(Domingo
XXVI - TO - Ciclo C – 2013)
“Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males;
ahora él encuentra consuelo y tú, el tormento” (Lc 16, 19-31). El Evangelio de hoy derriba el mito de la “teología
de la prosperidad” utilizado por las sectas protestantes: por un lado, los
bienes materiales en esta vida no son un indicativo de la bendición divina, tal
como lo sostiene falsamente esta “teología”; por otro lado, la pobreza no es indicativo
de maldición divina, como también lo sostiene falsamente esta teología.
En la parábola, Abraham le contesta a Epulón -cuando este le
pide que Lázaro moje aunque sea un dedo en agua para refrescar su lengua- que
él “ya ha recibido sus bienes en vida”, por lo que ahora la Justicia Divina no
le debe nada, ni siquiera una gota de agua. Ahora bien, Epulón sufre hambre y
sed, además de todos los otros tormentos del infierno, pero no porque haya
recibido estos bienes, sino porque no los supo administrar de manera tal que
esos mismos bienes le granjearan la entrada en el cielo. En otras palabras, la
condena de Epulón en el infierno no se debe a que haya sido rico, sino a su
egoísmo, porque como dice el Evangelio, “vestía de púrpura” y “hacía banquetes todos
los días”, pero no se preocupaba por compartir ese banquete con Lázaro, que no
estaba lejos suyo, sino “en la puerta de su casa”. Para salvarse, no era
necesario que Epulón renunciara a todos sus bienes y comenzara a vivir como
mendigo: lo único que debía hacer era compartir esos bienes con Lázaro y
atenderlo en sus necesidades. Sin embargo, Epulón se olvida de Lázaro, o si se
acuerda de él lo desprecia, y utiliza su riqueza en provecho propio,
egoístamente, y es esto lo que lo lleva a la muerte eterna. Si hubiera
compartido de su comida y de su ropa con Lázaro, muy distinta habría sido su
suerte, pero como no lo hizo, el día de su muerte escuchó las palabras del
Terrible Juez: “Apártate, de Mí, maldito, al fuego eterno, porque estuve enfermo,
con hambre, con sed, y no me socorriste. Toda vez que no lo hiciste con Lázaro,
Conmigo no lo hiciste”.
Lázaro,
por su parte, recibe “males” en esta vida terrena, como lo dice Abraham, y esos
males consisten en un estado de miseria material –no tiene para comer-, acompañado
de la tribulación de la enfermedad –su cuerpo llagado es lamido por los perros-
y también de la soledad, porque evidentemente, no tiene familiares que lo
socorran. Contrariamente a lo que sostendría la falsa “teología de la
prosperidad”, estos “males” terrenos no son muestra de maldición divina; por el
contrario, puesto que en la otra vida Lázaro recibe sólo bienes, estos “males”
terrenos pueden considerarse, con toda razón, una bendición del cielo. Sin
embargo, al igual que los bienes materiales no son malos por sí mismos, sino
que se convierten en males cuando son utilizados egoístamente, así también los “males”
terrenos, como la miseria y la enfermedad, no son buenos en sí mismos, sino que
se convierten en buenos cuando son aceptados con amor, paciencia y humildad,
tal como lo hizo Lázaro.
En
otras palabras, Lázaro se salva, pero no por la miseria, la pobreza y la
tribulación en sí mismas, sino por haber comprendido que eran una prueba
divina, que quería despojarlo para concederle luego bienes en el cielo, y por
no solo no haber renegado de Dios, sino por haberlo amado a pesar de no haber tenido,
en toda su vida terrena, al menos un pequeño consuelo. Esto es lo que el
cristiano debe hacer cuando recibe la tribulación como prueba: no solo no
quejarse contra Dios, sino agradecerle y amarlo todavía más, porque significa
que Jesús lo está haciendo participar de su Cruz, que es suma tribulación, pero
para concederle las más altas cumbres del cielo en la otra vida, en la vida
eterna.
“Has
recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra consuelo
y tú, el tormento”. Ni Epulón se condena por ser rico, ni Lázaro se salva por
ser pobre: el destino eterno de uno y otro se definen por su relación con el
prójimo y con Dios, puesto que Epulón se condenó por no ser misericordioso con
su prójimo, habiendo recibido abundantes bienes materiales en esta vida, y
Lázaro se salvó por no solo no haber renegado de la Voluntad divina en toda su
vida de miseria, tribulación y enfermedad, sino por haberse mantenido fiel en
el Amor a Dios aún en medio de la prueba. También para nosotros, los
cristianos, nuestro destino eterno se juega en la relación con nuestro prójimo –según
cómo sea nuestro trato, misericordioso o no, así será nuestra eternidad- y en
el Amor a Cristo Dios en medio de la tribulación –si renegamos de la Cruz, no
nos salvaremos; si no renegamos de la Cruz, gozaremos en el cielo de la
felicidad eterna-.
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