“Levántate,
toma tu camilla y camina” (Jn 5, 1-3a.
5-16). Jesús cura milagrosamente a un paralítico que, enfermo desde hace
treinta y ocho años, debido a su incapacidad, no puede bajar a la piscina de
Betsaida cuando “se agitan las aguas”, para recibir su acción curativa, porque nadie
lo ayuda. La piscina de Betasaida poseía un don curativo, producto de la acción
de la gracia divina comunicada por un ángel: la señal de la presencia del
ángel, era el momento en el que las aguas se agitaban; si alguien se sumergía
en ese momento, quedaba curado, según se desprende del relato del propio
paralítico. Jesús se compadece del paralítico y le concede el milagro de la
curación inmediata: “Levántate, toma tu camilla y camina”. A nosotros, que
vivimos en el siglo XXI, un siglo caracterizado por el hiper-cientificismo y
por el endiosamiento, hasta la idolatría, de la razón humana y de la ciencia
sin fe, además de caracterizarse por la exclusión de Dios como Causa Primera y
Motor del Universo, la historia –verídica, real- del Evangelio, nos suena un
tanto ajena a nuestro racionalismo, pero el hecho de que nos suene “ajena” a
nuestro racionalismo, no significa que no se verídica.
Además,
en nuestro siglo XXI, delante de nuestros ojos, en cada Santa Misa, por el
misterio de la liturgia eucarística, se desarrolla, delante de nuestros ojos,
un hecho sobrenatural infinitamente más grande: no baja un ángel del cielo que,
agitando las aguas, las dota de poderes curativos para sanar los cuerpos; por
las palabras de la consagración, baja del cielo el Espíritu Santo, que agitando
el agua y el vino mezclados del cáliz, los convierte en la Sangre del Redentor,
que concede la Vida eterna a las almas. Este es un hecho misterioso y
sobrenatural, inmensamente más grandioso y maravilloso que el episodio de la
piscina de Betsaida. Entonces, si nos asombra el episodio de Betsaida, mucho,
muchísimo más, tiene que asombrarnos la Santa Misa.
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