viernes, 18 de noviembre de 2011

No reconociste el tiempo de mi venida



“No reconociste el momento de mi venida” (cfr. Lc 19, 41-44). Jesús llora sobre Jerusalén. Contrariamente a lo que una errónea concepción del varón postula, el llanto no es sinónimo de debilidad[1], ni de cobardía. En este caso puntual de Jesús, es la manifestación exterior de un dolor interior; es el rebalsarse, exteriormente, por medio de lágrimas de agua y sal, de un dolor y de una amargura interiores, espirituales, que laceran al Sagrado Corazón, que lo inundan y lo colman de tristeza, la cual se hace visible y se derrama exteriormente por medio de las lágrimas[2].

Jesús llora por Jerusalén, porque no lo ha reconocido en su venida, en su condición de Mesías, de Dios encarnado, que ha bajado del cielo para liberarla de la esclavitud espiritual que significa adorar a los ídolos de los paganos. Como consecuencia de su libre rechazo al Hijo de Dios, Jerusalén será sitiada y su Templo arrasado, signos de la ausencia de Dios, que ya no la protege más.

Pero el llanto de Jesús continúa, en el signo de los tiempos, porque en la Jerusalén terrestre que rechaza a su Mesías están representadas todas las almas de los bautizados, de aquellos llamados a formar el Nuevo Pueblo Elegido, mediante el reconocimiento de Jesús como el Salvador de los hombres. Jesús llora por almas como Judas Iscariote, que se dejan arrastrar al infierno debido al orgullo y la impenitencia, y por no querer hacer ni siquiera el más mínimo acto de amor y adoración a Dios.

Y al igual que por Judas, Jesús llora por las almas de los bautizados que, hoy lo niegan y lo rechazan como a su Salvador, inclinándose en cambio hacia los modernos ídolos del poder, el placer, la diversión, el hedonismo, el relativismo, el ocultismo, el materialismo.

Jesús llora por aquellos que se separan de Él, porque eso significa la segura perdición eterna de sus almas, y su ruina eterna, prefigurada en la ruina de Jerusalén.

“No reconociste el momento de mi venida”. Para mitigar el dolor de Jesús, y para que ningún alma tenga que escuchar este triste reproche suyo, reproche que será a su vez el inicio de su condenación, los cristianos deben reparar por tantos ultrajes y sacrilegios recibidos por Jesús en la Eucaristía, pidiendo que ese acto de reparación y de amor sirva para que en esas almas aumente la Gracia y así ninguna se pierda.


[1] Cfr. Miquelini, O., Mensajes de Jesús a un sacerdote, Tomo I, Ediciones El Buen Pastor, Buenos Aires 1989, 103.

[2] Cfr. Miquelini, ibidem.

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