(Domingo
XXVIII - TO - Ciclo A – 2017)
“Amigo,
¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?” (cfr. Mt 22, 1-14). Para graficar al Reino de los cielos, Jesús utiliza
una parábola en la que un rey “celebra las bodas de su hijo”, para lo cual
envía a sus servidores para avisar a los invitados. Sin embargo estos se niegan
a ir una y otra vez, despreciando la invitación a las bodas y, todavía peor,
maltratando e incluso asesinando a los enviados del rey. Cuando éste se entera,
es tal su indignación, que “envía a sus tropas para que terminen con esos
homicidas e incendien su ciudad”. Pero como debido a que esto no cancela los
planes de boda de su hijo, envía nuevamente a sus servidores, esta vez, a
invitar “a todos los que encuentren” en el camino, ya que decide reemplazar al
primer grupo de invitados por estos últimos, que “no eran dignos del banquete”.
Los servidores del rey cumplen sus órdenes e invitan “a todos los que
encontraron, buenos y malos”, llenándose en consecuencia la sala nupcial de
convidados. Habiendo iniciado ya la fiesta de bodas, el rey entra en el salón
de la fiesta, para ver a los comensales, llevándose una desagradable sorpresa
al encontrar “a un hombre que no tenía el traje de fiesta”. El rey lo interroga
ante esta falta grave de etiqueta, que supone un desprecio de su hijo y su
boda: “Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?”. El hombre,
ante la majestad del rey y viéndose descubierto en su felonía, permanece en
silencio, e inmediatamente el rey da una orden de que sea “atado de pies y
manos y arrojado afuera, a las tinieblas, en donde habrá llanto y rechinar de
dientes: “Entonces el rey dijo a los guardias: “Átenlo de pies y manos, y
arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes”. La
parábola finaliza con la advertencia de Jesús: “Muchos son llamados, pero pocos
son elegidos”.
Puede sorprender un tanto la reacción del rey, que parece
desmedida, ya que se podría decir que era una persona pobre y que no tenía
dinero para comprar el vestido de fiesta; en efecto, podría haber el rey
enviado al hombre para que fuera vestido por sus sastres, ya que poseía una
sobreabundancia de los mismos. Sin embargo, el rey no admite contemplaciones y,
en el colmo de su indignidad, al ver al hombre vestido con ropas raídas y
miserables, ordena que inmediatamente sea atado de pies y manos y arrojado
fuera del palacio, a las tinieblas, en donde habrá dolor, mucho dolor: “habrá
llanto y rechinar de dientes”.
La
parábola –y por lo tanto, la actitud aparentemente sin piedad del rey- se
explica y se entiende mejor cuando sus elementos naturales son reemplazados por
realidades celestiales y sobrenaturales. Así, el rey que organiza un banquete
de bodas de su hijo es Dios Padre; el banquete de bodas es tanto la Santa Misa,
como el Día del Juicio Final; el hijo es Jesús; las bodas representan la unión
nupcial entre Dios Hijo y la humanidad por medio de la Encarnación en el seno
virgen de María; los invitados primeros a la boda son el pueblo judío, que se
vuelve indigno de la invitación al rechazar al hijo del rey, esto es, al negar
a Jesús como su Redentor y Salvador; el segundo grupo de invitados, somos los
que, habiendo sido llamados de la gentilidad, fuimos adoptados como hijos de Dios
por el bautismo; el salón de fiestas, en donde reina la alegría, la paz, la
buena música, la amistad entre los amigos del esposo, es el Reino de los
cielos; los guardias del rey son los ángeles. Ahora bien, ¿qué representa el
traje de bodas? Sin ninguna dudas, es algo muy importante; es la condición sine
qua non para participar del banquete de bodas y a tal punto, que su ausencia justifica
la inmediata expulsión del salón del reino. El traje de bodas representa la
gracia santificante que, al inherir en el alma, la colma de la belleza, el
esplendor, la majestad divinas, volviéndola digna de entrar en el Reino de los
cielos. Su ausencia, la ausencia de la gracia santificante –que se nos da por
los sacramentos, principalmente Confesión y Eucaristía-, convierte al alma en
una verdadera pordiosera, en un indigente que hace años que no se higieniza y
que por eso mismo apesta con su olor nauseabundo, desentonando, de forma
evidente, con el resto de los convidados y, por supuesto, con el traje de gala
del hijo del rey –Jesucristo- y su esposa –la Iglesia-. No tener el traje de
gala, esto es, la gracia santificante, en el Día del Juicio Final, equivale
precisamente a esto, a que un pordiosero, con sus llagas abiertas y purulentas,
con el hedor de años sin higienizarse, pero también con un ánimo contrario a la
felicidad de los esposos, ingresa en el salón de fiestas. Se podría argumentar,
como vimos, que al rey no le costaba nada, dada su inmensa fortuna, en ordenar
a sus sirvientes que higienizaran al invitado de marras y le proporcionaran un
vestido de fiesta digno de las bodas de su hijo. Sin embargo, el rey no solo no
hace esto, sino que lo expulsa inmediatamente.
¿Cómo
se explica esto? Porque la fiesta es el Día del Juicio Final, en donde ya no
hay oportunidad alguna de arrepentimiento de las culpas pasadas; el traje de
fiesta y la limpieza del cuerpo del invitado, son totalmente gratuitas, ya que
es el rey quien lo hace posible, pero al mismo tiempo, es absolutamente libre,
ya que nadie puede higienizarse ni ponerse el traje de fiesta, si no lo desea. Y
es aquí en donde radica el porqué de la expulsión del indigente: no es por
dureza del corazón del rey, que no la hay, sino porque el indigente es así,
indigente –miserable, cubierto de heridas purulentas, apestando por la falta de
higiene-, por propia voluntad, porque rechazó libre y voluntariamente el traje
de fiestas, que es la gracia santificante, y el perfume del “buen olor de
Cristo”, y lo rechaza libremente para libremente abrazar su estado de
indigencia y de olor nauseabundo, que son representación del pecado mortal. En otras
palabras, el invitado a las bodas acude sin el traje de bodas y sin el perfume,
y vestido con ropa andrajosa y maloliente, porque libremente eligió morir en
pecado mortal y, una vez ante la Presencia de Dios, en su Juicio Particular, ya
no hay forma de volver atrás, en el sentido del arrepentimiento de las obras
malas.
“Amigo,
le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?”. El traje de fiesta es
el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, dice San Agustín[1] y
es así, porque este amor sobrenatural se concede al alma junto con la gracia
santificante, de manera que podemos decir que el traje de fiesta es tanto el
amor de caridad, como la gracia que nos da Jesús. Para no ser sorprendidos sin
el traje de fiesta -esto es, el Amor de Dios y la gracia santificante-, en el
Día del Juicio Final, como así tampoco en el día de nuestro Juicio Particular,
hagamos el propósito de vivir revestidos, todos los días, con el traje de
fiesta, la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, que se nos dona a
través de los Sacramentos de la Iglesia, ante todo la Confesión sacramental y
la Eucaristía.
[1] “¿Cuál es el vestido de boda, el traje
nupcial? El Apóstol nos dice:»Los preceptos no tienen otro objeto que el amor,
que brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera»(1Tm
1,5). Este es el traje de fiesta. Pero no un amor cualquiera, pues muchas veces
parecen amarse incluso hombres cómplices
de una mala conciencia. Pero en ellos no hallamos ese amor. Pero estos
que se someten juntos al bandidaje, a los maleficios, estos que se reúnen
comediantes del amor, cocheros y gladiadores, se aman generalmente entre ellos,
pero no es la caridad que nace de un corazón puro, de la buena conciencia y de
la fe sincera: pues, un amor así es el
traje de fiesta”. Cfr. San Agustín,
Sermón 90,5-6.
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