viernes, 19 de septiembre de 2025

“No podéis servir a Dios y al dinero”


 

(Domingo XXV - TO - Ciclo C - 2025)

            “No podéis servir a Dios y al dinero” (cfr. Lc 16, 1-13). La advertencia de Jesús se dirige a todo hombre que por la naturaleza caída tiene tendencia a dejarse cautivar por el atractivo de las cosas creadas y de entre todas las cosas creadas, tal vez sea el oro, el dinero, el que más poder de fascinación ejerza sobre el corazón humano.

          La razón de la fascinación del dinero por parte del hombre es que el dinero es sinónimo de poder mundano, de felicidad terrena, de placeres y lujos terrenales, de riquezas abundantes, de ahí la tendencia del hombre de lograr su posesión, en muchos casos. como si fuera el único objetivo de la vida, como si fuera la única razón de existir.

          Precisamente Benedicto XVI en una homilía dominical dijo que “el dinero enceguece[1], pero no en un sentido material, como cuando el brillo del metal, por su intensidad, pudiera provocar daño en la retina del hombre, sino que enceguece, según Benedicto XVI, en sentido espiritual, porque el dinero brilla con un brillo propio, que encandila al hombre y lo fascina con un poder a veces sobrehumano. Y las consecuencias de este enceguecimiento no son neutrales para el hombre, porque el corazón del hombre no tiene capacidad para dos luces: o brilla la luz de Dios, Jesucristo, o brilla la luz del dinero, la luz del oro.

          Pero lo que sucede en el corazón del hombre es lo que sucede en el altar eucarístico: lo que se coloca allí, se coloca para ser adorado y es por eso que en el altar eucarístico solo puede ser colocada nada más que la Sagrada Eucaristía, porque solo la Eucaristía, que es Cristo Dios, merece ser adorada. De la misma manera, en el corazón del hombre, que es altar natural para la Eucaristía, solo hay lugar para uno de dos, o para la Eucaristía o para el dinero, de ahí que Jesús afirme que no se puede servir a dos señores, o se sirve a Dios, o se sirve al dinero: en el altar del corazón, o se adora a Dios, o se adora al dinero. El corazón del hombre es como el tabernáculo en donde el hombre coloca lo más precioso que tiene en su existencia, que es Jesús Eucaristía, según la frase de Jesucristo: “Donde esté tu tesoro, estará tu corazón”. Si en el tabernáculo del corazón está Jesús Eucaristía, adorará a Dios oculto en apariencia de pan; pero si en su corazón está el dinero o el oro, adorará a estos ídolos, dejando de lado a verdadero Dios.

          Esta sustitución sacrílega del Cordero de Dios por el becerro de oro, es decir, el reemplazo en el corazón, de Jesús Cordero por un ídolo en forma de becerro de oro puro, es lo que hace precisamente el Pueblo Elegido en su peregrinación por el desierto: cuando Moisés sube al Monte para adorar a Dios, el Pueblo Elegido desplaza de su corazón al Dios del Monte Sinaí y lo reemplaza por el becerro de oro, construido con manos humanas, cometiendo así el gravísimo sacrilegio de sustituir al Cordero de Dios por el becerro de oro. Es decir, el Pueblo Elegido elige, valga la redundancia, al dinero, al becerro de oro y se postra ante él, mientras que desplaza de su corazón al Dios verdadero, el Dios del Monte Sinaí.

Jesús, con su sacrificio en cruz, repara el sacrilegio del Pueblo Elegido, el sacrilegio de haber elegido y adorado al ídolo del becerro de oro; mientras el Pueblo Elegido adora e idolatra al becerro de oro Jesús, con su sacrificio en cruz, nos muestra cómo debemos entender, vivir y aplicar el mandato de “No servir a dos señores”.

            En la cruz, Jesús está despojado de todo, es pobre, con una pobreza extrema y total, a pesar de ser el Dueño y Creador del universo, y confía su alma, todo lo que tiene, a Dios: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús tiene, en su Sagrado Corazón, que es el Corazón del Hijo, a Dios Padre, al cual está unido por el Amor del Espíritu Santo. Jesús tiene en su Sagrado Corazón a Dios.

            También la Virgen María vive, junto a su Hijo, este mandato de Jesús de no servir a dos señores: junto a la cruz, la Madre de Dios no tiene, en su Inmaculado Corazón, solo al Corazón de su Hijo, sumado a todo el dolor del mundo, que oprime y aplasta al Corazón de la Madre.

            Por último, la Santa Madre Iglesia también vive el mandato de Jesús de no servir a dos señores: así como Moisés subió al monte Sinaí para adorar a Dios, postrándose frente a su gloria, mientras los israelitas adoraban al becerro de oro, así la Iglesia, en el Nuevo Monte Sinaí, que es el altar, se postra en adoración ante el Cordero de Dios, que se aparece en la gloria del sacramento eucarístico, porque la Iglesia tiene, en su corazón, el Corazón de la Iglesia, que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

         “No podéis servir a Dios y al dinero”. Ninguno de nosotros está exento de cometer el mismo pecado de idolatría hacia el becerro de oro que cometió el Pueblo Elegido; pidamos la gracia de que nunca jamás nos postremos ante el ídolo del dinero y también, si es la voluntad de Dios, de morir postrados ante Jesús Eucaristía.

 




[1] Cfr. Benedicto XVI, Homilía del domingo 23 de septiembre de 2007.

 

 

 


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