miércoles, 10 de septiembre de 2025

“Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”

 


(Domingo XXIV - TO - Ciclo C - 2025)

“Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido” (cfr. Lc 15, 1-32). Jesús utiliza la imagen de un pastor que deja a las ovejas seguras en el redil, para ir en busca de una que se extravió en el camino. La actitud del pastor se explica por el bien que representa la oveja, al menos en tiempos de Cristo: para un pastor, una oveja tiene mucho valor, de ahí la alegría del pastor al encontrar la oveja perdida: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”.

La escena que utiliza Jesús está tomada del mundo pastoril y está plena de significados simbólicos y alegóricos y así, cada elemento tiene, a su vez, un significado sobrenatural, celestial: por ejemplo, el Buen Pastor es Cristo, la oveja que se aparte del redil y se extravía es el alma, la perdición de la oveja es la desorientación del hombre y el destino de condenación irreversible del hombre al haberse alejado de Dios en los orígenes del tiempo debido al pecado original.

Si hacemos la traslación al plano espiritual, podemos ver que el mismo valor que el pastor da a su oveja perdida, lo da Dios Trino a cada una de las almas humanas que se han extraviado a causa del pecado. Puede suceder que, visto en apariencia y superficialmente, se vean muchos bienes materiales que aparentan valer más que un alma humana, pero en realidad, como dice Santo Tomás de Aquino, un alma humana vale más que todo el universo.

Y, sin embargo, no es ni el valor del alma humana ni el pecado, son los motivos por los cuales el Hijo de Dios, el Buen Pastor, se encarna y emprende su misterio pascual de muerte y resurrección para rescatar a la humanidad perdida.

Toda la humanidad está representada en esa oveja perdida, figura de la humanidad caída en pecado, pero no es el pecado de las almas del redil, de la Iglesia, lo que mueve a Cristo Dios a obrar el milagro de la misa, por el cual se hace Presente en medio de la asamblea en la cruz, como hace veinte siglos en el monte Calvario; lo que lleva a Cristo, Buen Pastor, a actualizar el milagro bajo los signos sacramentales, es el amor que tiene a su Esposa, la Iglesia, y no el pecado o el valor de los miembros de la Iglesia.

Si bien la remoción del pecado es la condición indispensable para la unión con Dios, no es esto lo que mueve a Cristo a prolongar su encarnación en la Eucaristía, sino el Amor divino del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo.

“Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”. El Amor de Dios por la humanidad se expresa en la alegría del reencuentro con el alma humana, reencuentro posibilitado por la búsqueda del Buen Pastor que no vacila en descender a los escarpados y peligrosos riscos de la historia humana para ser condenado injustamente, morir en cruz y dar su vida y su sangre por aquellos que ama. Jesús sabe que al descender desde la eternidad del seno del seno del Padre hasta la Encarnación en el tiempo en el seno de la Madre de Dios, arriesga su vida, porque será condenado injustamente a una muerte de cruz, pero su Amor Misericordioso por cada una de sus ovejas, los hombres extraviados por el pecado, es más fuerte que su temor a perder su vida terrena.

Los fariseos, al ver a Jesús acepta la invitación a almorzar en la casa de quienes eran considerados pecadores, critican a Jesús: “Este hombre recibe a publicanos y pecadores y come con ellos”. Es porque no se dan cuenta precisamente de esto, de que Jesús no está obligado a aceptar la invitación de los pecadores –no está obligado a sacrificarse por la humanidad- y que si lo hace, es por misericordia y amor infinitos.

Muchos católicos pensamos como los fariseos, que Jesús tenía obligación de encarnarse, que la misa es sólo un rito formal que Dios tiene obligación de hacer para que la gente de buena voluntad venga a rezar, sin detenernos a considerar que es una muestra del amor infinito de Cristo Dios, Buen Pastor y Pastor eterno, que no duda en ofrecer su cuerpo como Pan de Vida eterna y su sangre como Vino de la Alianza nueva y eterna que Dios nos ofrece a nosotros, los pecadores, como última tabla de salvación eterna y que si no la aceptamos, nos condenaremos irreversiblemente.

“Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”, murmuran los fariseos, criticando el don de la misericordia de Jesús para con los pecadores. La misma misericordia la continúa donando Jesús en su Iglesia, sólo que en vez de ser nosotros, los publicanos y pecadores, quienes invitamos a Jesús, es Jesús quien nos invita a su banquete celestial, en donde nos sirve el manjar de los últimos tiempos, la carne del Cordero, el Vino de la Alianza nueva y eterna, el Pan que da la vida eterna, no porque Él tenga ninguna obligación para con nosotros, sino porque nos ofrece el alimento de su substancia divina trinitaria, como alimento divino, no solo para que no perezcamos en el desierto de la vida, sino para que ingresemos en el redil del Reino de los cielos.

Antes de entrar por la comunión, Jesús Eucaristía nos dice desde el Apocalipsis: “He aquí que estoy a la puerta y llamo, si alguien me escucha y abre, entraré y cenaré con él, y él conmigo” (cfr. Ap 3, 20).

La puerta de la casa es el alma de aquel que recibe al Cordero del Apocalipsis, Jesús sacramentado. Si Jesús, Buen Pastor, entra en el alma por misericordia y amor, para donar el Espíritu Santo, el alma debe responder, en la comunión, con la donación de su vida, de su ser, de su amor, según lo de Santa Teresa: “Amor con amor se paga”.

 


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