“¿Qué
llegará a ser este niño?” (Lc 1,
57-66). Los hechos extraordinarios que rodean el nacimiento de Juan el Bautista
–el Arcángel Gabriel se le aparece a su padre, Zacarías; su misma concepción es
un hecho milagroso, debido a la edad avanzada de sus padres; la recuperación
del habla por parte de Zacarías, al momento de nacer el Bautista-, hacen
percibir a sus familiares y al pueblo todo que “la mano del Señor estaba en él”,
y por eso se hacen esta pregunta: “¿Qué llegará a ser este niño?”.
Y
efectivamente, años después, el niño Juan el Bautista, ya convertido en hombre,
será llamado por Jesús “el más grande nacido de mujer” (cfr. Lc 7, 28) y las señales de
bienaventuranza que se habían cernido alrededor de su nacimiento, se
cristalizan y manifiestan de manera concreta en su misión, la misión más
importante jamás encomendada a hombre alguno en la tierra, hasta ese momento:
señalar la Llegada inminente del Mesías, del Hombre-Dios, a quien sólo él,
porque estaba iluminado por el Espíritu Santo, conocía. Nadie más que el
Bautista conocía al Mesías, que estaba ya en medio de los hombres, pero
mientras para los demás Jesús era solo “el hijo del carpintero” (Mt 13, 55), uno más del
pueblo, “que ha crecido entre nosotros” (cfr. Mt 6, 3), para el Bautista, iluminado e
ilustrado por el Espíritu Santo, Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el
Cordero de Dios, que ha venido a este mundo para cargar sobres sus espaldas los
pecados de todos los hombres, llevarlos sobre sus espaldas, lavarlos con su Sangre
derramada en la cruz, y dar así cumplimiento al plan de salvación del Padre
para toda la humanidad. Esta es la razón por la cual el Bautista, al ver pasar
a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita los pecados
del mundo” (Jn 1, 29). Luego, el Bautista sellará con el martirio (cfr. Mt 14, 1-12) este privilegio de
anunciar al mundo que Jesús no es un hombre cualquiera, sino Dios Hijo
encarnado, venido en carne para salvar a los hombres, para quitar sus pecados y
concederles la filiación divina al precio del derramamiento de su Sangre en la
cruz.
Juan el Bautista muere martirialmente en testimonio de la Verdad de Jesucristo como Hombre-Dios y como Cordero de Dios y de esa manera imita a Jesucristo que en la cruz es el Rey de los mártires, pero más que imitarlo, es el mismo Jesús quien lo hace partícipe de su muerte cruenta y martirial. La muerte cruenta del Bautista es la coronación de su vida ofrendada como un don al Cordero y en virtud de este testimonio y como glorioso corolario de las señales recibidas antes de su nacimiento, el Bautista reina ahora, junto al Cordero “como degollado” (Ap 5, 6), por los siglos sin fin.
Juan el Bautista muere martirialmente en testimonio de la Verdad de Jesucristo como Hombre-Dios y como Cordero de Dios y de esa manera imita a Jesucristo que en la cruz es el Rey de los mártires, pero más que imitarlo, es el mismo Jesús quien lo hace partícipe de su muerte cruenta y martirial. La muerte cruenta del Bautista es la coronación de su vida ofrendada como un don al Cordero y en virtud de este testimonio y como glorioso corolario de las señales recibidas antes de su nacimiento, el Bautista reina ahora, junto al Cordero “como degollado” (Ap 5, 6), por los siglos sin fin.
“¿Qué
llegará a ser este niño?”. Puesto que todo cristiano está llamado a imitar al
Bautista, de todo cristiano debería también decirse lo mismo, el día de su
bautismo, pero no para obtener una respuesta mundana, es decir, no para
escuchar decir: “este niño será grande al estilo mundano, porque tendrá títulos
y honores mundanos”. De todo cristiano se debe hacer esta pregunta, porque al
igual que el Bautista, su nacimiento por la gracia, el día del bautismo,
también está signado por señales sobrenaturales; no por apariciones de
arcángeles, ni por signos sensibles, ni cosas por el estilo, sino por la
llegada de la gracia santificante al alma, que le quita el pecado original, la
sustrae del poder del Príncipe de este mundo, el Ángel caído, le concede la
filiación divina y convierte su cuerpo y su alma en templo y morada de la
Santísima Trinidad, de manera tal que el cristiano, en el momento de su
bautismo, es alguien más grande todavía que el Bautista, y llamado a una misión
todavía mayor, que es la de señalar a Jesús en la Eucaristía para proclamar su
Presencia real, porque mientras el mundo ve en la Eucaristía solo un poco de
pan bendecido, el cristiano, iluminado por el Espíritu Santo, debe decir, repitiendo
las palabras del Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo”. Y, al igual que el Bautista, debe estar dispuesto a dar la vida por
esta Verdad y por el anuncio de esta Verdad al mundo. A esta gran misión está
llamado todo cristiano que se bautiza. Esta es la razón por la cual, cuando alguien pregunte, al ver
bautizar a un niño: “¿Qué llegará a ser este niño?”, la respuesta debe ser: “Será el que
proclame con su vida y con su sangre que Jesús en la Eucaristía es el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo”.
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