(Domingo
X - TO - Ciclo C – 2016)
“¡Muchacho, a ti te digo, levántate!” (Lc 1, 11-17). Jesús resucita un muerto, lo cual demuestra que Él es
Dios en Persona, tal como lo declara, porque sólo Dios puede hacer un milagro
de esta magnitud. Sólo Dios, que es el Creador del alma y del cuerpo, y por lo
tanto es su Dueño y Señor, puede ordenar al alma, que por la muerte se ha
separado del cuerpo, que vuelva a unirse con el cuerpo para insuflarle vida nuevamente,
tal como la tenía antes de su separación; sólo Dios, el Creador de la materia y
por lo tanto del cuerpo del hombre, puede hacer, con su omnipotencia, que el
cuerpo, que ya ha comenzado el proceso de descomposición orgánica propia de la
muerte y que lo convierte, de cuerpo vivo en cuerpo muerto, cadavérico, se
retrotraiga en los fenómenos característicos de la muerte –rigidez, frialdad,
descomposición orgánica-, para regresar al estado previo a la separación del
alma. El milagro es una prueba contundente y evidente de la veracidad de las
palabras de Jesús: Él afirma ser Dios Hijo en Persona; hace milagros que sólo Dios
en Persona puede hacer; luego, Él es Quien dice ser, Dios Hijo en Persona,
igual en naturaleza, dignidad y majestad, que Dios Padre. Jesús obra estos
milagros movido por el Amor infinito y misericordioso de su Sagrado Corazón,
que se compadece de nuestro dolor, pero al mismo tiempo es su deseo de que, si
alguien no cree que Él sea Dios en Persona por sus palabras, lo crea siquiera
por “sus obras”, esto es, sus milagros: “Si no hago las obras de mi Padre, no
me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras, y
así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 31-42). En otras palabras, Jesús
les dice: “Si no me creen lo que les digo, de que Yo Soy Dios Hijo en Persona,
créanme al menos por los milagros, y así sabrán que Yo Soy Dios como mi Padre,
que es Dios”.
Ahora bien, si un milagro como el de resucitar un muerto es
una prueba contundente para creer y afirmar la divinidad de Jesús, hay otro milagro,
mucho más grande que el resucitar un muerto, realizado por la Iglesia, en la Santa
Misa, por medio del sacerdote ministerial, y que sirve para creer que la
Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, es la única Iglesia verdadera, y
este milagro es el milagro de la transubstanciación, es decir, la conversión de
las substancias inertes, inanimadas, sin vida, del pan y del vino, en las
substancias gloriosas del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la Eucaristía. Si Jesús
en el Evangelio hace un milagro asombroso, el dar la vida a un cuerpo inerte, sin
vida, por el cual el cuerpo vuelve a la vida que tenía antes y así prueba que
Él es Dios Hijo en Persona, la Santa Iglesia Católica, en la Santa Misa, hace
un milagro infinitamente más grande y prodigioso, el convertir la substancia
inerte, sin vida, de las ofrendas del pan y del vino, para convertirlas en las
substancias vivas y gloriosas de su Cuerpo, su Sangre, su Alma y Divinidad.
“¡Muchacho,
a ti te digo, levántate!”. Jesús realiza este milagro para demostrar su
divinidad y para aliviar el dolor de la viuda de Naím, cuyo hijo único había
muerto, concediéndole algo que ni siquiera se había imaginado, que su hijo
vuelva a vivir, luego de haber estado muerto. Del mismo modo, si la Iglesia obra,
por el sacerdocio ministerial, un milagro como el de la conversión del pan y
del vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, un milagro que ni los
ángeles del cielo, con sus poderosas inteligencias angelicales podrían siquiera
haber imaginado alguna vez, y lo hace no solo para aliviarnos el dolor de las
tribulaciones de la vida presente, sino para, ante todo, concedernos el Amor
infinito y Eterno que envuelve con sus llamas su Sagrado Corazón. Si nos
asombra el milagro de la resurrección de un
muerto, mucho más debe asombrarnos el milagro de la Eucaristía, ocurrido
cada vez, en la Santa Misa, milagro por el cual Jesús nos revela las
profundidades insondables de su Amor misericordioso por todos y cada uno de
nosotros. Si la viuda de Naím se alegró porque su hijo fue vuelto a la vida, siendo
así destinataria privilegiada del Amor de Dios, cuánto más debemos entonces
alegrarnos nosotros por la Eucaristía, por el cual el Hijo de Dios nos da la
Vida eterna y su Divino Amor.
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