(Ciclo
A – 2017)
Jesús tomó a Pedro, a
Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se
transfiguró (Mt 17,1-9). Jesús se
transfigura, es decir, deja traslucir la gloria que posee desde la eternidad en
cuanto Dios, y es esta gloria celestial, recibida por el Padre desde la
eternidad, la que resplandece a través de su Humanidad y a través de sus
vestimentas. La Transfiguración significa que la gloria del Ser divino
trinitario de Jesús se hace visible, sensible, por unos momentos, para luego
ocultarse. La razón de la Transfiguración es, por parte de Jesús, el mostrar a
sus discípulos su divinidad, antes de la Pasión: se muestra revestido de gloria
y majestad, como Dios que es, para que cuando lo vean en el Monte Calvario,
revestido de su propia sangre, y con aspecto que no parece el de un humano –“como
ante quien se da vuelta la cara”; “parecía un gusano”, dirán los profetas-, no
desfallezcan y, recordando esta visión de su gloria, sean capaces de resistir
la dura prueba de la Pasión hasta el final. Por este motivo, la Transfiguración
en el Monte Tabor no se comprende si no se contempla a la luz de otro monte, el
Monte Calvario, en donde Jesús no aparece revestido de luz y gloria, sino de
Sangre y humillación. Jesús se transfigura ante sus discípulos, dice Santo
Tomás, para que cuando ellos lo vean cubierto de sangre, de golpes, de heridas
abiertas; coronado de espinas, flagelado, insultado, condenado a muerte y
llevando una pesada cruz, recuerden que ese Hombre, que en la Pasión aparece
débil, ultrajado y crucificado, es en realidad Dios omnipotente, que de esta
manera, con su Sangre derramada en la Cruz, lava nuestros pecados, nos concede
la gracia santificante que nos convierte en hijos adoptivos de Dios y nos abre
las puertas del Reino de los cielos.
Pero la Transfiguración es también para nosotros, para que
sepamos que ése es el destino final al cual estamos llamados desde el Bautismo;
Jesús se transfigura, deja que la gloria divina sea visible a través de su
Humanidad, para que nosotros sepamos cómo serán nuestros cuerpos en la
bienaventuranza eterna, serán como el Cuerpo de Jesús, resplandecientes de luz,
de gloria celestial, sin ningún dolor, sin ninguna imperfección, sin envejecer
ya jamás y, lo más importante, inhabitados por el Espíritu Santo y
resplandecientes de gloria divina. Ahora bien, si estamos destinados a la
Transfiguración, debemos saber que no llegaremos a ella si no es por la Cruz,
porque así como Jesús pasó por la Pasión antes de ser glorificado a la diestra
del Padre, así también nosotros, no llegaremos a la luz, sino es por la cruz, porque
estamos llamados a imitar en todo a nuestro Señor, de modo especial, su Pasión
y Muerte en Cruz.
Si queremos entonces habitar algún día en el Reino de Dios,
por toda la eternidad, entonces tenemos que estar dispuestos a abrazar la cruz,
a seguir a Jesús, Camino, Verdad y Vida, por el Via Crucis, y a ser
crucificados con Él en el Gólgota. Renegar de la Cruz es renegar de la luz;
abrazar la Cruz es abrazar la gloria y la luz de Cristo.
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