La
Iglesia celebra la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, pero el Rey al
cual celebra la Iglesia, es un Rey particular, porque este Rey no es un hombre cualquiera, sino el Hombre-Dios, la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, y no reina desde
un mullido sillón, ni reina tampoco cómodamente sentado, coronado con una
corona de oro y sosteniendo en sus manos un cetro de ébano.
Nuestro
Rey reina desde el madero ensangrentado de la cruz y a su lado, erguida, se
encuentra la Reina de los Dolores, la Virgen María.
Nuestro
Rey no lleva una corona bordada con terciopelo y adornada con gemas, rubíes, diamantes y perlas; no tiene una corona formada por un círculo de oro engarzada con diamantes y rubíes de gran tamaño; Nuestro Rey lleva una corona de gruesas, duras y filosas espinas, que
taladran y perforan su cuero cabelludo, desgarrándolo, lacerándolo y
provocándole numerosas y dolorosísimas heridas, que a la par que llegan hasta
el hueso del cráneo, le provocan tal profusión de su Sangre preciosísima, que
esta Sangre se derrama, como un torrente preciosísimo, pero incontenible, desde
su Sagrada Cabeza, hacia abajo, bañando toda su Santa Faz, sus ojos, su nariz,
sus pómulos, su boca, sus oídos, cayendo por su barbilla hasta el pecho, como
anticipando la herida que habrá de abrirse más tarde, cuando el soldado romano
traspase su Costado y por él fluyan la Sangre y el Agua de su Sagrado Corazón, dando paso al abismo de su Divina Misericordia.
Nuestro Rey permite que las espinas, duras y filosas de su corona, traspasen el
cuero cabelludo de su Cabeza, para que su Sangre bañe su Santa Faz, para que nuestros malos pensamientos, nuestros pensamientos de ira, de venganza, de pereza, de lujuria, y de toda clase de cosas malas, sean purificados y santificados; permite que su
Sangre bañe sus santísimos ojos, para que nuestras miradas sean puras y
cristalinas, y se aparten de las cosas impuras; permite que su Sangre bañe sus
pómulos y su nariz, para que nuestro olfato y nuestro tacto, se aparten de lo
impuro y lo pecaminoso; permite que su Sangre bañe sus oídos, para que nuestros
oídos, no escuchen nada que los aparte del Reino de Dios.
Nuestro
Rey, no reina cómodamente sentado en un mullido sillón; Nuestro Rey, reina
desde el madero ensangrentado de la cruz, y no reina con un cetro sostenido
entre sus manos: reina con sus manos traspasadas con gruesos clavos de hierro,
que perforan sus nervios, produciéndole agudísimos, lancinantes y quemantes
dolores. Nuestro Rey, reina con su mano derecha clavada en la cruz, para expiar
por nuestros pecados cometidos con las manos, las manos que Dios nos dio para
elevarlas en bien de nuestros hermanos, pero que nosotros las elevamos para
hacer el mal a nuestros hermanos; las manos con las que esclavizamos,
torturamos, vejamos, agredimos, asesinamos, mutilamos, golpeamos; las que cerramos al
bien a nuestros hermanos, porque no obramos las obras de misericordia que nos pide Jesús para poder entrar al cielo (cfr. Mt 31-46); las manos con las que agredimos, mutilamos y asesinamos a
nuestros prójimos en el vientre de sus madres, por el aborto; en las camas de
los moribundos, por la eutanasia; en los campos y en las ciudades a los inocentes, por las
bombas criminales, en las guerras injustas; y todo eso lo hacemos con nuestras
manos, las mismas manos que Dios nos dio para obrar el bien; son las manos que
levantamos para cometer toda clase de crímenes y de pecados; las manos con las
que, en vez de obrar las obras de misericordia, obramos el mal en todas sus
formas; las manos con las que pecamos, en vez de obrar el bien. Por eso Nuestro
Rey, está crucificado y con su mano derecha clavada al madero, con un grueso y
frío clavo de hierro, que le atraviesa el nervio mediano y le provoca un dolor
lacerante, agudísimo, quemante, porque de esa manera, expía todos nuestros
pecados, cometidos por nosotros, con nuestras manos, para que la Ira Divina no
se descargue sobre nosotros y nuestras manos, utilizadas para el mal y no para
el bien.
Nuestro
Rey, no reina cómodamente sentado en un mullido sillón; Nuestro Rey, reina
desde el madero ensangrentado de la cruz, y no reina con un cetro de ébano
entre sus manos, sino con un grueso clavo de hierro, frío y lacerante, que le
perfora y le atraviesa el nervio mediano de su mano izquierda, y de esa manera,
expía los pecados de idolatría, cometidos con nuestras manos. Dios hizo
nuestras manos, para que las eleváramos en adoración hacia Él, que es Uno y
Trino, y que se encarnó en la Persona del Hijo, por obra del Espíritu Santo, en
el seno purísimo de María Virgen, por Voluntad de Dios Padre, y continúa y
prolonga su Encarnación en la Eucaristía, desde donde irradia su gracia a quien
se le acerca con un corazón contrito y humillado. Sin embargo, la inmensa
mayoría de los cristianos, se postra ante los ídolos del mundo, cometiendo
horribles pecados de idolatría y de apostasía; se postran ante ídolos como el
Gauchito Gil, la Difunta Correa, la Santa Muerte, y todos los ídolos
abominables de la Nueva Era o New Age o Conspiración de Acuario; se postran
ante los ídolos del fútbol, del espectáculo, del cine, de la música, del hedonismo, o ante
cualquier ídolo mundano, en vez de postrarse ante el Único Dios verdadero,
Cristo Jesús, Presente en la Eucaristía. Por eso, Nuestro Rey, reina desde el
madero, para expiar por los pecados de idolatría y de apostasía.
Nuestro
Rey reina desde el madero ensangrentado de la cruz, no reina sentado en un
sillón cómodo y mullido, y no lo puede hacer, porque sus pies están clavados a
la cruz, fijos al leño ensangrentado de la cruz, por un grueso, duro y frío
clavo de hierro, que le provoca agudos dolores, al tiempo que le hace brotar
ríos de su roja y Preciosísima Sangre, y lo hace para expiar nuestros pasos
dados en dirección al pecado, en dirección al abismo de perdición, y en
dirección contraria a la Casa del Padre. Dios nos creó con los pies, para que
dirigiéramos nuestros pasos en la tierra, a la Casa del Padre, que en la tierra
es la Iglesia, pero en vez de hacerlo, dirigimos nuestros pasos en dirección
opuesta, en dirección al pecado, y por ese motivo, Nuestro Rey está con sus
Sagrados Pies crucificados, para expiar por todas las veces en las que
preferimos encaminarnos en la dirección opuesta a la salvación, para dirigirnos
a las tinieblas y a la perdición.
A
este Rey Nuestro, el Hombre-Dios, que por salvarnos y llevarnos al cielo, reina desde el leño de la cruz, arrodillados y con el corazón contrito y humillado, le besamos sus pies ensangrentados y, por medio del Inmaculado Corazón de María,
le entregamos nuestros corazones, y mientras hacemos el propósito de dar la vida
antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, le decimos: “Te
adoramos, oh Cristo, Hombre-Dios, Rey del Universo, que reinas desde el madero ensangrentado
de la Cruz, y te bendecimos y te glorificamos y te damos gracias, porque por tu
Santa Cruz, redimiste al mundo”.
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