sábado, 16 de diciembre de 2023

Domingo de Alegría o Gaudete

 


(Domingo III - TA - Ciclo B - 2023 – 2024)

         En el tercer Domingo de Adviento, llamado “Gaudete”, que en latín significa “Alegría”, el tono en general de la liturgia es el de una gran alegría y esto se refleja tanto en las lecturas como en el color de los hábitos litúrgicos: en el color litúrgico se interrumpe el color morado, que indica penitencia, para dar lugar al rosa suave que indica alegría, mientras que en las lecturas, en todas el eje central es la alegría: tanto en Isaías –“Desbordo de gozo en el Señor”-, como en el Salmo, que es el Cántico de la Virgen de Lucas 1, 4ss –“Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador”-, como en la segunda lectura, Primera de Tesalonicenses –“Estad siempre alegres”- y finalmente, el Evangelio de Juan, Capítulo 1, en el que, si bien no se menciona la palabra “alegría” ni “gozo”, se revela el motivo de la alegría, y es el testimonio de Juan el Bautista, que anuncia la Llegada de la Luz Eterna, el Mesías, quien es en Sí mismo la Alegría Increada, en cuanto al ser Dios Eterno, es la Alegría Eterna e Increada. Esto es así porque Dios es el Ser Perfectísimo y la Alegría es una manifestación de la Perfección de su Ser Divino, tal como lo dice Santa Teresa de los Andes: “Dios es Alegría Infinita”. Ahora bien, la alegría con la cual la Iglesia, Esposa de Cristo, se alegra en el Domingo Tercero de Adviento, no es una alegría cualquiera, no es una alegría mundana, no es una alegría terrena, no es una alegría profana, no es una alegría pasajera, no es una alegría que se origina en el tiempo o en el espacio, no es una alegría que se origina en la naturaleza o en la creación, no es una alegría que se origina en la tierra. La alegría propia del tercer Domingo de Adviento, la alegría del Gaudete, se origina en lo alto, en los cielos, en el Acto de Ser Divino Trinitario, más específicamente, en el Decreto Trinitario que, originándose en la voluntad del Padre y en total acuerdo con el Hijo y el Espíritu Santo, ponen en marcha el plan de salvación y redención de la humanidad, plan que implica la Encarnación del Verbo de Dios en el seno purísimo de María Santísima por obra del Espíritu Santo, para que, asumiendo el Hijo de Dios hipostáticamente la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, adquiriese un Cuerpo y un Alma Perfectísimos para así nacer el Cordero de Dios virginalmente en la gruta de Belén y luego ser ofrendado, como Víctima Purísima y Santísima en el Ara Santa de la Cruz para satisfacer la Justicia Divina y así rescatar a la humanidad, arrebatándola de las garras del Demonio, quitando el pecado al precio de su Sangre derramada en la cruz, concediendo a los hombres la gracia de la filiación divina y abriéndoles las Puertas del Cielo, para conducirlos a la feliz eternidad en el Reino de Dios al fin de los tiempos. Esta es la razón entonces por la cual la Santa Iglesia Católica hace una pausa, por así decirlo, en el tiempo penitencial del Adviento, para dar rienda suelta a la alegría, y es el Anuncio de la Llegada del Mesías, que Viene para salvar a la humanidad.

Algo que hay que tener en cuenta es que, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia Católica exulta de alegría no solo porque “recuerda” el glorioso y virginal Nacimiento del Hijo de Dios en la Gruta de Belén, que dio inicio al misterio de la salvación, sino que, por el misterio de la liturgia eucarística, misteriosamente, “participa” de ese misterio, por lo que no se trata de un mero recuerdo, no se trata de un mero ejercicio de la memoria, sino que se trata de una misteriosa unión, por la gracia, de todos los integrantes del Cuerpo Místico, con el  Verbo de Dios Encarnado que nace en Belén para nuestra salvación y de quien emana la Verdadera y Única Alegría y la razón de nuestra Única y Verdadera Alegría, lo cual hace mucho más profunda nuestra alegría cristiana y católica.

Por último, recordemos, como dicen los santos, que si el Niño Dios no hubiera nacido en Belén, no tendría sentido nuestra existencia, nuestro ser, nuestro paso por la tierra; si el Niño Dios no hubiera nacido, vano sería nuestro vivir, porque estaríamos destinados a la eterna condenación; pero precisamente, porque Jesús, el Niño Dios, ha nacido en Belén para redimirnos, para rescatarnos de las tinieblas del pecado y del infierno y para llevarnos a la feliz eternidad del Reino de los cielos, nuestra vida tiene sentido, el sentido de vivir para ganar la vida eterna por medio de la cruz y por eso es que nos alegramos con la alegría del Niño de Belén.

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