(Domingo
XXVI - TO - Ciclo C – 2016)
“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (cfr.
Lc 16, 19-31). Jesús narra la
parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, sus vidas y sus destinos eternos:
el rico se condena en el infierno, el pobre se salva y va al cielo. Para no
caer en interpretaciones apresuradas y superficiales, que condenen al rico por
su riqueza y justifiquen al pobre por su pobreza, hay que tener en cuenta cuál
es el sentido espiritual de la parábola, para comprender qué es lo que condena
al rico, que no es su riqueza, y qué es lo que salva al pobre, que no es su
pobreza. Es necesario hacer esta aclaración, porque existen interpretaciones de
este pasaje que, haciendo hincapié en lo que es secundario –riqueza y pobreza
de los protagonistas de la parábola-, interpretan el pasaje en un sentido
contrario al Evangelio, considerando sólo los aspectos meramente materiales. En
estas fallidas interpretaciones, el rico es considerado “malo” solo por el
hecho de ser rico, siendo así la causa de su condenación la sola posesión de
bienes materiales; a su vez, el pobre es considerado “bueno” por el solo hecho
de ser pobre, siendo la pobreza la causa de su salvación. Sin embargo, hacer
esta interpretación es, por un lado, simplista y falso y, por otro lado, ajena
al Evangelio y a su espíritu. Como decíamos antes, ni la riqueza en sí misma es
la causa de la condenación del rico Epulón, ni la pobreza es la causa de la
salvación del pobre Lázaro. Con respecto a Epulón, baste decir que, en el
Evangelio, hay quienes eran considerados ricos, como Zaqueo, o también José de
Arimateo, el fariseo discípulo de Jesús y dueño del sepulcro donde fue
depositado el Cuerpo de Nuestro Señor. También en la Iglesia hay numerosos
santos, como por ejemplo el joven Pier Giorgio Frassatti, que siendo hijo de
uno de los hombres más ricos de Italia, nunca renunció a su fortuna, aunque
vivía pobremente porque todo lo que tenía lo daba como limosna, o el caso de
Santa Isabel de Hungría, que era reina y dueña de una inmensa fortuna, pero
todo lo que era suyo lo donó para construir hospitales, escuelas y albergues. Y
al contrario, hay ejemplos de pobres, como Judas Iscariote, que tienen corazón
de avaro. Como vemos, entonces, no es la riqueza en sí misma la que condena,
como tampoco es la pobreza en sí misma lo que salva.
Lo que salva o condena, es el modo de usar los bienes que se
poseen y el estado del corazón en relación a Dios y al prójimo, que es lo que
nos enseña la parábola: Epulón se condena porque en su corazón no hay amor ni a
Dios, ni al prójimo; si hubiera tenido amor a Dios, se habría desprendido de
algo de sus bienes materiales para socorrer a Lázaro que, en cuanto prójimo y
en cuanto sufriente, es imagen viviente de Dios Hijo encarnado y crucificado. Puesto
que no tiene amor ni a Dios ni a su imagen viviente, que es el prójimo, en su
corazón sólo hay amor de sí mismo, de sus propios placeres y comodidades, lo
cual lo pone, de modo inmediato, bajo el dominio del Príncipe de las tinieblas,
y esa es la causa de su condenación. En otras palabras, Epulón se condena no
por poseer riquezas, sino por no poseer amor en su corazón y por tener su
corazón en las riquezas, cumpliéndose así lo que dice Jesús: “Donde esté tu tesoro,
ahí estará tu corazón” (Mt 6, 21).
A
su vez, Lázaro no se salva por la pobreza en sí misma, sino por amar a Dios y a
su prójimo, demostrando el amor a Dios en la mansedumbre, paciencia y humildad
con la que vive las tribulaciones permitidas por Dios para su santificación –la
enfermedad, la pobreza, la soledad-, y demostrando su amor al prójimo –en este
caso, Lázaro-, sin demostrarle enojo, encono ni nada parecido, por el hecho de
ser Lázaro rico y él pobre y por el hecho de comportarse egoístamente con él. Es
decir, Lázaro se salva porque ama a Dios y al prójimo, y no porque es pobre, o
sea, no se salva por la pobreza en sí misma, sino por el amor a Dios y al
prójimo que contiene su corazón.
“Un
hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. Todos somos, en cierta
medida, Epulón, en el sentido de que todos tenemos riquezas –sean materiales o
espirituales- para dar y compartir con nuestros prójimos más necesitados; todos
debemos ser Lázaro, porque todos debemos amar a Dios y al prójimo, si queremos
salvar nuestras almas. Desprendernos de nuestros bienes materiales en favor de nuestros prójimos,
enriquecernos con el tesoro más grande que tiene la Iglesia, la Eucaristía, es
la enseñanza de esta parábola de Jesús.
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