martes, 24 de diciembre de 2024

Solemnidad de la Natividad del Señor






(Ciclo C – 2024)

         “Les anuncio una gran alegría, les ha nacido un Salvador (…) un niño recostado en un pesebre” (cfr. Lc 2, 1-14). Luego de Nochebuena, pasado ya el Nacimiento del Señor, la Santa la Iglesia nos desvela una misteriosa imagen para que la contemplemos: se trata de un Niño que recién acaba de nacer; está envuelto en pañales, de a ratos duerme, de a ratos se despierta y mira a su Madre y a su Padre con sus ojos hermosísimos; de a ratos experimenta frío y comienza a temblar, pidiendo más calor, haciendo que su Madre lo estreche más firmemente contra su corazón; su Padre, mientras tanto, se ocupa en buscar leña, para que la pequeña fogata continúe brindando su calor y su luz; hay dos animales, un burro  y un buey, porque se trata de un refugio de animales, es como si los animales, ante el egoísmo de los hombres, que han negado albergue en las ricas posadas de Belén a la Madre Santa que ya estaba por dar a luz, negando al Niño un lugar para nacer, fueran ellos, los animales, quienes prestaran su lugar de descanso para que el Niño pudiera nacer. Esta es la misteriosa escena que la Santa Iglesia Católica nos propone para la contemplación en el día de Navidad y decimos “misteriosa” porque, a pesar de que puede parecer una escena común, ya que se trata de una familia de Palestina, compuesta por una madre hebrea, su esposo y su hijo, que acaba de nacer, en realidad es algo infinitamente más grandioso que aquello que simplemente aparece a los ojos; es un misterio que solo puede ser desvelado por la luz de la gracia y por medio de la contemplación y de la oración y quien pasa de largo ante esta escena, sin pedir siquiera la gracia de desentrañar su misterio para su contemplación, solo demuestra el abismo de su necedad.

         Como dijimos, visto con ojos humanos y con la sola luz de la razón natural, la escena de Navidad es similar en un todo a la de cualquier otra familia humana en donde ha nacido el primogénito: podemos ver a una mujer, que es la Madre; podemos ver a quien parece ser su esposo; podemos ver a un Niño, que llora a causa del frío y el hambre y que busca el consuelo del abrazo materno.

         Vista así, con ojos y razón humanos, la escena de Navidad no parece tener ningún misterio, puesto que no se diferencia de ningún otro nacimiento de cualquier otra familia humana. Sin embargo, la escena es un verdadero misterio para hombres y ángeles cuando es vista con los ojos de la fe, es decir, cuando la escena se contempla a la luz del misterio pascual del Hombre-Dios Jesucristo: cuando contemplamos la escena iluminados por la luz de la gracia, la escena del Pesebre de Belén se presenta ante nuestros ojos como el acontecimiento más importante para toda la humanidad, porque el destino eterno de la humanidad entera depende de ese Niño que acaba de nacer, y la razón es que ese Niño no es un niño más: ese Niño es Dios hecho niño, sin dejar de ser Dios; ese Niño, nacido de la Virgen Madre en el humilde Portal de Belén, en Palestina, es el Verbo de Dios hecho carne, es la Segunda Persona de la Trinidad, que ha asumido hipostáticamente, en su Persona Divina, un cuerpo y un alma humanos, creados en el momento de la Encarnación y ha venido, desde la eternidad del seno del Padre a nuestro tiempo terrestre, a nuestro mundo, a nuestras historia, a nuestra existencia y vida personal, para derrotar y vencer para siempre y así librarnos de nuestros enemigos mortales –el Demonio, el Pecado y la Muerte- y luego concedernos la gracia de la filiación divina, de manera de ser conducidos al Reino de los cielos, una vez finalizado nuestro paso por la tierra.

         Como vemos, la sola razón natural es completamente insuficiente e incapaz de siquiera imagina el misterio del Niño de Belén; solo si la razón está iluminada por la luz de la fe, es capaz de No se puede contemplar el Pesebre de Belén con la sola luz de la razón natural, porque esta es absolutamente insuficiente para poder vislumbrar el misterio del Niño de Belén; sólo con la luz de la gracia y de la fe, solo con la luz que viene de lo alto, del Espíritu Santo, solo así, que permite al hombre contemplar, en ese Niño, a la Palabra de Dios encarnada, al Unigénito del Padre, consubstancial al Padre y de su misma naturaleza divina, que sin dejar de ser el Dios infinitamente majestuoso que Es desde la eternidad, se encarna para nacer como un pequeño Niño desvalido y necesitado de todo -y ante todo, necesitado del amor de los corazones de los hombres- en un humilde Portal de Palestina. Solo así, con la luz de la fe, es posible desentrañar el misterio que encierra la escena del Pesebre de Belén. Es por este misterio, que en Navidad se nos desvela ante nuestros ojos, que la Santa Iglesia Católica exulta de alegría; precisamente porque ve, en ese Niño, no a un niño santo, sino a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, a Dios, que es Luz Eterna; ve al Cordero, que es la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, que viene a iluminarnos con su luz divina y eterna a nosotros, que vivimos “en tinieblas y en sombras de muerte”, la Iglesia se alegra con alegría celestial porque contempla en el Niño de Belén al Cordero, que con la luz de su gloria divina, que emana de su Divino Rostro de Niño, vivifica con la vida de la Trinidad a quien ilumina, porque la luz que emite ese Niño es luz viva, porque es la luz de Dios, que “es Luz” –“Yo Soy la Luz”, dice Jesús-, todo aquel que es iluminado por este Niño, Luz de Dios, recibe la Vida divina, la vida que brota de  su Ser divino trinitario y así, quien es iluminado por el Niño de Belén, no camina en las tinieblas del error, del pecado, de la herejía, del cisma, de la mentira y se alejan de él las tinieblas vivientes, los demonios. La Iglesia exulta de gozo porque ese Niño que ha nacido en Belén es Dios Hijo en Persona y por eso lo alaba, lo exalta, lo aclama, lo adora y lo ama como a Dios, y se postra en adoración ante Él, porque es el Hijo de Dios encarnado.

         Por último, hay otro misterio más: el Niño que nace en Palestina, en Belén –que significa “Casa de Pan”-, ha venido para unirse a nosotros en íntima comunión de amor y vida y para unirse a nosotros, no espera a que atravesemos el umbral de la muerte terrena: para unirse a nosotros, el Niño de Belén se nos ofrece como Pan de Vida eterna en la Eucaristía: el mismo Niño que nació en Belén, “Casa de Pan”, es el mismo Dios que se encuentra Presente real, verdadera y substancialmente, en la Eucaristía, en el Altar Eucarístico, al cual por esto también podemos llamar “Nuevo Belén”, “Nueva Casa de Pan”. Es por esto que la Navidad se consuma, tiene su cumplimiento máximo en la Eucaristía, porque en la Eucaristía se cumple el deseo de Dios Hijo al venir a este mundo, y es el de unirse al hombre por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Comulgar la Sagrada Eucaristía en estado de gracia, esto es, unirse al Niño Dios que se encuentra en la Eucaristía, es la esencia de la Navidad, porque así se cumple el deseo del Niño Dios al venir a este mundo, que es el de unirse a nuestras almas en el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

 


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