(2015)
“Uno de ustedes me traicionará” (Mt 26, 14-25). Al ofrendar su Cuerpo y su Sangre, como suprema
muestra de Amor por los hombres, por su salvación, Jesús no puede dejar de
experimentar el más intenso dolor y la más profunda amargura, al comprobar cómo
Judas Iscariote no solo rechaza su Amor, sino que prefiere el amor al dinero y
a Satanás, entregando por completo su alma a las tinieblas y poniendo ya, desde
el Cenáculo, un pie en el infierno. Para muchos, como Judas Iscariote, el
sacrificio de Jesús en la cruz, y el don de su Sagrado Corazón en la
Eucaristía, será vano, porque elegirán las tinieblas antes que la luz,
preferirán escuchar el tintineo metálico del dinero, antes que los latidos del
Sagrado Corazón; para muchos, la Cena Pascual de Jesús, el don de su Cuerpo y
de su Sangre en el Pan de Vida Eterna, en la Última Cena, y su muerte en cruz,
en el Calvario, serán en vano y también en vano será la renovación incruenta y
sacramental del sacrificio de la cruz, realizado en la Santa Misa porque, al
igual que Judas Iscariote, traicionarán al Amor de Jesús y elegirán el mundo y
sus vanos atractivos, repitiendo el inicuo y vil acto de Judas, que eligió las
tinieblas y el odio del corazón pervertido de Satanás, antes que sumergirse en
la luz y el Amor del Sagrado Corazón de Jesús.
“Uno
de ustedes me traicionará”. Jesús instituye, en la Última Cena, el Sacramento
del Amor, el sacramento por el cual Él se deja a sí mismo, con todo su Ser
divino y con todo su Amor divino, en la Eucaristía. En la Última Cena, Jesús
deja su Sagrado Corazón Eucarístico, que late al ritmo del Amor de Dios, y lo
deja como Pan de Vida Eterna, para que todo aquél que consuma este Pan, con fe
y con amor, con devoción y con piedad, pero sobre todo con amor, reciba de Él
lo que Él es y tiene, el Ser divino trinitario y el Amor eterno de Dios Uno y
Trino. Sin embargo, para poder recibir el don eucarístico de la Última Cena, el
alma debe hacer dos cosas: por un lado, debe, ella misma, crear amor, es decir,
hacer un acto de amor hacia Jesús que se entrega como Pan Vivo bajado del
cielo; por otro lado, debe ser como una esponja arrojada en el mar: así como la
esponja absorbe toda el agua y queda impregnada por el agua, así el corazón que
comulga la Eucaristía, el don de la Última Cena, debe querer quedar impregnado
del Amor del Sagrado Corazón Eucarístico, que se dona sin reservas en la
comunión. De lo contrario, si el alma es como una piedra, dura y fría,
resistente al Divino Amor, ese Amor no podrá entrar en su raíz, en su ser, y no
podrá informar su alma, y así el don eucarístico se perderá. Es lo que sucede
con Judas Iscariote, que se repliega en sí mismo y no se deja amar por Jesús;
no permite que Jesús derrame sobre él la inmensidad del Amor de su Sagrado Corazón,
y prefiere, en vez de a Jesús, amar al dinero.
“Uno
de ustedes me traicionará”. No solo Judas traiciona a Jesús en la Última Cena,
provocándole un intenso dolor y una enorme amargura; cada pecado, por pequeño o
leve que sea, es una traición al Amor de Jesús, que es el Amor de Dios; cada
pecado, al ser un acto de malicia creado libre, espontánea y voluntariamente
por el hombre, es un acto deliberado de traición al Amor Divino encarnado en
Jesús y donado en la Última Cena como Carne de Cordero, como Pan Vivo bajado
del cielo, como Vino de la Alianza Nueva y Eterna. Por eso mismo, no debemos
pensar que fue sólo Judas Iscariote quien provocó el dolor y la amargura de la
traición al Sagrado Corazón, allá lejos y hace tiempo, en Palestina; también
nosotros lo traicionamos, cuando pecamos, pero también traicionamos su Amor, cuando
no correspondemos a su Amor donado sin reservas en la Eucaristía y esto sucede
toda vez que comulgamos con frialdad, con indiferencia, con pensamientos
banales, con sentimientos que no provienen del Espíritu Santo y no conducen al
Espíritu Santo. No solo Judas Iscariote traiciona al Amor de Jesús, y no solo
en la Última Cena.
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