martes, 8 de noviembre de 2011

Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, pero vuestras pasiones desenfrenadas lo han convertido en un establo


“No conviertan en un mercado la casa de mi Padre” (Jn 2, 13-22). Los mercaderes, introduciendo en el atrio a sus animales, y colocando los cambistas sus mesas de dinero, habían convertido el templo, casa de oración, en un mercado, y es esta perversión de la finalidad original y única del templo, lo que enciende la ira de Jesús.

Esta ira no se debe a la suciedad de los excrementos de los animales, ni a su mal olor, que convierte el templo en algo parecido a un establo, ni tampoco se debe a que los cambistas con sus mesas ocupan el lugar de tránsito de los fieles: la ira de Jesús se debe a que los animales y el dinero representan los amores de los hombres, que han desplazado de sus corazones al Dios verdadero, para dedicarse a cosas de la tierra.

Pero no son los judíos los únicos en profanar el templo de Dios. También los cristianos lo hacen, día a día, desde el momento en que el cuerpo de los bautizados, en virtud precisamente del bautismo sacramental, es templo del Espíritu Santo, según San Pablo: “Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19), pero los bautizados, habiendo derribado el árbol de la fe, han perdido la esperanza y la caridad, y se han vuelto a los placeres del mundo.

Los animales de los mercaderes y el dinero de los cambistas representan los amores impuros de muchos cristianos, las pasiones desenfrenadas por efecto de la lujuria, y el amor desordenado al dinero, por efecto de la avaricia, las cuales desplazan del centro del corazón al Dios Verdadero.


“Mi casa es casa de oración; habéis convertido el templo de mi Padre en una cueva de ladrones”, les dice Jesús a los judíos, dando rienda suelta a su ira.

“Vuestro cuerpo es mi templo, en donde debería resplandecer la luz de la gracia y al que deberían aromar los perfumes de la castidad y de la pureza”, les dice el Espíritu Santo a muchos cristianos, “y lo habéis convertido en cambio en establo de bestias, dando rienda suelta a vuestras pasiones desenfrenadas, llenándolo de su nauseabundo olor; vuestro cuerpo es mi templo, y vuestro corazón es mi sagrario, que debería atesorar el más grande tesoro del hombre, la Eucaristía, y lo habéis convertido en cambio en una repugnante alcancía en donde depositáis el ídolo al que le habéis dado el corazón, el dinero”.

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