo que sea sagrado y pertenezca a Dios, como su Nombre, por ejemplo; el odiar, tanto a Dios como al prójimo –de ahí que el odio sea pecado mortal-; el poseer habilidades sobrehumanas, como caminar por las paredes, hacer bajar la temperatura ambiental, etc. La mujer cananea se da cuenta, porque es capaz de hacer un excelente discernimiento de espíritus, que su hija está poseída por un demonio, descartando de raíz que se trate de alguna enfermedad o de sugestión imaginativa.
         Otro ejemplo que nos da la mujer cananea es su fe en Jesucristo, pero la verdadera fe, que es la fe de la Iglesia Católica: cree en Jesús como Dios, como Hombre-Dios, porque lo trata como a Dios, diciéndole Señor, hijo de David, e implorando piedad. Cree en Jesús como Dios Hombre, porque se postra en adoración ante Él, y porque cree que tiene efectivamente el poder divino, que como Dios le corresponde, para exorcizar a su hija endemoniada, y esto con solo quererlo y estando aún a la distancia.
         Confía en la misericordia divina, porque pide auxilio a Jesús en cuanto Dios: “¡Señor, socórreme!”. Este es un primer ejemplo, de verdadera fe en Jesucristo. Dice San Beda el Venerable: “El evangelio nos muestra aquí la fe grande, la paciencia y la humildad de la cananea... Esta mujer tenía una paciencia realmente poco común”[1].
         La mujer cananea nos da ejemplo de humildad, porque no solo no se ofende cuando es tratada como “cachorro de perro” por el hecho de ser ella pagana y no hebrea, sino que acepta humildemente esta acepción de Jesús, y la utiliza para contra-argumentar a su favor, implorando todavía con más fuerzas su pedido de auxilio a Jesús. No le importa que la llamen “cachorro de perra”, y que solo sea digna de recibir migajas: confía tanto en Dios y lo ama tanto, que para ella, esas migajas, esos pequeños milagros, como la expulsión de un demonio, serán para ella el más delicioso de los manjares.
La mujer cananea nos da ejemplo de esperanza, porque cree más allá de toda dificultad, incluso dificultades que son puestas por el mismo Jesús. Estas dificultades, como hemos podido ver, no solo no le hacen disminuir la fe, sino que la fortalecen cada vez más, y por eso es modelo de esperanza en el Amor de Dios.
         La mujer cananea nos da ejemplo de caridad, es decir, de amor sobrenatural, tanto a Dios como al prójimo: demuestra que ama a Dios no con amor humano, sino con amor sobrenatural, porque no se siente ofendida por el trato que le da Dios en Persona; por el contrario, lo ama aún más, y es ejemplo de amor sobrenatural hacia su hija, porque no duda en humillarse ante Dios, para salvarla del poder del demonio.
         La mujer cananea es ejemplo, entonces, de humildad, de fe, de esperanza, de caridad. Cuando como malos cristianos actuemos con soberbia, acordémonos de la humillación de la mujer cananea; cuando como malos cristianos no creamos en la existencia y actuación del demonio y no tengamos en cuenta que el odio, la falta de perdón, la soberbia, son pecados que nos hacen participar del odio y de la soberbia demoníaca, acordémonos de la sabiduría celestial de la mujer cananea, que le permite hacer un excelente discernimiento de espíritus, detectando la presencia del Enemigo de las almas, la Serpiente Antigua, Satanás; cuando como malos cristianos desfallezcamos en la esperanza, a causa de las pruebas y tribulaciones que con la permisión divina se nos pueden presentar, acordémonos de la mujer cananea; cuando como malos cristianos actuemos con un corazón frío, vacío de amor hacia Dios y el prójimo, acordémonos de la caridad de la mujer cananea; cuando como malos cristianos dudemos de la Presencia viva, real, substancial y verdadera de Jesús en la Eucaristía, acordémonos de la mujer cananea, y postrándonos ante Jesús Eucaristía, pidamos perdón por nuestra soberbia, por nuestra falta de esperanza, por nuestra falta de caridad, por nuestra falta de fe, y roguemos a la mujer cananea, que con toda seguridad está en el cielo, para que interceda ante Jesús y nos conceda la gracia de imitarla en alguna de sus numerosas virtudes, pero sobre todo, en su fe y amor hacia Jesús, el Hombre-Dios.





[1] Cfr. San Beda el Venerable (c. 673-735), Homilía sobre los evangelios, I, 22; PL 94, 102-105.

viernes, 11 de agosto de 2017

“Es un fantasma”


(Domingo XIX - TO - Ciclo A – 2017)

“Es un fantasma” (Mt 14, 22-36). Mientras los discípulos se encuentran en la barca, mar adentro, se desencadena una tormenta. En ese momento, Jesús, que se había quedado a la orilla del mar, se acerca caminando sobre las aguas. Los discípulos, que están en la barca que se encuentra zarandeada por el viento y el oleaje, a pesar de que conocían a Jesús y sabían que era Él, en vez de alegrarse por su Presencia , entran en pánico y, llenos de terror, comienzan a gritar: “¡Es un fantasma!”. Es extraño que los discípulos confundan a Jesús con un fantasma, puesto que lo conocían bien, ya que habían caminado junto con Él, mientras Jesús predicaba el Evangelio; habían presenciado en primera persona sus milagros; habían compartido con Él todos los pequeños detalles de la convivencia humana, que se dan entre hombres que forman un grupo y se dedican a una misión en común, y sin embargo, a pesar de todo esto, cuando lo ven caminando sobre las aguas, llenos de pavor gritan: “¡Es un fantasma!”.
Al acercarse a la barca, Jesús, que todavía no ha subido a la nave, tranquiliza a sus discípulos diciéndoles: “Soy Yo, no teman”. En ese momento Pedro decide ir hacia donde está Jesús, para corroborar que efectivamente se trata de Él y le pide que lo haga ir hasta Él. Jesús lo llama y Pedro, fija la vista en Jesús, toma valor y comienza a caminar sobre las aguas, pero apenas da unos pocos pasos, deja de contemplar a Jesús y mira hacia el mar; toma conciencia de la fuerza y velocidad del viento; escucha el silbido del viento, que semeja a un aullido; escucha el ruido de las olas que golpean la barca, y así, sin mirar a Jesús a los ojos, queda sin la fuerza divina que Jesús le transmitía, entra en pánico por la violencia de la tormenta y el peligro de hundimiento de la nave, y él mismo se comienza a hundir. Es entonces cuando Jesús le extiende su mano, hace subir a Pedro a la barca y calma la tormenta de inmediato con una sola orden de su voz, para luego reprocharle a Pedro su falta de fe: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. Finalmente, Jesús sube a la barca, que ya navega tranquila al haber cesado el viento y las olas y los discípulos, con Pedro a la cabeza, y esta vez iluminados en sus mentes y corazones por la luz del Espíritu Santo, se postran en adoración ante Jesús.
La escena, real tiene un significado sobrenatural, además de la debilidad de la fe de Pedro y su falta de contemplación de Jesús, que es lo que lo hace hundirse. El significado sobrenatural de la escena se puede entrever cuando se hace una analogía con las realidades sobrenaturales: la barca representa a la Iglesia; el mar enrarecido, con olas que amenazan con hundir la barca, y el viento que sopla furioso, aumentando cada vez más el tamaño de las olas, representa al mundo sin Dios y bajo el mando del Anticristo y Satanás, que intentan, por todos los medios posibles, corromper a la Santa Madre Iglesia y hundirla para siempre; la falta de reconocimiento de los discípulos hacia Jesús, como así también la actitud de Pedro de dejar de contemplar a Jesús para contemplar las olas y escuchar el viento, representan a los bautizados, sean clérigos, religiosos o laicos que, llevados por el espíritu mundano, abandonan la oración, la contemplación, la adoración eucarística, los sacramentos y la Santa Misa, para a su vez mundanizarse, haciendo lo inverso a lo que estaban destinados en su misión: en vez de ellos, como miembros de la Iglesia Santa, santificar el mundo, al mundanizarse, mundanizan a la Iglesia, corrompiéndola con costumbres mundanas y alejadas de Dios. El hecho de que Jesús camina por las aguas, acercándose hacia la barca, puede significar su Segunda Venida, que acontecerá, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, en momentos en que la Iglesia estará atravesando una grave crisis de fe, tan profunda, que parecerá haberse hundido la única y verdadera Iglesia, para ser reemplazada por una iglesia en la que todo lo divino es dejado de lado, comenzando por los Mandamientos de la Ley de Dios y finalizando con los Sacramentos. Este caminar de Jesús sobre las aguas, en dirección a la barca que parece que está por hundirse, podría simbolizar o prefigurar si Segunda Venida: así como los discípulos no lo reconocen, también cuando llegue Jesús, en su Segunda Venida, nadie parecerá reconocerlo, tal será la profundidad de la crisis de fe, y es lo que lleva a Jesús a hacer una pregunta retórica: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18, 8). La crisis de fe será una crisis de fe eucarística, porque la Presencia de Jesús en la tierra es su Presencia Eucarística: sin esta Fe Eucarística, la Iglesia se vuelve irreconocible, de ahí la urgencia de una profunda conversión eucarística de todos los bautizados. Con respecto a la crisis de fe que anticipará la Segunda Venida de Jesús, dice así el Catecismo de la Iglesia Católica[1]: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”. La tormenta del pasaje del Evangelio, tan intensa que amenaza con hundir la barca, que representa a la Iglesia, bien podría prefigurar esta “prueba final que sacudirá la fe” de los creyentes, una crisis ocasionada por el Anticristo, que intentará suplantar a la Verdadera Iglesia y al Cordero, Jesús Eucaristía, por una iglesia falsa, humana y no divina, apóstata, sin el Cordero de Dios, pues será una Iglesia sin Eucaristía, sin Presencia Real de Jesús en la Hostia consagrada.
“Es un fantasma”. No solo los discípulos y Pedro demuestran falta de fe en Jesús como Hombre-Dios: en nuestros días, innumerables católicos demuestran tener la misma falta de fe en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, al punto de considerarlo, en la práctica, como “un fantasma”, es decir, como una entidad no real, porque no se cree más en su Presencia real, verdadera y substancial en la Eucaristía. Si Jesús viniera por Segunda Vez, en la Parusía, hoy, ¿encontraría Fe Eucarística en nosotros?




[1] Cfr. n. 675.

sábado, 5 de agosto de 2017

Fiesta de la Transfiguración del Señor


(Ciclo A – 2017)

Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró (Mt 17,1-9). Jesús se transfigura, es decir, deja traslucir la gloria que posee desde la eternidad en cuanto Dios, y es esta gloria celestial, recibida por el Padre desde la eternidad, la que resplandece a través de su Humanidad y a través de sus vestimentas. La Transfiguración significa que la gloria del Ser divino trinitario de Jesús se hace visible, sensible, por unos momentos, para luego ocultarse. La razón de la Transfiguración es, por parte de Jesús, el mostrar a sus discípulos su divinidad, antes de la Pasión: se muestra revestido de gloria y majestad, como Dios que es, para que cuando lo vean en el Monte Calvario, revestido de su propia sangre, y con aspecto que no parece el de un humano –“como ante quien se da vuelta la cara”; “parecía un gusano”, dirán los profetas-, no desfallezcan y, recordando esta visión de su gloria, sean capaces de resistir la dura prueba de la Pasión hasta el final. Por este motivo, la Transfiguración en el Monte Tabor no se comprende si no se contempla a la luz de otro monte, el Monte Calvario, en donde Jesús no aparece revestido de luz y gloria, sino de Sangre y humillación. Jesús se transfigura ante sus discípulos, dice Santo Tomás, para que cuando ellos lo vean cubierto de sangre, de golpes, de heridas abiertas; coronado de espinas, flagelado, insultado, condenado a muerte y llevando una pesada cruz, recuerden que ese Hombre, que en la Pasión aparece débil, ultrajado y crucificado, es en realidad Dios omnipotente, que de esta manera, con su Sangre derramada en la Cruz, lava nuestros pecados, nos concede la gracia santificante que nos convierte en hijos adoptivos de Dios y nos abre las puertas del Reino de los cielos.
         Pero la Transfiguración es también para nosotros, para que sepamos que ése es el destino final al cual estamos llamados desde el Bautismo; Jesús se transfigura, deja que la gloria divina sea visible a través de su Humanidad, para que nosotros sepamos cómo serán nuestros cuerpos en la bienaventuranza eterna, serán como el Cuerpo de Jesús, resplandecientes de luz, de gloria celestial, sin ningún dolor, sin ninguna imperfección, sin envejecer ya jamás y, lo más importante, inhabitados por el Espíritu Santo y resplandecientes de gloria divina. Ahora bien, si estamos destinados a la Transfiguración, debemos saber que no llegaremos a ella si no es por la Cruz, porque así como Jesús pasó por la Pasión antes de ser glorificado a la diestra del Padre, así también nosotros, no llegaremos a la luz, sino es por la cruz, porque estamos llamados a imitar en todo a nuestro Señor, de modo especial, su Pasión y Muerte en Cruz.

         Si queremos entonces habitar algún día en el Reino de Dios, por toda la eternidad, entonces tenemos que estar dispuestos a abrazar la cruz, a seguir a Jesús, Camino, Verdad y Vida, por el Via Crucis, y a ser crucificados con Él en el Gólgota. Renegar de la Cruz es renegar de la luz; abrazar la Cruz es abrazar la gloria y la luz de Cristo.

jueves, 3 de agosto de 2017

“El Reino de los Cielos se parece a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces”


“El Reino de los Cielos se parece a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces” (Mt 13, 47-53). Jesús compara al Reino de los cielos con una red que atrapa toda clase de peces, los cuales son separados por los pescadores, dejando los buenos y desechando los malos. La imagen se entiende si se reemplazan sus elementos naturales por los sobrenaturales: la red es Cristo y su Iglesia; el mar es el mundo; los peces son los hombres; los pescadores, los ángeles; la separación de los pescados buenos, o sea, los que están en condiciones de ser vendidos en el mercado, de los malos, aquellos que no sirven porque están en descomposición, es la separación de las almas destinadas a la eterna bienaventuranza, de aquellas destinadas a la eterna condenación en el Infierno.

Trabajemos en esta vida por el Pan de vida eterna, la Eucaristía, para así poder llegar al Reino de los cielos.