(Domingo
XXIX - TO - Ciclo A – 2017)
“Den
al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mt 22, 15-21). Los fariseos y los
herodianos se reúnen para tender una trampa a Jesús y así poder acusarlo,
llevarlo a juicio y condenarlo. Para ello, idean la siguiente pregunta: “¿Está
permitido pagar el impuesto al César o no?”. La pregunta esconde una trampa,
cualquiera sea la respuesta: si Jesús dice que sí hay que pagar, entonces lo
acusarán de cómplice con los romanos y por lo tanto, de ser un falso mesías
(aunque tanto fariseos como herodianos habían aceptado, hacía ya bastante
tiempo, el pago del tributo al Imperio Romano), ya que para ellos el mesías
debía liberarlos del yugo extranjero[1];
si dice que no, entonces lo acusarán de sedición, de incitar a la revuelta
contra la autoridad romana. La forma de preguntar es sibilina, diabólica, porque
al tiempo que lo halagan, con la pregunta, desenfundan el puñal con el cual
quieren herir a Jesús. El Evangelio dice así: “Y le enviaron a varios
discípulos con unos herodianos, para decirle: Maestro, sabemos que eres sincero
y que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios, sin tener en cuenta la
condición de las personas, porque tú no te fijas en la categoría de nadie. Dinos
qué te parece: ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?”. Pero con lo
que no cuentan los fariseos y los herodianos, es que Jesús es Dios Hijo
encarnado; por lo tanto, es la Sabiduría divina, que sabe desde toda la eternidad
cuáles son sus intenciones y, leyendo en sus corazones, ve la
malicia y la doblez que se esconde en ellos, razón por la que, al mismo tiempo que les
responde, los trata duramente como lo que son, “hipócritas”, esto es, falsos,
mentirosos, insidiosos, calumniadores: “Pero Jesús, conociendo su malicia, les
dijo: “Hipócritas, ¿por qué me tienden una trampa?”. Inmediatamente, da
respuesta a la insidiosa pregunta, desarmando los argumentos de sus
adversarios: “Muéstrenme la moneda con que pagan el impuesto”. Ellos le
presentaron un denario. Y Él les preguntó: “¿De quién es esta figura y esta
inscripción?”. Le respondieron: “Del César”. Jesús les dijo: “Den al César lo
que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. Con esta respuesta, Jesús desarma a sus adversarios e ilumina acerca de cómo debe el
cristiano conducirse no solo con respecto a las autoridades terrenas, sino también en su vida espiritual.
“Den
al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. ¿Qué es lo que le
pertenece al César, y qué es lo que le pertenece a Dios? Al César –el mundo- le
corresponde el dinero y de tal manera, que quien sirve al dinero –esto es, le
entrega su corazón y su vida-, no puede servir a Dios: “No se puede servir a
Dios y al dinero” (Lc 16, 13). El mandamiento
de Jesús de “dar al César lo que es el César”, está íntima y estrechamente
emparentado a esta advertencia: “No se puede servir a Dios y al dinero, porque amará
a uno y aborrecerá al otro” y esto lo vemos cotidianamente, puesto que quien
adora al dinero y no a Dios, es capaz de cometer los peores crímenes, los
peores delitos, las peores abominaciones, con tal de ganar dinero. Valgan solo
como ejemplo, los médicos que por dinero realizan abortos; los inmorales
traficantes que por ganar dinero destruyen personas, familias y sociedades
enteras; los inmorales sicarios, que por dinero asesinan gente, tomando a esto
como un “trabajo”; los políticos corruptos, que por obtener dinero ilícito de
las arcas públicas del Estado y del pueblo, no dudan en cometer innumerables
delitos; los políticos, jueces, abogados, que por dinero son capaces de promulgar las leyes
más inhumanas, como el aborto, la eutanasia, el suicidio asistido, la
fecundación in vitro; los que, para ganar dinero, hacen pactos con el Demonio, o los que se dedican a la brujería, el ocultismo y el satanismo, para ofrecer a los demás el modo de hacer esos pactos. "El dinero
compra conciencias", dice el Talmud, y es así que por dinero, los hombres pueden
llegar a los más infames y perversos delitos, como la traición a Dios -como en
el caso de Judas Iscariote, que por dinero entrega a Dios Hijo encarnado-, o la traición a la Patria, como quienes atentan contra su integridad territorial,
cultural y religiosa por medios físicos, como la guerrilla, o por medios
intelectuales, propagando sistemas ideológicos intrínsecamente
perversos, como el comunismo o el liberalismo, y así, innumerables
ejemplos más. El que sirve al dinero, sirve al Demonio, porque el dinero es,
según los santos, “el estiércol del Diablo” y puesto que en el corazón humano
no hay lugar para dos, sino para uno solo, o se adora a Dios Trino, o se adora
al Diablo, representado en el dinero mal habido.
“Den
al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. El César, cuya
efigie se encuentra en la moneda, es decir, en el dinero, representa el mundo y
el poder que mueve al mundo, que es el dinero y en este sentido es que dice
Jesús que al mundo hay que darle lo que le pertenece: darle al mundo el dinero,
en el sentido de despojarse del dinero mal habido, pero sobre todo, hay que
despojarse de todo lo que el dinero simboliza y concede: poder mundano, éxito
mundano, riquezas terrenas, influencias, vida agitada y dominada por las
pasiones. Hay que darle al César todo lo malo que el dinero proporciona; eso le
pertenece “al César”, al mundo, y eso hay que dárselo al mundo, en el sentido
de no quedárnoslo nosotros; hay que dárselo al César, porque es del César.
Entonces,
al César –esto es, al mundo, al Príncipe de este mundo-, el dinero, que es lo
que le pertenece; a Dios Uno y Trino –nuestro Creador, Redentor y Santificador-
lo que le pertenece y lo que le pertenece son nuestro ser, nuestras almas,
cuerpos y corazones, porque Él nos creó, Él nos redimió en la Cruz y Él nos
santificó por el Espíritu Santo, y esa es la razón por la cual debemos entregarle
a Dios todo lo que somos y tenemos, y esto significa entregarle desde la
respiración hasta el más pequeño pensamiento, porque no nos pertenecemos, sino
que le pertenecemos a Dios. Y la mejor forma de dar a Dios lo que es Dios, es
decir, nuestro ser entero, es ofreciéndonos junto a Jesús, en el Santo
Sacrificio del Altar, para unirnos a Él, que es la Víctima Inmolada, como
víctimas de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, para la salvación
de nuestros hermanos.
[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum
Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder,
Barcelona 1957, 442.
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