(Ciclo
B – 2015)
“Jesús entra en
Jerusalén montado en un borrico. La multitud lo hosannaba gritando: ‘Bendito el
que viene en nombre del Señor’” (cfr. Mc
11, 1-10). Jesús ingresa en la ciudad de Jerusalén, montado en un borrico. A su
paso, salen a su encuentro todos los habitantes de Jerusalén: niños, jóvenes,
adultos, ancianos, absolutamente todos, aclamándolo y hosanándolo, cantándole
aleluyas y gritando vivas al hijo de David, agitando palmas a su paso, en
reconocimiento de su realeza, y extendiendo mantos a modo de alfombras, de
manera tal que ni siquiera las patas del burro en el que viene Jesús montado se
ensucien con tierra. Al ingreso de Jesús en Jerusalén, la alegría embarga a sus
habitantes, y de tal manera, que todos a una exclaman, extasiados y fuera de sí
por el gozo, vivas y aleluyas por Jesús, recordando los milagros, los
innumerables milagros, prodigios, dones, curaciones, expulsiones de demonios,
multiplicaciones de panes y peces, y señales maravillosas de todo tipo, que
Jesús ha hecho a favor suyo.
Los
habitantes de Jerusalén se muestran agradecidos con Jesús, quien les ha curado
sus cuerpos, les ha devuelto a la vida a sus muertos, les ha hablado de la vida
eterna, les ha devuelto la vista a los ciegos, el habla a los mudos, la
audición a los sordos, ha expulsado a los demonios que los atormentaba, y por
esa razón, lo reconocen como a su rey, como al Mesías que habían anunciado los
profetas, y por eso lo hosannan, lo alaban, lo glorifican, lo saludan con
palmas, le cantan salmos de alabanza, le tienden alfombras a su paso y le abren
de par en par las puertas de la ciudad santa de Jerusalén.
Sin
embargo, misteriosamente, esa misma gente, esa misma multitud, que ahora, el
Domingo de Ramos, lo aclama, lo exalta, lo felicita, lo alaba, le canta salmos
de alabanza, que le abre las puertas de Jerusalén y lo introduce en la ciudad
Santa, esa misma multitud, por el misterio de iniquidad que anida en el corazón
del hombre, días más tarde, el Viernes Santo, lo expulsará de la ciudad Santa,
cargado con una cruz, luego de condenarlo a muerte, y lo cubrirá de oprobios de
insultos, de golpes, de injurias, de latigazos, y si antes lo alababa, lo
exaltaba y lo glorificaba, ahora lo ultraja, lo insulta y lo denigra a un grado
que avergüenza a los mismos ángeles del cielo. Si antes, el Domingo de Ramos,
le había abierto las puertas de Jerusalén, ahora, le cierra las puertas de la
ciudad Santa, y lo expulsa, para crucificarlo, porque ya no lo quiere ver más,
porque ya no quiere tenerlo más consigo, no soporta más su Presencia y quiere
hacerlo desaparecer, literalmente, de la ciudad santa, y de la faz de la
tierra. La misma multitud, exactamente la misma multitud, que el Domingo de
Ramos lo hosannaba, es ahora la misma multitud que, el Viernes Santo, lo
ultraja, lo golpea, lo corona de espinas, lo insulta, lo escupe, lo abofetea,
lo condena a muerte, le carga una cruz, lo crucifica, lo deja agonizar por tres
horas en el Calvario, y se goza con su muerte en la cruz.
El
hecho, real, es simbólico de lo que sucede en el hombre, porque la Ciudad
Santa, Jerusalén, es símbolo del corazón del hombre: la ciudad de Jerusalén, que reconoce a Jesús como Rey
el Domingo de Ramos, y lo hosanna y aclama, lo bendice y lo exalta, proclamándolo como a su Rey, representa al corazón en gracia, el corazón humilde, que
reconoce a Jesús como al Hombre-Dios, que por la gracia, es entronizado en el corazón del hombre y reconocido
como su Rey y Señor, y aclamado y alabado como tal.
Pero
Jesús expulsado de Jerusalén el Viernes Santo para ser crucificado, representa
al hombre en pecado mortal que expulsa por el pecado a su Dios de su
corazón, y en su lugar, coloca al Príncipe de las tinieblas, sucediéndole de
esa manera lo mismo que le sucedió a los habitantes de Jerusalén, que luego de haber
expulsado a Jesús de la Ciudad Santa para crucificarlo en el Monte Calvario, comenzó
a reinar entre ellos el Príncipe de las tinieblas, y así sucede en el corazón
del hombre que expulsa a Jesucristo, la Gracia Increada, por el pecado mortal,
porque el demonio se apodera de su corazón.
“Jesús
entra en Jerusalén montado en un borrico. La multitud lo hosannaba gritando:
‘Bendito el que viene en nombre del Señor’”. Que nuestros corazones sean como
la ciudad santa de Jerusalén el Domingo de Ramos, en el que siempre Jesús sea
reconocido, alabado, ensalzado y exaltado como nuestro Rey y Señor, y que nunca
jamás sea expulsado de nuestros corazones por el pecado, como les sucedió a los
habitantes de Jerusalén el Viernes Santo. Antes de pecar mortalmente o antes de
cometer un pecado venial deliberado, es decir, antes de expulsar a nuestro Rey
Jesús de nuestros corazones, como los habitantes de Jerusalén el Viernes Santo,
que nos sobrevenga la muerte, como pedía Santo Domingo Savio el día de su
Primera Comunión, a los nueve años –“Antes morir que pecar”-, o como pedimos en
la fórmula de la confesión sacramental: “Antes querría haber muerto que haberos
ofendido”. Que nuestros corazones sean siempre como la Ciudad Santa el Domingo
de Ramos, que en nuestros corazones resuenen siempre cantos de alabanza a
Jesús, nuestro Rey, nuestro Dios y Señor, y que nunca jamás lo expulsemos por
el pecado, como hicieron los habitantes de Jerusalén, el Viernes Santo.
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