“Amarás
a Dios y a tu prójimo como a ti mismo” (Mt
22,34-40). Un doctor de la ley le pregunta a Jesús cuál es el mandamiento más
importante, y Jesús le responde: “Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”.
Ahora bien, se podría preguntar uno cuál es la diferencia con el Antiguo
Testamento, puesto que los judíos conocían el mismo Mandamiento. Si no hay
diferencias, entonces no hay diferencias con el Nuevo Testamento, al menos en
algo tan importante como los Mandamientos y, dentro de estos, el más importante
de todos, el Primero.
Podemos
decir que sí hay diferencias y aunque la formulación sea la misma, la
diferencia es tan radical, que con toda razón podemos decir que nos encontramos
frente a un mandamiento “verdaderamente nuevo”. ¿Cuál es la diferencia? Que en
el Antiguo Testamento se mandaba, sí, amar a Dios y al prójimo como a uno
mismo, pero se entendía como “prójimo”, sólo aquel que compartía la religión
hebrea, y el amor con el que se mandaba amar –a Dios, al prójimo y a uno
mismo-, era el solo amor humano, con todas sus limitaciones e imperfecciones.
A
partir de Jesús, el Mandamiento, en su formulación, sigue siendo el mismo, pero
en su esencia, cambia radicalmente, puesto que el amor –esencia del Primer
Mandamiento- con el que se manda amar a Dios, al prójimo y a uno mismo, ya no
es el simple amor humano, contaminado por el pecado original, sino un nuevo
amor, formado a su vez por dos amores: es el amor humano purificado del pecado
por la gracia y por lo tanto divinizado, y es el mismo Amor Divino que, por la
gracia, se une a este amor humano purificado y divinizado, hecho partícipe del
Amor Divino y a tal punto, que se puede decir que este amor nuevo humano, hecho
posible por la gracia santificante, se hace uno solo con el mismo Amor de Dios.
Es con este Amor de Dios, que es la Persona Tercera de la Trinidad, el Espíritu
Santo, con el que los cónyuges católicos se hicieron santos; con el que los
mártires católicos dieron sus vidas por Cristo y por sus verdugos; con el que
los santos de todos los tiempos vivieron las virtudes sobrenaturales en grado
heroico. Es este Amor con el cual los santos, pese a que su naturaleza humana
caída les decía, con su conciencia, que decidieran por sí mismos, vencieron a
la naturaleza humana caída, se vencieron a sí mismos y se convirtieron en
santos.
“Amarás
a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”. Si los católicos –especialmente los
cónyuges- vivieran en el Amor de Dios que se deriva da la participación, por la
gracia, de la Vida misma de Dios, que “es Amor”, no existirían las
infidelidades, las separaciones, los divorcios, las nuevas uniones. Sostener lo
contrario, que no se puede amar con el Amor de Dios al que da acceso la gracia,
es herejía.
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