(Ciclo C – 2024)
“Les anuncio una gran alegría, les ha
nacido un Salvador (…) un niño recostado en un pesebre” (cfr. Lc 2, 1-14). Luego de Nochebuena, pasado
ya el Nacimiento del Señor, la Santa la Iglesia nos desvela una misteriosa
imagen para que la contemplemos: se trata de un Niño que recién acaba de nacer;
está envuelto en pañales, de a ratos duerme, de a ratos se despierta y mira a
su Madre y a su Padre con sus ojos hermosísimos; de a ratos experimenta frío y
comienza a temblar, pidiendo más calor, haciendo que su Madre lo estreche más
firmemente contra su corazón; su Padre, mientras tanto, se ocupa en buscar leña,
para que la pequeña fogata continúe brindando su calor y su luz; hay dos
animales, un burro y un buey, porque se
trata de un refugio de animales, es como si los animales, ante el egoísmo de
los hombres, que han negado albergue en las ricas posadas de Belén a la Madre
Santa que ya estaba por dar a luz, negando al Niño un lugar para nacer, fueran
ellos, los animales, quienes prestaran su lugar de descanso para que el Niño
pudiera nacer. Esta es la misteriosa escena que la Santa Iglesia Católica nos
propone para la contemplación en el día de Navidad y decimos “misteriosa”
porque, a pesar de que puede parecer una escena común, ya que se trata de una familia
de Palestina, compuesta por una madre hebrea, su esposo y su hijo, que acaba de
nacer, en realidad es algo infinitamente más grandioso que aquello que simplemente
aparece a los ojos; es un misterio que solo puede ser desvelado por la luz de
la gracia y por medio de la contemplación y de la oración y quien pasa de largo
ante esta escena, sin pedir siquiera la gracia de desentrañar su misterio para
su contemplación, solo demuestra el abismo de su necedad.
Como dijimos, visto con ojos humanos y
con la sola luz de la razón natural, la escena de Navidad es similar en un todo
a la de cualquier otra familia humana en donde ha nacido el primogénito: podemos
ver a una mujer, que es la Madre; podemos ver a quien parece ser su esposo; podemos
ver a un Niño, que llora a causa del frío y el hambre y que busca el consuelo
del abrazo materno.
Vista así, con ojos y razón humanos, la
escena de Navidad no parece tener ningún misterio, puesto que no se diferencia
de ningún otro nacimiento de cualquier otra familia humana. Sin embargo, la
escena es un verdadero misterio para hombres y ángeles cuando es vista con los
ojos de la fe, es decir, cuando la escena se contempla a la luz del misterio
pascual del Hombre-Dios Jesucristo: cuando contemplamos la escena iluminados
por la luz de la gracia, la escena del Pesebre de Belén se presenta ante
nuestros ojos como el acontecimiento más importante para toda la humanidad,
porque el destino eterno de la humanidad entera depende de ese Niño que acaba
de nacer, y la razón es que ese Niño no es un niño más: ese Niño es Dios hecho
niño, sin dejar de ser Dios; ese Niño, nacido de la Virgen Madre en el humilde
Portal de Belén, en Palestina, es el Verbo de Dios hecho carne, es la Segunda
Persona de la Trinidad, que ha asumido hipostáticamente, en su Persona Divina,
un cuerpo y un alma humanos, creados en el momento de la Encarnación y ha
venido, desde la eternidad del seno del Padre a nuestro tiempo terrestre, a
nuestro mundo, a nuestras historia, a nuestra existencia y vida personal, para derrotar
y vencer para siempre y así librarnos de nuestros enemigos mortales –el
Demonio, el Pecado y la Muerte- y luego concedernos la gracia de la filiación
divina, de manera de ser conducidos al Reino de los cielos, una vez finalizado
nuestro paso por la tierra.
Como vemos, la sola razón natural es
completamente insuficiente e incapaz de siquiera imagina el misterio del Niño
de Belén; solo si la razón está iluminada por la luz de la fe, es capaz de No
se puede contemplar el Pesebre de Belén con la sola luz de la razón natural,
porque esta es absolutamente insuficiente para poder vislumbrar el misterio del
Niño de Belén; sólo con la luz de la gracia y de la fe, solo con la luz que
viene de lo alto, del Espíritu Santo, solo así, que permite al hombre
contemplar, en ese Niño, a la Palabra de Dios encarnada, al Unigénito del
Padre, consubstancial al Padre y de su misma naturaleza divina, que sin dejar
de ser el Dios infinitamente majestuoso que Es desde la eternidad, se encarna
para nacer como un pequeño Niño desvalido y necesitado de todo -y ante todo,
necesitado del amor de los corazones de los hombres- en un humilde Portal de
Palestina. Solo así, con la luz de la fe, es posible desentrañar el misterio
que encierra la escena del Pesebre de Belén. Es por este misterio, que en
Navidad se nos desvela ante nuestros ojos, que la Santa Iglesia Católica exulta
de alegría; precisamente porque ve, en ese Niño, no a un niño santo, sino a
Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, a Dios, que es Luz Eterna; ve al
Cordero, que es la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, que viene a iluminarnos
con su luz divina y eterna a nosotros, que vivimos “en tinieblas y en sombras
de muerte”, la Iglesia se alegra con alegría celestial porque contempla en el
Niño de Belén al Cordero, que con la luz de su gloria divina, que emana de su
Divino Rostro de Niño, vivifica con la vida de la Trinidad a quien ilumina,
porque la luz que emite ese Niño es luz viva, porque es la luz de Dios, que “es
Luz” –“Yo Soy la Luz”, dice Jesús-, todo aquel que es iluminado por este Niño,
Luz de Dios, recibe la Vida divina, la vida que brota de su Ser divino trinitario y así, quien es
iluminado por el Niño de Belén, no camina en las tinieblas del error, del
pecado, de la herejía, del cisma, de la mentira y se alejan de él las tinieblas
vivientes, los demonios. La Iglesia exulta de gozo porque ese Niño que ha
nacido en Belén es Dios Hijo en Persona y por eso lo alaba, lo exalta, lo
aclama, lo adora y lo ama como a Dios, y se postra en adoración ante Él, porque
es el Hijo de Dios encarnado.
Por último, hay otro misterio más: el
Niño que nace en Palestina, en Belén –que significa “Casa de Pan”-, ha venido
para unirse a nosotros en íntima comunión de amor y vida y para unirse a
nosotros, no espera a que atravesemos el umbral de la muerte terrena: para
unirse a nosotros, el Niño de Belén se nos ofrece como Pan de Vida eterna en la
Eucaristía: el mismo Niño que nació en Belén, “Casa de Pan”, es el mismo Dios
que se encuentra Presente real, verdadera y substancialmente, en la Eucaristía,
en el Altar Eucarístico, al cual por esto también podemos llamar “Nuevo Belén”,
“Nueva Casa de Pan”. Es por esto que la Navidad se consuma, tiene su
cumplimiento máximo en la Eucaristía, porque en la Eucaristía se cumple el
deseo de Dios Hijo al venir a este mundo, y es el de unirse al hombre por el
Amor de Dios, el Espíritu Santo. Comulgar la Sagrada Eucaristía en estado de
gracia, esto es, unirse al Niño Dios que se encuentra en la Eucaristía, es la
esencia de la Navidad, porque así se cumple el deseo del Niño Dios al venir a
este mundo, que es el de unirse a nuestras almas en el Amor de Dios, el
Espíritu Santo.
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