(2015)
“Cuando Judas recibió el bocado, Satanás entró en él (…)
Judas salió del Cenáculo (…) Afuera era de noche” (cfr. Jn 23, 21-33. 36-38). No puede ser más explícito el Evangelio, en
describir una posesión demoníaca, la de Judas Iscariote, la cual se produce
antes de que los demás discípulos, fieles en el Amor a Jesucristo, comulguen el
Cuerpo y la Sangre de Jesús, transubstanciados por la fuerza del Espíritu Santo.
Es decir, mientras los discípulos, que permanecerán fieles a Jesucristo, en el
Amor, comulgarán en la Última Cena su Cuerpo y su Sangre, transubstanciados a
partir del pan y del vino por la omnipotencia del Espíritu de Dios, y así
recibirán de Jesucristo a este mismo Espíritu, al comulgarlo, Judas Iscariote,
por el contrario, realiza una anti-comunión, una comunión sacrílega, no con el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino con Satanás, porque no comulga la
Eucaristía, sino simplemente pan material y salsa con carne, un “bocado”, dice
el Evangelio, indicando con esto que su banquete no es eminentemente
espiritual, como el de los discípulos, sino puramente material, en el que solo
busca la satisfacción de sus pasiones corporales. Aunque en su comunión sí hay
algo de espiritual, pero no en el Amor, en el Espíritu Santo, con el Padre, a
través del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la Eucaristía, como lo hacen los
discípulos, sino que la comunión de Judas Iscariote, su anti-comunión, es en el
odio, con Satanás, en el espíritu de rebelión y de profundo odio preternatural
contra Dios y contra su Mesías, Jesucristo, a quien ha consumado ya la traición,
decidiéndolo entregar por treinta monedas de plata. Luego de comulgar en
rebelión contra Dios, y de fijar su voluntad, en el tiempo y para la eternidad,
en el mal, Judas Iscariote “recibe el bocado” y Satanás “entra en él”,
consumándose así la posesión perfecta, que consiste en la dominación, por parte
del demonio, hasta de la misma voluntad, con lo cual la entrega al Príncipe de
las tinieblas es irreversible y definitiva. Cuando Judas Iscariote finaliza su
anti-comunión, sale del Cenáculo, y dice el Evangelio que “afuera era de noche”:
esto indica tanto la salida real de Judas del Cenáculo, para ir a consumar su
traición, en horas de la noche, como la salida definitiva de Judas del radio de
acción, por así decirlo, del Amor de Dios, del Sagrado Corazón, que es en lo
que consiste la condenación eterna, tanto de los ángeles apóstatas, como de los
hombres condenados. El padre Fortea[1]
compara a Dios y a las almas con el sistema solar: siendo Dios el sol, el
centro del sistema solar, el cuerpo celeste que se aleje de él, cuanto más se
aleje, tanto menos recibirá de su luz y de su calor, es decir, de su amor, y
tanto más se irá enfriando y oscureciendo, es decir, tanto más se irá fijando
su voluntad en el odio irreversible hacia Él, y eso es lo que sucede con los
condenados, tanto con los ángeles, como con los hombres. Cuando el Evangelio
dice que, al salir Judas del Cenáculo “afuera era de noche”, está indicando,
por lo tanto, que no solamente afuera era ya de noche, porque el sol cósmico se
había ocultado y la luna estaba en lo alto del firmamento: el Evangelio indica
que Judas, al salir del radio de acción del Sagrado Corazón, al negarse a
entrar en comunión de vida y amor, que es el Cenáculo de la Última Cena,
ingresa, paralelamente, en la tenebrosa noche viviente, es decir, en la
comunión de odio y muerte que es la unión con Satanás, que como consecuencia de
su traición al Hombre-Dios, se adueñó, de una vez y para siempre, de su cuerpo
y de su alma.
“Cuando
Judas recibió el bocado, Satanás entró en él (…) Judas salió del Cenáculo (…)
Afuera era de noche”. Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, en
la Última Cena, para salvarnos, para unirnos, en su Cuerpo, por el Espíritu
Santo, al Padre; pero al mismo tiempo, respeta máximamente nuestra libertad, y
la comunión sacrílega de Judas Iscariote con Satanás y su posterior posesión,
son la muestra de que Dios no obliga a nadie a amarlo y de que respeta la libre
voluntad de cada persona; la comunión sacrílega de Judas es la muestra de que todos
y cada uno, permanecemos libres para amarlo o no, y quien no quiera hacer ese
acto de amor, nadie lo podrá hacer por él; nadie puede excusarse y decir: “No
puedo amar a Jesús en la Eucaristía”, porque cada uno tiene la capacidad de
amar a Dios, que se dona a sí mismo, en la Persona del Hijo, como Pan de Vida
Eterna, en la Eucaristía. En la Última Cena, Jesús entregó su Cuerpo y su
Sangre en la Eucaristía por Amor, movido solo por el Divino Amor; al comulgar,
entonces, movidos por la gracia, demos a Jesús, todo el amor del que sean capaces
de crear nuestros pobres corazones.
[1] Cfr. Summa daemoniaca. Tratado de Demonología, Cuestión 6, Atlas
Representaciones, Asunción 2006, p. 62.
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