miércoles, 24 de septiembre de 2025

“Había un rico llamado Epulón (…) cuando murió fue a la región de los muertos, en medio de los tormentos (…) Había un pobre llamado Lázaro (…) cuando murió fue llevado al seno de Abraham”

 


(Domingo XXVI - TO - Ciclo C - 2025)

“Había un rico llamado Epulón (…) cuando murió fue a la región de los muertos, en medio de los tormentos (…) Había un pobre llamado Lázaro (…) cuando murió fue llevado al seno de Abraham” (cfr. Lc 16, 19-31). En esta parábola Jesús nos revela no solo que existe una vida más allá de esta vida terrena, la vida eterna, sino además que esa vida eterna puede ser vivida, según nuestras propias acciones, o en un estado de dolor insoportable por el ardor del fuego que quema el alma y el cuerpo, que es el infierno y es adonde va el rico Epulón, o una vida eterna de felicidad, de dicha de gozo sin fin, que es adonde va el pobre Lázaro.

Esta parábola de Jesús debe ser interpretada fielmente, según el espíritu evangélico de Jesús, según el Magisterio de la Santa Iglesia Católica y según las propias interpretaciones de los Padres de la Iglesia, para no caer en lecturas contrarias a la religión católica, impregnadas de ideologías, más que ateas, anticristianas y satánicas, como el comunismo, el marxismo y el socialismo.

Precisamente, si se hace una interpretación por fuera del Magisterio de la Iglesia, por fuera del espíritu evangélico, se puede pensar que Epulón se condena por sus riquezas, ya que su figura está asociada y se identifica inevitablemente con “magníficos banquetes” y vestidos de “púrpura y lino finísimos”, algo que solo puede permitirse quien posee una gran fortuna; por otra parte, siguiendo con esta interpretación materialista y clasista, antievangélica, se puede pensar que el pobre Lázaro se salva por su pobreza, porque su figura está asociada inevitablemente con la carencia de todo, ya que es un mendigo despreciado y olvidado por todos, a quien los perros de la calle van a “lamer sus heridas”.

Entonces, si nos dejamos llevar por esta interpretación materialista, llegamos a la conclusión de que la causa de la condena del rico Epulón en el infierno son sus riquezas, mientras que la causa de la salvación del pobre Lázaro es su pobreza.

Esta interpretación simplista y materialista es contraria al mensaje evangélico, ya que Epulón no se condena por sus riquezas en sí mismas, sino por el mal uso, por el uso egoísta que hace de ellas, porque debido a su corazón frío y egoísta, en vez de auxiliar a su prójimo, se desentiende de él. Epulón, dice el Evangelio, “banqueteaba” todos los días, mientras Lázaro pasaba hambre, sin recibir siquiera las sobras de parte de Epulón; Epulón vestía con “linos finísimos”, mientras Lázaro estaba “cubierto de heridas”, sin recibir la más mínima atención por parte de Epulón; es decir, todo lo que tenía que hacer Epulón era preocuparse mínimamente por Lázaro, curando sus heridas y calmando su hambre por lo menos con las sobras de sus banquetes, pero era tan egoísta que solo pensaba en sí mismo y esa fue la causa de su perdición: se condenó, no por tener riquezas, sino por hacer uso egoísta de las riquezas.

Por su parte, Lázaro no se salva por su pobreza, porque la pobreza no es causa de salvación -sí la pobreza espiritual, según las palabras de Jesús, “bienaventurados los pobres de espíritu”[1]-; la causa de la salvación de Lázaro es su fortaleza y serenidad de espíritu con las cuales sobrelleva todas las tribulaciones -la enfermedad, la pobreza, la soledad- permitidas por Dios aquí en la tierra, para purificar su alma para que así pueda ingresar a la vida eterna, con los justos, en el Reino de Dios. Lázaro no solo es pobre, es indigente, es miserable desde el punto de vista material, ya que no posee absolutamente nada; padece enfermedades crónicas incurables -son las llagas lamidas por los perros-; padece hambre, sed, frío y calor, y así todos los días de su vida, hasta su muerte, y aun así, jamás reniega de Dios, nunca se queja de Dios, sino que soporta todos los males que Dios permite que le sobrevengan, con un corazón humilde, fiel, sereno, piadoso y todavía más, Lázaro no se queja contra Epulón, no guarda enojo ni rencor contra Epulón, quien pudiendo haber aliviado su situación no lo hizo por egoísta, pero Lázaro no guarda rencor contra Epulón, sino que en su corazón solo hay bondad para con su prójimo, aun cuando su prójimo lo desprecie con dureza de corazón. Esta es la razón de la salvación de Lázaro; ésta es la razón por la cual Lázaro recibe, de parte de Dios, la recompensa de la vida eterna, siendo llevado “al seno de Abraham”, es decir, al lugar de los justos, adonde esperará la resurrección de Cristo, que abrirá las puertas de los cielos para siempre, cuando ascienda glorioso y triunfante del sepulcro.

En la primera interpretación, materialista, falsa, se justifica el odio al prójimo y la lucha de clases, tal como lo promueven el comunismo, el socialismo, el marxismo; en la segunda interpretación, que es la verdadera,  no solo no hay ninguna justificación para la lucha de clases, sino que se promueve el amor al prójimo y el uso generoso de los bienes materiales.

Es muy importante meditar en el Evangelio de hoy porque nosotros, como católicos, podemos reproducir, con mucha facilidad, la dureza de corazón de Epulón y esa dureza de corazón es causa de condenación eterna. No puede ser de otra manera, es decir, no puede ser que no se condene en el Infierno eterno, el ser humano que no demuestre compasión hacia otro ser humano. La frialdad en los simples afectos cotidianos humanos, la dureza en el trato de todos los días, la negación del saludo, el trato frío, duro, con la mirada torva, la voz alta y el insulto al límite, ya es un indicio de que esa persona está bajo el influjo directo de Satanás, del Ángel caído[2], del espíritu del mal, del ángel maldito, de la Serpiente Antigua, que se opone a toda compasión y a todo gesto humano de ternura, bondad, compasión y afecto. Precisamente esto es lo que evidenciaba Epulón con su egoísmo: a pesar de ver a Lázaro enfermo, indefenso, padeciendo hambre, sed, calor, frío, a las puertas de su casa, no tenía compasión ni misericordia, porque en su corazón solo había egoísmo y amor de sí mismo; por eso, después de su muerte, como en su corazón solo había amor de sí mismo, no pudo soportar la Visión y la Presencia de Dios, que es Amor Puro y Substancial, que es Amor Misericordioso, que por definición se dona a Sí mismo, sin reservas, al hombre. Entonces, por esto fue que se condenó Epulón: en su corazón solo había amor de sí mismo, que no es amor, sino egoísmo y al quedar ante la Presencia de Dios, que es Amor Misericordioso, Amor que se dona, al no tener amor para donar, al no tener amor para dar a Dios, su corazón terminó de llenarse de lo que ya tenía, el egoísmo, que en la otra vida se convierte en odio y así, odiando a Dios, se precipitó en el Infierno. Así vemos cómo la dureza de corazón aquí en la tierra puede finalizar con la precipitación en el infierno en la otra vida, de ahí la importancia de obrar la misericordia, corporal y espiritual, siempre y en todas partes, con el prójimo.

Las obras de misericordia corporales y espirituales que la Iglesia prescribe no son simples hábitos morales, no son simples prácticas de buenos ciudadanos: son la condición sine qua non, indispensable, para que la gracia divina, santificante, de los sacramentos, actúe sobre el corazón humano compasivo y misericordioso, de manera que la gracia pueda obrar y transformar a ese corazón humano, y lo transforme, de un corazón humano, en una copia divina del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María. Pero si en un corazón humano no hay rastros de humanidad, de compasión, de bondad, de ternura, de afecto, es imposible que la gracia pueda actuar en ese corazón frío y egoísta y así ese corazón permanecerá en ese estado, encerrado en el amor de sí mismo y si la muerte lo sorprende así, no podrá nunca soportar la Visión ni la Presencia de Dios, que es Puro Amor Misericordioso y, entonces, lleno de odio, se precipitará en el infierno, como le sucedió a Epulón.

Cuando se experimenta el deseo de hacer el bien a alguien, ese deseo proviene de Dios, es una gracia concedida por Dios; por esto mismo, quien rechaza la moción de hacer el bien, está rechazando la gracia de Dios, la negativa a obrar el bien es una negativa al Amor de Dios. Dice así Juan Pablo II: “…la caridad tiene en el Padre su manantial, se revela plenamente en la Pascua del Hijo crucificado y resucitado, y es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella, Dios nos hace partícipes de su mismo amor. Si se ama de verdad con el amor de Dios, se amará también al hermano como Él le ama. Aquí está la gran novedad del cristianismo: no se puede amar a Dios, si no se ama a los hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor”[2]. Es imposible amar a Dios si no se ama al prójimo, se engaña a sí mismo quien dice amar a Dios, pero endurece su corazón para con su prójimo, esto es lo que quiere decir Juan Pablo II.

A su vez, si se responde a la gracia, a la moción interior de compadecerse del prójimo, luego sobreviene más gracia aún, que termina por convertir al corazón humano en una copia viva del Corazón de Jesús y también del Corazón de la Virgen. Y si alguien muere en ese estado, entra directamente en comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad, para siempre, para toda la eternidad y eso es lo que llamamos “cielo”, y de esto se ve la importancia de que la misericordia, la compasión, la caridad y el amor para con el prójimo sean un hábito en acto permanente en el cristiano, porque significan, la garantía de la puerta abierta hacia la feliz eternidad en el Reino de los cielos.

El amor a Dios y el amor al prójimo están estrechamente unidos, porque no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama al prójimo, a quien se ve (cfr. 1 Jn 4, 20-21), porque el prójimo es la imagen viva del Dios Viviente, Jesucristo. Epulón se condenó por no saber ni querer amar, por no querer ser compasivo y misericordioso para con su prójimo Lázaro.

Ayudando a Lázaro, habría ayudado a su propia alma a salvarse; negando la compasión y el amor al prójimo más necesitado, se niega el amor a Jesucristo, que está misteriosamente presente en el prójimo más necesitado.

El amor a Jesucristo, ése que nos abrirá las puertas del cielo, se demuestra en la misericordia y en la caridad para con el más necesitado; quien niega el amor al prójimo, cierra su alma al Amor de Dios, el Espíritu Santo. Dice Juan Pablo II: “Sólo quien se deja involucrar por el prójimo y por sus indigencias, muestra concretamente su amor a Jesús. La cerrazón y la indiferencia hacia los demás, es cerrazón hacia el Espíritu Santo, olvido de Cristo y negación del amor universal del Padre”[3].

No hace falta que venga un muerto a decirnos que el infierno existe, y que para ir al cielo debemos amar a Dios y al prójimo: nos basta el ejemplo de Jesucristo, la Palabra de Dios, que nos deja el mandato del amor fraterno, y nos basta su muerte en cruz, y el don de su Cuerpo y de su Sangre en la Eucaristía, para convencernos de que sin el Amor de Dios no podremos entrar en el cielo.

Según Abraham, los hermanos de Epulón no creerían en el infierno y en la vida eterna ni siquiera si un muerto se les apareciera. A nosotros no se nos aparece un muerto, sino Cristo resucitado en la Eucaristía, y además de decirnos que debemos amar al prójimo, nos sopla el Espíritu del Amor divino en la comunión, y es con ese Espíritu con el cual podemos y debemos amar a nuestro prójimo, para poder ingresar en el Reino de los cielos. Ya en la comunión sacramental tenemos entonces las puertas abiertas del cielo, porque ahí se nos da el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y con el Cuerpo y la Sangre, el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor de Dios, con el cual podemos amar a Dios y al prójimo y así entrar en el Reino de los cielos.

 




 

[2] Catequesis del Papa, 20 de octubre de 2000.

[3] Cfr. ibidem.

 



[1] Mt 5, 3.

[2] Cfr. Malachi MartinEl rehén del diablo, …


viernes, 19 de septiembre de 2025

“No podéis servir a Dios y al dinero”


 

(Domingo XXV - TO - Ciclo C - 2025)

            “No podéis servir a Dios y al dinero” (cfr. Lc 16, 1-13). La advertencia de Jesús se dirige a todo hombre que por la naturaleza caída tiene tendencia a dejarse cautivar por el atractivo de las cosas creadas y de entre todas las cosas creadas, tal vez sea el oro, el dinero, el que más poder de fascinación ejerza sobre el corazón humano.

          La razón de la fascinación del dinero por parte del hombre es que el dinero es sinónimo de poder mundano, de felicidad terrena, de placeres y lujos terrenales, de riquezas abundantes, de ahí la tendencia del hombre de lograr su posesión, en muchos casos. como si fuera el único objetivo de la vida, como si fuera la única razón de existir.

          Precisamente Benedicto XVI en una homilía dominical dijo que “el dinero enceguece[1], pero no en un sentido material, como cuando el brillo del metal, por su intensidad, pudiera provocar daño en la retina del hombre, sino que enceguece, según Benedicto XVI, en sentido espiritual, porque el dinero brilla con un brillo propio, que encandila al hombre y lo fascina con un poder a veces sobrehumano. Y las consecuencias de este enceguecimiento no son neutrales para el hombre, porque el corazón del hombre no tiene capacidad para dos luces: o brilla la luz de Dios, Jesucristo, o brilla la luz del dinero, la luz del oro.

          Pero lo que sucede en el corazón del hombre es lo que sucede en el altar eucarístico: lo que se coloca allí, se coloca para ser adorado y es por eso que en el altar eucarístico solo puede ser colocada nada más que la Sagrada Eucaristía, porque solo la Eucaristía, que es Cristo Dios, merece ser adorada. De la misma manera, en el corazón del hombre, que es altar natural para la Eucaristía, solo hay lugar para uno de dos, o para la Eucaristía o para el dinero, de ahí que Jesús afirme que no se puede servir a dos señores, o se sirve a Dios, o se sirve al dinero: en el altar del corazón, o se adora a Dios, o se adora al dinero. El corazón del hombre es como el tabernáculo en donde el hombre coloca lo más precioso que tiene en su existencia, que es Jesús Eucaristía, según la frase de Jesucristo: “Donde esté tu tesoro, estará tu corazón”. Si en el tabernáculo del corazón está Jesús Eucaristía, adorará a Dios oculto en apariencia de pan; pero si en su corazón está el dinero o el oro, adorará a estos ídolos, dejando de lado a verdadero Dios.

          Esta sustitución sacrílega del Cordero de Dios por el becerro de oro, es decir, el reemplazo en el corazón, de Jesús Cordero por un ídolo en forma de becerro de oro puro, es lo que hace precisamente el Pueblo Elegido en su peregrinación por el desierto: cuando Moisés sube al Monte para adorar a Dios, el Pueblo Elegido desplaza de su corazón al Dios del Monte Sinaí y lo reemplaza por el becerro de oro, construido con manos humanas, cometiendo así el gravísimo sacrilegio de sustituir al Cordero de Dios por el becerro de oro. Es decir, el Pueblo Elegido elige, valga la redundancia, al dinero, al becerro de oro y se postra ante él, mientras que desplaza de su corazón al Dios verdadero, el Dios del Monte Sinaí.

Jesús, con su sacrificio en cruz, repara el sacrilegio del Pueblo Elegido, el sacrilegio de haber elegido y adorado al ídolo del becerro de oro; mientras el Pueblo Elegido adora e idolatra al becerro de oro Jesús, con su sacrificio en cruz, nos muestra cómo debemos entender, vivir y aplicar el mandato de “No servir a dos señores”.

            En la cruz, Jesús está despojado de todo, es pobre, con una pobreza extrema y total, a pesar de ser el Dueño y Creador del universo, y confía su alma, todo lo que tiene, a Dios: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús tiene, en su Sagrado Corazón, que es el Corazón del Hijo, a Dios Padre, al cual está unido por el Amor del Espíritu Santo. Jesús tiene en su Sagrado Corazón a Dios.

            También la Virgen María vive, junto a su Hijo, este mandato de Jesús de no servir a dos señores: junto a la cruz, la Madre de Dios no tiene, en su Inmaculado Corazón, solo al Corazón de su Hijo, sumado a todo el dolor del mundo, que oprime y aplasta al Corazón de la Madre.

            Por último, la Santa Madre Iglesia también vive el mandato de Jesús de no servir a dos señores: así como Moisés subió al monte Sinaí para adorar a Dios, postrándose frente a su gloria, mientras los israelitas adoraban al becerro de oro, así la Iglesia, en el Nuevo Monte Sinaí, que es el altar, se postra en adoración ante el Cordero de Dios, que se aparece en la gloria del sacramento eucarístico, porque la Iglesia tiene, en su corazón, el Corazón de la Iglesia, que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

         “No podéis servir a Dios y al dinero”. Ninguno de nosotros está exento de cometer el mismo pecado de idolatría hacia el becerro de oro que cometió el Pueblo Elegido; pidamos la gracia de que nunca jamás nos postremos ante el ídolo del dinero y también, si es la voluntad de Dios, de morir postrados ante Jesús Eucaristía.

 




[1] Cfr. Benedicto XVI, Homilía del domingo 23 de septiembre de 2007.

 

 

 


Exaltación de la Santa Cruz

 


Exaltación de la Santa Cruz


         Si la Cruz es instrumento de humillación, de tortura, de muerte, Los antiguos romanos utilizaban la cruz como el máximo escarmiento que se daba tanto a delincuentes de poca monta, como a los criminales más peligrosos, a aquellos que ponían en peligro la integridad del imperio. Habían elegido la cruz, por ser el instrumento más bárbaro, más cruel, más humillante, más atroz, y lo habían elegido precisamente, para que todo aquel que viera a un crucificado, escarmentara en piel ajena, y se decidiera a no cometer delitos, al menos por temor al castigo que le sobrevendría. Entonces, ¿por qué los cristianos la exaltamos? Aún más, por qué la veneramos e incluso la adoramos?

         Hay muchas razones.

         En la Cruz, Cristo, el Hombre-Dios, convierte con su omnipotencia divina al dolor humano en gozo y alegría;

         En la Cruz, Cristo, el Cordero de Dios, convierte la desolación en consolación, la tristeza en alegría, el llanto en gozo;

         En la Cruz, Cristo, el Pan Vivo bajado del cielo, entrega su Cuerpo y derrama su Sangre para alimento de nuestras almas;

         En la Cruz, Cristo, Rey de reyes y Señor de señores, ensalza a los pobres pecadores, perdonándolos con la Misericordia Divina y convirtiéndolos en hijos del Padre y herederos del Reino;

         En la Cruz, al entregar su Vida, Jesús vence a nuestra muerte y nos concede la vida divina;

         En la Cruz, Cristo vence al pecado y nos dona la gracia santificante;

         En la Cruz, Cristo vence al Demonio y nos conduce, por su Espíritu, al seno del Padre Eterno.

         La Cruz está empapada en la Sangre Preciosísima del Cordero y nosotros adoramos la Sangre del Cordero.

En la Cruz murió el Hombre-Dios, y si bien con su Cuerpo humano sufrió muerte humillante, por su condición de Dios “hace nuevas todas las cosas”, y así con su Divinidad convirtió la muerte en vida, y la humillación en exaltación y glorificación.

Porque en la Cruz el Hombre-Dios convirtió al dolor y a la muerte del hombre, de castigos por el pecado, en fuentes de santificación y de vida eterna.

Porque en la Cruz, Jesús lavó con su Sangre, y los destruyó para siempre, a los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, de modo tal que si antes de la Cruz los hombres estaban destinados a la condenación, por la Cruz, ahora todos tienen el Camino abierto al Cielo.

Porque la debilidad y la humillación del Hombre-Dios en la Cruz, fue convertida, por la Trinidad Santísima, en muestra de fortaleza omnipotente y de gloria infinita, por medio de las cuales destruyó y venció para siempre a los tres enemigos mortales del hombre: el demonio, el mundo y la carne.

Porque en la Cruz, el Hombre-Dios nos dio su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como alimento del alma, como Viático celestial en nuestro peregrinar al Cielo, como Pan de ángeles que embriaga al alma con la Alegría y el Amor de Dios Trino.

Porque en la Cruz, el Hombre-Dios nos dio como regalo a aquello que más amaba en esta tierra, su Madre amantísima, para que nos adoptara como hijos, nos cubriera con su manto, nos llevara en su regazo, y nos encerrara en su Corazón Inmaculado, para desde ahí llevarnos a la eterna felicidad en los cielos.

Porque en la Cruz celebró la Misa, y por la Misa renueva para nosotros su mismo y único sacrificio en Cruz, convirtiendo el altar en un nuevo Calvario, en un nuevo Monte Gólgota, en cuya cima, suspendido desde la Cruz, mana del Sagrado Corazón traspasado un torrente inagotable de gracia divina, la Sangre del Cordero, salvación de los hombres.

         Por todos estos motivos y muchos más es que los cristianos veneramos, adoramos, ensalzamos y exaltamos a la Santa Cruz de Jesús.


miércoles, 10 de septiembre de 2025

“Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”

 


(Domingo XXIV - TO - Ciclo C - 2025)

“Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido” (cfr. Lc 15, 1-32). Jesús utiliza la imagen de un pastor que deja a las ovejas seguras en el redil, para ir en busca de una que se extravió en el camino. La actitud del pastor se explica por el bien que representa la oveja, al menos en tiempos de Cristo: para un pastor, una oveja tiene mucho valor, de ahí la alegría del pastor al encontrar la oveja perdida: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”.

La escena que utiliza Jesús está tomada del mundo pastoril y está plena de significados simbólicos y alegóricos y así, cada elemento tiene, a su vez, un significado sobrenatural, celestial: por ejemplo, el Buen Pastor es Cristo, la oveja que se aparte del redil y se extravía es el alma, la perdición de la oveja es la desorientación del hombre y el destino de condenación irreversible del hombre al haberse alejado de Dios en los orígenes del tiempo debido al pecado original.

Si hacemos la traslación al plano espiritual, podemos ver que el mismo valor que el pastor da a su oveja perdida, lo da Dios Trino a cada una de las almas humanas que se han extraviado a causa del pecado. Puede suceder que, visto en apariencia y superficialmente, se vean muchos bienes materiales que aparentan valer más que un alma humana, pero en realidad, como dice Santo Tomás de Aquino, un alma humana vale más que todo el universo.

Y, sin embargo, no es ni el valor del alma humana ni el pecado, son los motivos por los cuales el Hijo de Dios, el Buen Pastor, se encarna y emprende su misterio pascual de muerte y resurrección para rescatar a la humanidad perdida.

Toda la humanidad está representada en esa oveja perdida, figura de la humanidad caída en pecado, pero no es el pecado de las almas del redil, de la Iglesia, lo que mueve a Cristo Dios a obrar el milagro de la misa, por el cual se hace Presente en medio de la asamblea en la cruz, como hace veinte siglos en el monte Calvario; lo que lleva a Cristo, Buen Pastor, a actualizar el milagro bajo los signos sacramentales, es el amor que tiene a su Esposa, la Iglesia, y no el pecado o el valor de los miembros de la Iglesia.

Si bien la remoción del pecado es la condición indispensable para la unión con Dios, no es esto lo que mueve a Cristo a prolongar su encarnación en la Eucaristía, sino el Amor divino del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo.

“Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”. El Amor de Dios por la humanidad se expresa en la alegría del reencuentro con el alma humana, reencuentro posibilitado por la búsqueda del Buen Pastor que no vacila en descender a los escarpados y peligrosos riscos de la historia humana para ser condenado injustamente, morir en cruz y dar su vida y su sangre por aquellos que ama. Jesús sabe que al descender desde la eternidad del seno del seno del Padre hasta la Encarnación en el tiempo en el seno de la Madre de Dios, arriesga su vida, porque será condenado injustamente a una muerte de cruz, pero su Amor Misericordioso por cada una de sus ovejas, los hombres extraviados por el pecado, es más fuerte que su temor a perder su vida terrena.

Los fariseos, al ver a Jesús acepta la invitación a almorzar en la casa de quienes eran considerados pecadores, critican a Jesús: “Este hombre recibe a publicanos y pecadores y come con ellos”. Es porque no se dan cuenta precisamente de esto, de que Jesús no está obligado a aceptar la invitación de los pecadores –no está obligado a sacrificarse por la humanidad- y que si lo hace, es por misericordia y amor infinitos.

Muchos católicos pensamos como los fariseos, que Jesús tenía obligación de encarnarse, que la misa es sólo un rito formal que Dios tiene obligación de hacer para que la gente de buena voluntad venga a rezar, sin detenernos a considerar que es una muestra del amor infinito de Cristo Dios, Buen Pastor y Pastor eterno, que no duda en ofrecer su cuerpo como Pan de Vida eterna y su sangre como Vino de la Alianza nueva y eterna que Dios nos ofrece a nosotros, los pecadores, como última tabla de salvación eterna y que si no la aceptamos, nos condenaremos irreversiblemente.

“Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”, murmuran los fariseos, criticando el don de la misericordia de Jesús para con los pecadores. La misma misericordia la continúa donando Jesús en su Iglesia, sólo que en vez de ser nosotros, los publicanos y pecadores, quienes invitamos a Jesús, es Jesús quien nos invita a su banquete celestial, en donde nos sirve el manjar de los últimos tiempos, la carne del Cordero, el Vino de la Alianza nueva y eterna, el Pan que da la vida eterna, no porque Él tenga ninguna obligación para con nosotros, sino porque nos ofrece el alimento de su substancia divina trinitaria, como alimento divino, no solo para que no perezcamos en el desierto de la vida, sino para que ingresemos en el redil del Reino de los cielos.

Antes de entrar por la comunión, Jesús Eucaristía nos dice desde el Apocalipsis: “He aquí que estoy a la puerta y llamo, si alguien me escucha y abre, entraré y cenaré con él, y él conmigo” (cfr. Ap 3, 20).

La puerta de la casa es el alma de aquel que recibe al Cordero del Apocalipsis, Jesús sacramentado. Si Jesús, Buen Pastor, entra en el alma por misericordia y amor, para donar el Espíritu Santo, el alma debe responder, en la comunión, con la donación de su vida, de su ser, de su amor, según lo de Santa Teresa: “Amor con amor se paga”.

 


viernes, 5 de septiembre de 2025

La razón de la alegría por el Aniversario de la fundación de la Parroquia Nuestra Señora del Valle de la Diócesis de la Santísima Concepción (Tucumán)


 

El Aniversario de una Fundación Parroquial puede ser causa de alegría por muchos motivos, por ejemplo, una parroquia supone, para un grupo poblacional bastante amplio, un núcleo de civilización sumamente importante, ya que es un foco de instrucción, no solo religiosa, sino de humanidad; además, se imparten lecciones que contribuyen al crecimiento de la persona; en algunos casos se llevan a cabo obras de misericordia corporales, como dar alimentos, etc. La administración de los sacramentos, que es la esencia de la función parroquial, supone una labor de construcción de civilización que la Iglesia Católica lleva a cabo en todo el mundo y en todo tiempo, siendo así una formidable organización civilizadora imposible de ser superada por ninguna otra estructura humana. Solamente por estas consideraciones, que son mínimas y todas del orden meramente humano, el aniversario de la fundación de una Parroquia, como el que estamos celebrando, el de Nuestra Señora del Valle de la Diócesis de la Santísima Concepción, es digno de un largo y merecido festejo.

Sin embargo, la razón primera no radica en el orden natural y humano, sino en el orden sobrenatural y divino.

El motivo de la alegría por la fundación de una Parroquia, como la Parroquia de Nuestra Señora del Valle, es que se trata de la continuación de la exitosa batalla emprendida en los cielos, por el Arcángel San Miguel, bajo las órdenes de la Santísima Trinidad, cuando al grito de: “¿Quién como Dios?”, arrojó de la Presencia del Dios Inmaculado al Ángel Impuro y a los ángeles rebeldes que en su orgullo y soberbia se habían negado a adorar, amar y servir al Amor de los amores; el motivo de la alegría de la fundación de una Parroquia como Nuestra Señora del Valle es que se trata de la continuación en la tierra del Triunfo de la Mujer del Génesis, que aplasta la cabeza de la Serpiente Antigua; es la continuación del Triunfo de la Mujer al pie de la Cruz, que recibe como hijos adoptivos a los hombres, redimidos al precio altísimo de la Sangre del Cordero derramada en la Cruz; el motivo es que es el anticipo en la tierra del Triunfo definitivo en los cielos de la Esposa Mística del Cordero, la Santa Iglesia Católica, que ya desde la tierra adquiere a sus hijos por el Bautismo Sacramental, los alimenta con el Cuerpo y la Sangre del Cordero y los enciende en el Fuego del Divino Amor con el Sacramento de la Confirmación.

En definitiva, la razón primera y última de la alegría por la fundación de una parroquia, es el Triunfo de Cristo en la Cruz del Calvario, Triunfo sobre el Pecado, el Demonio y la Muerte, Triunfo renovado incruenta y sacramentalmente, cada vez, en la Santa Misa, en el Santo Sacrificio del Calvario, Triunfo que abre las Puertas de su Sagrado Corazón.

Todos estos motivos y muchos otros motivos más, de orden celestial y sobrenatural, son causa de alegría divina que justifican la celebración por la Fundación de una Parroquia como Nuestra Señora del Valle de la Diócesis de la Santísima Concepción.


lunes, 1 de septiembre de 2025

“Quien no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”

 


(Domingo XXIII - TO - Ciclo C - 2025)

“Quien no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (cfr. Lc 14, 25-33).  Jesús es el Maestro y como todo maestro, tiene una cátedra, es decir, un lugar, una sede de honor, desde donde imparte su sabiduaría a aquellos que lo escuchan y que, por definición, son sus discípulos, los cristianos. La cátedra de Jesús es la Cruz, la Santa Cruz del Calvario, de ahí la necesidad imperiosa de tomar la cruz para todo aquel que quiera ser considerado “discípulo” de Jesús. La cruz del Calvario es condición “sine qua non” no se puede ser considerado mínimamente discípulo de Jesús. Quien no toma la cruz y lo sigue, no puede ser llamado “discípulo de Jesús” y la razón es que Jesús es el Maestro por antonomasia, es el Maestro por excelencia, pero que enseña una sabiduría que no es humana sino divina y su cátedra, el lugar desde donde imparte esta divina enseñanza, no es una tarima de honor alfombrada, sino los leños verticales y horizontales, enttrecruzados, de la cruz, en el Monte Calvario. Las lecciones que se aprenden en esta divina cátedra no se pueden aprender en ninguna de las más prestigiosas cátedras humanas.

Jesús, Divino Maestro, nos enseña a nosotros, sus discípulos, desde la Cátedra Sagrada, la Cátedra de la Santa Cruz del Calvario: nos enseña con su Cabeza coronada de gruesas, dolorosas y filosas espinas, que laceran su cuero cabelludo llegando incluso a provocar lesiones en la calota craneal, provocando la salida abundante de Sangre, la Sangre Preciosísima del Cordero, derramada para la remisión de nuestros pecados, Sangre que luego corre abundante por su frente, sus ojos, su Santa Faz. Jesús es el Divino Maestro que nos enseña desde la Cátedra Sagrada de la Santa Cruz del Monte Calvario a nosotros, sus indignos discípulos y esas lecciones nos las da crucificado con gruesos clavos de hierro que atraviesan sus manos y sus pies, enseñándonos así a unir nuestros dolores, del orden que sea, a sus dolores en la Cruz, antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, con tal de conservar, acrecentar y aumentar la gracia santificante que nos configura con su Sagrado Corazón y ya desde la tierra nos anticipa la eternidad del Reino de los cielos.

Jesús desde la Sagrada Cátedra de la Cruz del Monte Calvario nos enseña que el sufrimiento, el abandono, la soledad, la tribulación, la amargura existencial, la humillación, el vacío aparente de todo, incluso hasta el abandono aparente de Dios -porque Dios no abandona nunca a nadie, solo puede dar la apariencia de abandono-, si se unen a sus sufrimientos en la Cruz, son fuente de santificación, de santidad, tanto personal, propia, para aquel que la sufre y la ofrece, como para sus seres queridos o para aquellos por los que ofrece los sufrimientos, siempre y cuando estén unidos a los sufrimientos de Cristo en la Cruz, porque Cristo en la Cruz santificó todos los sufrimientos, desde el más pequeño hasta el más grande; Él santificó el sufrimiento humano al haber sufrido todos y cada uno de todos los dolores de los hombres, de manera que no hay sufrimiento humano que Cristo no lo haya padecido y por eso nadie puede decir, sin faltar a la verdad, que su sufrimiento personal, no ha sido sufrido por Cristo en la Cruz y no solo sufrido, sino llevado por Cristo, aliviado por Cristo, sanado por Cristo y devuelto por Cristo en alegría, santidad y gracia. Quien sufre y se desespera en el sufrimiento, es porque no ha acudido a Cristo, sea porque no quiso acudir a Cristo, sea porque no sabía que debía acudir a Cristo, pero nadie, ningún ser humano en la tierra, puede decir que Cristo no ha aliviado, suprimido su dolor y convertido su dolor en santidad y alegría al haberlo Él, Cristo, sufrido en la Cruz. Como decimos, incluso hasta la aparente ausencia de Dios, que alguien puede experimentar en algún momento de crisis existencial en la vida, ha sido sufrido por Cristo, en el momento en el que Cristo exclama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, pero ni Dios abandonó a Cristo, ni Cristo abandona a ningún alma que se confía a Él, por eso jamás nadie puede decir que quien se confía a Cristo ha sido desamparada por Él.

Desde la Cruz, Jesús, Divino Maestro, enseña la Sabiduría Divina del sufrimiento, una sabiduría que no puede ser enseñada por ninguna mente humana ni angélica: Jesús enseña que todo dolor, del orden que sea, unido a sus dolores en la Cruz, y también unidos a los dolores morales y espirituales de la Virgen al pie de la Cruz, a la par de que se convierten en dolores salvíficos, es decir, adquieren valor redentor, se alivian, porque cuando los dolores humanos son ofrecidos a la Virgen y a Jesús en el Calvario, estos dolores son sufridos por Jesús y por la Virgen y así el ser humano se ve aliviado en su sufrimiento. Pero cuando el ser humano se obstina en su ceguera y no quiere cargar la cruz, no quiere ser discípulo de Jesús, y no quiere dar sus dolores a Jesús, entonces se queda solo con sus dolores, que ni adquieren valor redentor, ni tampoco experimentan un alivio; de ahí que no dé lo mismo el cargar la cruz y ser discípulo de Jesús, a no querer cargar la cruz y no querer ser discípulo de Jesús. Por el contrario, el cristiano que ofrece cualquier tipo de sufrimiento que pueda acontecerle en la vida diaria -moral, espiritual, físico, el sufrimiento por la pérdida de un ser querido; por una enfermedad-, cuando se ofrece a Cristo crucificado, se convierte misteriosamente en sufrimiento del mismo Cristo, y así el discípulo de Cristo no solo no reniega de la cruz, sino que participa con amor y con alegría de la cruz de Cristo y obtiene el don del Espíritu Santo que es donado por medio de la Santa Cruz.

          De esto vemos, por contraste, la tentación demoníaca, verdaderamente luciferina, de las sectas que rechazan el sufrimiento y que hacen, precisamente, del rechazo del sufrimiento, no solo su principal eslogan, sino también su estribillo para captar a católicos incautos e ignorantes de su propia religión y también para ganar adeptos y dinero, como por ejemplo, la secta que, basándose en la blasfemia de los sacerdotes judíos contra Jesús el Viernes Santo después de la Crucifixión le decían “Bájate de la cruz” (Mt 27, 40); basándose en esa blasfemia, las sectas modernas, desconociendo la riqueza santificante del dolor, santificado por Cristo en la Cruz, dicen: “Pare de sufrir”.

          Por último, Jesús, Divino Maestro, nos enseña la Sabiduría Divina desde la Cruz y nos ofrece la Cruz, pero no solo hace veinte siglos, en el Monte Calvario, sino en cada Santa Misa, al hacerse Presente, en Persona, con Santo Sacrificio del Calvario, renovado incruenta y sacramentalmente en el Altar Eucarístico. Por esto mismo, la Santa Misa es la oportunidad, no para pedirle a Cristo que nos quite la Cruz, ni mucho menos; no para pedirle que nos quite el sufrimiento que nos aqueja, ni mucho menos; porque tanto el sufrimiento, el dolor, la cruz, son regalos del Cielos para imitar y asemejarnos, por la gracia, al Hombre-Dios Jesucristo y por eso mismo, cometeríamos el más grande de los errores, el peor error de nuestras vidas, si pidiéramos que nos fuera quitado lo que nos configura a Cristo Crucificado. La Santa Misa es el momento para que, en la adoración y en la contemplación silenciosa del Sacrificio del Cordero de Dios en la Cruz, ofrezcamos nuestra propia, pobre y sencilla cruz al Hombre-Dios, que se hace Presente sobre el Altar Eucarístico, crucificado, entregando su Cuerpo en la Eucaristía y derramando su Sangre en el Cáliz, al igual que en el Monte Calvario. Y no puede faltar el elemento que conduce al alma a desear verdaderamente llevar la cruz de Jesús, para así ser verdaderamente su discípulo: según los santos de todos los tiempos, este elemento, este ingrediente, es el Amor a Cristo crucificado. De ahí la necesidad imperiosa de pedir la gracia de amar a Jesús crucificado por encima de todas las cosas, por encima de nuestra propia vida; solo así seremos capaces de llevar la cruz de cada día y seguir a Jesús camino del Calvario.