(Domingo XXV - TO - Ciclo C - 2025)
“No podéis servir a Dios y al dinero” (cfr. Lc 16,
1-13). La advertencia de Jesús se dirige a todo hombre que por la naturaleza
caída tiene tendencia a dejarse cautivar por el atractivo de las cosas creadas
y de entre todas las cosas creadas, tal vez sea el oro, el dinero, el que más
poder de fascinación ejerza sobre el corazón humano.
La razón de la
fascinación del dinero por parte del hombre es que el dinero es sinónimo de
poder mundano, de felicidad terrena, de placeres y lujos terrenales, de
riquezas abundantes, de ahí la tendencia del hombre de lograr su posesión, en
muchos casos. como si fuera el único objetivo de la vida, como si fuera la
única razón de existir.
Precisamente
Benedicto XVI en una homilía dominical dijo que “el dinero enceguece”[1], pero no en un
sentido material, como cuando el brillo del metal, por su intensidad, pudiera
provocar daño en la retina del hombre, sino que enceguece, según Benedicto XVI,
en sentido espiritual, porque el dinero brilla con un brillo propio, que
encandila al hombre y lo fascina con un poder a veces sobrehumano. Y las
consecuencias de este enceguecimiento no son neutrales para el hombre, porque
el corazón del hombre no tiene capacidad para dos luces: o brilla la luz de
Dios, Jesucristo, o brilla la luz del dinero, la luz del oro.
Pero lo que sucede
en el corazón del hombre es lo que sucede en el altar eucarístico: lo que se
coloca allí, se coloca para ser adorado y es por eso que en el altar
eucarístico solo puede ser colocada nada más que la Sagrada Eucaristía, porque
solo la Eucaristía, que es Cristo Dios, merece ser adorada. De la misma manera,
en el corazón del hombre, que es altar natural para la Eucaristía, solo hay
lugar para uno de dos, o para la Eucaristía o para el dinero, de ahí que Jesús
afirme que no se puede servir a dos señores, o se sirve a Dios, o se sirve al
dinero: en el altar del corazón, o se adora a Dios, o se adora al dinero. El
corazón del hombre es como el tabernáculo en donde el hombre coloca lo más
precioso que tiene en su existencia, que es Jesús Eucaristía, según la frase de
Jesucristo: “Donde esté tu tesoro, estará tu corazón”. Si en el tabernáculo del
corazón está Jesús Eucaristía, adorará a Dios oculto en apariencia de pan; pero
si en su corazón está el dinero o el oro, adorará a estos ídolos, dejando de
lado a verdadero Dios.
Esta sustitución
sacrílega del Cordero de Dios por el becerro de oro, es decir, el reemplazo en
el corazón, de Jesús Cordero por un ídolo en forma de becerro de oro puro, es
lo que hace precisamente el Pueblo Elegido en su peregrinación por el desierto:
cuando Moisés sube al Monte para adorar a Dios, el Pueblo Elegido desplaza de
su corazón al Dios del Monte Sinaí y lo reemplaza por el becerro de oro,
construido con manos humanas, cometiendo así el gravísimo sacrilegio de sustituir
al Cordero de Dios por el becerro de oro. Es decir, el Pueblo Elegido elige,
valga la redundancia, al dinero, al becerro de oro y se postra ante él, mientras
que desplaza de su corazón al Dios verdadero, el Dios del Monte Sinaí.
Jesús, con su sacrificio en cruz, repara el sacrilegio
del Pueblo Elegido, el sacrilegio de haber elegido y adorado al ídolo del
becerro de oro; mientras el Pueblo Elegido adora e idolatra al becerro de oro
Jesús, con su sacrificio en cruz, nos muestra cómo debemos entender, vivir y
aplicar el mandato de “No servir a dos señores”.
En la
cruz, Jesús está despojado de todo, es pobre, con una pobreza extrema y total,
a pesar de ser el Dueño y Creador del universo, y confía su alma, todo lo que
tiene, a Dios: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús tiene, en su
Sagrado Corazón, que es el Corazón del Hijo, a Dios Padre, al cual está unido
por el Amor del Espíritu Santo. Jesús tiene en su Sagrado Corazón a Dios.
También
la Virgen María vive, junto a su Hijo, este mandato de Jesús de no servir a dos
señores: junto a la cruz, la Madre de Dios no tiene, en su Inmaculado Corazón,
solo al Corazón de su Hijo, sumado a todo el dolor del mundo, que oprime y
aplasta al Corazón de la Madre.
Por
último, la Santa Madre Iglesia también vive el mandato de Jesús de no servir a
dos señores: así como Moisés subió al monte Sinaí para adorar a Dios,
postrándose frente a su gloria, mientras los israelitas adoraban al becerro de
oro, así la Iglesia, en el Nuevo Monte Sinaí, que es el altar, se postra en
adoración ante el Cordero de Dios, que se aparece en la gloria del sacramento
eucarístico, porque la Iglesia tiene, en su corazón, el Corazón de la Iglesia,
que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
“No podéis servir a Dios y al dinero”. Ninguno de nosotros está exento de
cometer el mismo pecado de idolatría hacia el becerro de oro que cometió el
Pueblo Elegido; pidamos la gracia de que nunca jamás nos postremos ante el
ídolo del dinero y también, si es la voluntad de Dios, de morir postrados ante
Jesús Eucaristía.
[1] Cfr. Benedicto XVI, Homilía del
domingo 23 de septiembre de 2007.
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