viernes, 27 de marzo de 2015

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor


(Ciclo B – 2015)
         “Jesús entra en Jerusalén montado en un borrico. La multitud lo hosannaba gritando: ‘Bendito el que viene en nombre del Señor’” (cfr. Mc 11, 1-10). Jesús ingresa en la ciudad de Jerusalén, montado en un borrico. A su paso, salen a su encuentro todos los habitantes de Jerusalén: niños, jóvenes, adultos, ancianos, absolutamente todos, aclamándolo y hosanándolo, cantándole aleluyas y gritando vivas al hijo de David, agitando palmas a su paso, en reconocimiento de su realeza, y extendiendo mantos a modo de alfombras, de manera tal que ni siquiera las patas del burro en el que viene Jesús montado se ensucien con tierra. Al ingreso de Jesús en Jerusalén, la alegría embarga a sus habitantes, y de tal manera, que todos a una exclaman, extasiados y fuera de sí por el gozo, vivas y aleluyas por Jesús, recordando los milagros, los innumerables milagros, prodigios, dones, curaciones, expulsiones de demonios, multiplicaciones de panes y peces, y señales maravillosas de todo tipo, que Jesús ha hecho a favor suyo.
Los habitantes de Jerusalén se muestran agradecidos con Jesús, quien les ha curado sus cuerpos, les ha devuelto a la vida a sus muertos, les ha hablado de la vida eterna, les ha devuelto la vista a los ciegos, el habla a los mudos, la audición a los sordos, ha expulsado a los demonios que los atormentaba, y por esa razón, lo reconocen como a su rey, como al Mesías que habían anunciado los profetas, y por eso lo hosannan, lo alaban, lo glorifican, lo saludan con palmas, le cantan salmos de alabanza, le tienden alfombras a su paso y le abren de par en par las puertas de la ciudad santa de Jerusalén.
Sin embargo, misteriosamente, esa misma gente, esa misma multitud, que ahora, el Domingo de Ramos, lo aclama, lo exalta, lo felicita, lo alaba, le canta salmos de alabanza, que le abre las puertas de Jerusalén y lo introduce en la ciudad Santa, esa misma multitud, por el misterio de iniquidad que anida en el corazón del hombre, días más tarde, el Viernes Santo, lo expulsará de la ciudad Santa, cargado con una cruz, luego de condenarlo a muerte, y lo cubrirá de oprobios de insultos, de golpes, de injurias, de latigazos, y si antes lo alababa, lo exaltaba y lo glorificaba, ahora lo ultraja, lo insulta y lo denigra a un grado que avergüenza a los mismos ángeles del cielo. Si antes, el Domingo de Ramos, le había abierto las puertas de Jerusalén, ahora, le cierra las puertas de la ciudad Santa, y lo expulsa, para crucificarlo, porque ya no lo quiere ver más, porque ya no quiere tenerlo más consigo, no soporta más su Presencia y quiere hacerlo desaparecer, literalmente, de la ciudad santa, y de la faz de la tierra. La misma multitud, exactamente la misma multitud, que el Domingo de Ramos lo hosannaba, es ahora la misma multitud que, el Viernes Santo, lo ultraja, lo golpea, lo corona de espinas, lo insulta, lo escupe, lo abofetea, lo condena a muerte, le carga una cruz, lo crucifica, lo deja agonizar por tres horas en el Calvario, y se goza con su muerte en la cruz.        
El hecho, real, es simbólico de lo que sucede en el hombre, porque la Ciudad Santa, Jerusalén, es símbolo del corazón del hombre: la ciudad de Jerusalén, que reconoce a Jesús como Rey el Domingo de Ramos, y lo hosanna y aclama, lo bendice y lo exalta, proclamándolo como a su Rey, representa al corazón en gracia, el corazón humilde, que reconoce a Jesús como al Hombre-Dios, que por la gracia, es entronizado en el corazón del hombre y reconocido como su Rey y Señor, y aclamado y alabado como tal.
Pero Jesús expulsado de Jerusalén el Viernes Santo para ser crucificado, representa al hombre en pecado mortal que expulsa por el pecado a su Dios de su corazón, y en su lugar, coloca al Príncipe de las tinieblas, sucediéndole de esa manera lo mismo que le sucedió a los habitantes de Jerusalén, que luego de haber expulsado a Jesús de la Ciudad Santa para crucificarlo en el Monte Calvario, comenzó a reinar entre ellos el Príncipe de las tinieblas, y así sucede en el corazón del hombre que expulsa a Jesucristo, la Gracia Increada, por el pecado mortal, porque el demonio se apodera de su corazón.
“Jesús entra en Jerusalén montado en un borrico. La multitud lo hosannaba gritando: ‘Bendito el que viene en nombre del Señor’”. Que nuestros corazones sean como la ciudad santa de Jerusalén el Domingo de Ramos, en el que siempre Jesús sea reconocido, alabado, ensalzado y exaltado como nuestro Rey y Señor, y que nunca jamás sea expulsado de nuestros corazones por el pecado, como les sucedió a los habitantes de Jerusalén el Viernes Santo. Antes de pecar mortalmente o antes de cometer un pecado venial deliberado, es decir, antes de expulsar a nuestro Rey Jesús de nuestros corazones, como los habitantes de Jerusalén el Viernes Santo, que nos sobrevenga la muerte, como pedía Santo Domingo Savio el día de su Primera Comunión, a los nueve años –“Antes morir que pecar”-, o como pedimos en la fórmula de la confesión sacramental: “Antes querría haber muerto que haberos ofendido”. Que nuestros corazones sean siempre como la Ciudad Santa el Domingo de Ramos, que en nuestros corazones resuenen siempre cantos de alabanza a Jesús, nuestro Rey, nuestro Dios y Señor, y que nunca jamás lo expulsemos por el pecado, como hicieron los habitantes de Jerusalén, el Viernes Santo.

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