He venido a dar la plenitud de la ley,
la vida de la gracia
“No he venido a abolir. He venido a dar la plenitud de la ley, la gracia” (cfr. Mt 5, 17-19). Frente a quienes lo acusan a Jesús de quebrantar la ley de Moisés Jesús les aclara que “no ha venido a abolir la ley, sino a dar cumplimiento”.
La Ley Antigua era sólo figura de la Nueva Ley, la ley de la gracia, la cual actúa en el interior del hombre, en lo más profundo de su ser. La Antigua Ley se limitaba a señalar la falta, el pecado, la transgresión, pero era incapaz de reparar y de sanar el interior del hombre, y es esto lo que hace precisamente la Nueva Ley, la ley de la gracia.
La gracia, donada por Cristo desde la cruz, desde su Corazón traspasado, obra en el interior del hombre, no solamente borrando el pecado y sanando las heridas y las secuelas que el pecado deja en el espíritu, sino también, y principalmente, donando al hombre un principio nuevo de ser y de obrar, la vida divina. A partir de Cristo y de la Ley Nueva, el hombre, que recibe como don divino la gracia, es decir, la participación en la vida divina, no se guía más por el principio natural de ser, de vida y de obrar, sino por el principio sobrenatural transmitido y comunicado por la gracia, que es la participación en la vida divina.
Antes, la Ley Antigua se limitaba a observar lo malo, y a dar normas de comportamiento que regulaban la conducta externa, pero que de ninguna manera tocaban el núcleo metafísico más profundo del hombre, su acto de ser, su actus essendi. A partir de Cristo, que dona su gracia, el interior más profundo y oculto del hombre, su acto de ser -es decir, aquella perfección que actualiza su esencia, que lo hace ser-, es tocado por la gracia, es modificado por esta, convirtiéndolo en una nueva creación, en un nuevo ser, porque ya no es más una simple criatura, sino un hijo de Dios por adopción. Cristo comunica de su filiación divina al hombre, y por eso éste ya no es más una simple criatura a partir del bautismo, sino un real y verdadero hijo de Dios, que participa de la vida de Dios Uno y Trino. Esto quiere decir que por la gracia, el hombre pasa a inhabitar en la Trinidad, y la Trinidad pasa a inhabitar en el hombre, recibiendo el hombre la comunicación más íntima de lo más íntimo de la divinidad, comunicación que es vida divina en su plenitud, y que por la gracia, que lo hace partícipe, se convierte en su principio vital.
Es como cuando se injerta un ramo prácticamente seco al tronco de la vid, pasando este a recibir toda la linfa vital de la vid, que lo hace revivir con una linfa nueva.
“No he venido a abolir. He venido a dar la plenitud de la ley, la gracia”. Esto explica la heroicidad de las virtudes de los santos, realizadas en la comunión de vida y amor con la Trinidad; esto explica la valentía de los mártires, quienes enfrentan la muerte no con temor, sino con alegría, porque al morir sus vidas serán glorificadas con la plenitud de la gloria, gloria que llevan en germen en sus corazones por la gracia.
La plenitud de la Ley Nueva de la gracia hace que el testimonio de Dios sea mucho más difícil para el cristiano, que lo que era para el israelita con la Antigua Ley: el sólo hecho de enojarse con el prójimo, merece ya la condena en el infierno; la sola mirada impura consentida, se convierte en pecado mortal; el sólo hecho de no perdonar al prójimo, cierra para siempre las puertas del cielo.
Pero la plenitud es también plenitud en sentido positivo: si en la Ley Antigua la sangre de machos cabríos no podía perdonar los pecados, en la Ley Nueva, la sangre del Cordero de Dios quita los pecados, y no solo esto, sino que concede la vida nueva de la gracia, la participación en la vida divina de Dios Uno y Trino, y es en esta participación en la vida de la Trinidad, por la fe y por la gracia en esta vida, y por la unión beatífica en la otra, en lo que consiste la majestuosa grandiosidad de la Ley Nueva.
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