(Ciclo
A - 2017)
“Cuando
el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles” (cfr. Mt 25, 31-46). Este domingo, 26 de
noviembre, la Iglesia celebra la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del
Universo, instituida por el Papa Pío XI durante el Año Santo de 1925 mediante la encíclica Quas Primas[1]. El
Papa Pío recuerda no solo a los creyentes, sino a todas las naciones, que el
culto y el discipulado de Cristo no es solo un asunto privado: “Las naciones
recordarán por la celebración anual de esta fiesta que no solo los individuos
sino también los gobernantes y príncipes están obligados a dar honor y
obediencia pública a Cristo. Llamará a sus mentes el pensamiento del último
juicio, en el que Cristo, que ha sido expulsado de la vida pública,
despreciado, descuidado e ignorado, vengará estos insultos de la forma más
severa; porque su dignidad real exige que el Estado tenga en cuenta los
mandamientos de Dios y de los principios cristianos, tanto al hacer leyes como
al administrar justicia, y también al proporcionar a los jóvenes una educación
moral sólida”[2].
Además, el Papa Pío llama a los fieles a poner a Cristo en el corazón y el alma
de sus vidas: “Los fieles, además, al meditar en estas verdades, obtendrán
mucha fuerza y valor, lo que les permitirá formar sus vidas según el
verdadero ideal cristiano. Si a Cristo nuestro Señor se le da todo el poder en
el cielo y en la tierra; si todos los hombres, comprados por su preciosa
sangre, son por un nuevo derecho sujeto a su dominio; si este poder abarca a
todos los hombres, debe quedar claro que ninguna de nuestras facultades está
exenta de su imperio. Él debe reinar en nuestras mentes, lo cual debe aceptar
con sumisión perfecta y firme creencia a las verdades reveladas y a las
doctrinas de Cristo. Él debe reinar en nuestras voluntades, que deben obedecer
las leyes y los preceptos de Dios. Él debe reinar en nuestros corazones, lo que
debe rechazar los deseos naturales y amar a Dios sobre todas las cosas, y
unirse a él solo. Él debe reinar en nuestros cuerpos y en nuestros miembros,
que deberían servir como instrumentos para la santificación interior de
nuestras almas, o para usar las palabras del apóstol Pablo, como instrumentos
de justicia para Dios”[3].
Entonces,
Jesús es Rey y es Rey que ha de venir por Segunda Vez, tal como el mismo Jesús lo
revela, anunciando proféticamente su Segunda Venida en la gloria: “Cuando el
Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles” y el
consiguiente Juicio Final, llamado en la Biblia, “el día de la Ira de Dios”. En
ese día, Jesús no se mostrará como el Dios Misericordioso y compasivo, que nos
espera pacientemente para que decidamos a combatir contra la malicia que anida
en nuestros corazones –el pecado- y a convertirnos a Él, que es el “Sol de
justicia”. Ese día no será un día más: será el Último Día de la historia
humana, en el que finalizará el tiempo y comenzará la eternidad, una eternidad
de gozo y bienaventuranza para algunos y una eternidad de dolor y amargura para
otros. Ese día será el día de la Ira de Dios, en el que hasta los ángeles del
cielo temblarán ante su Presencia, tal como la Virgen se lo revelara a Sor
Faustina Kowalska: “Hasta los ángeles de Dios temblarán ese Día”. Ése día Jesús
vendrá como Justo Juez que impartirá la Justicia Divina a toda la humanidad y
esta Justicia implicará darle a cada uno lo que cada uno se mereció libremente
con sus obras. En el Día del Juicio Final –verdad de Fe proclamada por la
Iglesia y explicitada en el Catecismo de la Iglesia Católica[4]-,
toda la humanidad comparecerá ante Jesucristo, Rey de reyes y Señor de señores,
y recibirá de Él, lo que justamente le corresponde por sus obras libremente
hechas: a los buenos, les corresponderá el Cielo; a los malos, el Infierno. No hay
interpretaciones atenuantes posibles; y es una horrible blasfemia calificar a
Dios como injusto porque condenará en el Infierno a quienes hicieron el mal sin
arrepentirse, porque Dios sería un Dios Injusto –y por lo tanto, no sería Dios,
porque sería malvado e imperfecto-, si no castigara el mal impenitente y si no
premiara el bien hecho con amor.
Jesús
grafica el Día del Juicio Final con la imagen de un pastor, que pondrá los buenos –las
ovejas, imágenes de los bienaventurados, pues son animales mansos- a su derecha y a los malos –los cabritos, imágenes de los condenados, puesto que son animales lascivos, representando así la doble impureza, espiritual y corporal de los condenados; a su vez, el cabrito es imagen del Demonio, más en concreto, de Baphomet, el
hombre-cabra, el ídolo demoníaco masónico con el que los masones representan al
Demonio- a su izquierda, y los juzgará y dará su destino eterno: “El Rey pondrá
a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda y dirá a los que
tenga a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el
Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y
ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y
me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me
vinieron a ver”. (…) Luego, el Rey dirá a los que están a su izquierda: “Aléjense
de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus
ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me
dieron de beber; cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos,
tampoco lo hicieron conmigo”. Y entonces, pronunciará la terrible sentencia: “Estos
–los que hicieron el mal- irán al castigo eterno, y los justos –los que
hicieron el bien- a la Vida eterna”.
Jesús explica cuál es la causa de la salvación
y de la condenación eterna de las ovejas –los buenos- y de los malos –los cabritos-,
respectivamente: la causa de la salvación o de la condenación de nuestras almas
será cómo obramos en relación a nuestros hermanos más necesitados. Es así que
dice: “Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te
dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te
alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a
verte?”. Y el Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con
el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. Es decir, los justos se
salvarán porque tuvieron misericordia con los más necesitados –hambrientos,
sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, presos- y los auxiliaron con sus
propios bienes y haciendo así obraron la misericordia con el mismo Jesucristo,
quien está misteriosamente Presente en ellos. Ésa es la razón por la que Jesús
dice: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos, Conmigo lo hicisteis”. Es decir, Jesús
mora, misteriosamente, en el prójimo más necesitado -no solo en el pobre, porque no es el pobre el centro del Evangelio, sino Jesucristo, así como no es la pobreza causa de salvación, sino la gracia santificante de Nuestro Señor- y todo lo bueno o malo que le hagamos
al prójimo, se lo hacemos a Jesucristo.
La causa de la condena de los malos será el haber obrado sin
misericordia: “Dirá a los que se condenen: “Estaba de paso, y no me alojaron;
desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron”. Estos, a su
vez, le preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o
desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?”. Y Él les responderá: “Les
aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de estos mis hermanos, Conmigo
no lo hicisteis”.
Ahora bien, ante la perspectiva de un castigo que dura por
toda la eternidad, como lo es el Infierno, hay que decir que es un dogma de fe,
revelado por Nuestro Señor Jesucristo en Persona. Jesús es el Dios
Misericordioso, es la Misericordia de Dios encarnada, es el Amor de Dios hecho
hombre, que vino como Niño en Belén, para donarse a Sí mismo, todo entero, sin
reservas, a cada alma, por Amor, como Pan de Vida eterna, en la Eucaristía[5].
Y, sin embargo, este mismo Dios-Amor, este Dios, que “es Amor”, como dice la
Escritura, creó el Infierno, como destino eterno para ángeles y hombres. La Iglesia
lo enseña como dogma de Fe, y son innumerables los santos que han sido
conducidos al Infierno para que dieran testimonio de su existencia; entre
ellos, está Santa Faustina Kowalska, quien es llevada al Infierno por órdenes
de este Dios-Amor en Persona, según sus palabras: “Yo, Sor Faustina, por orden
de Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar a las almas y dar
testimonio de que el infierno existe”. Un ángel de luz, cumpliendo las órdenes
de Jesús Misericordioso, Rey de los ángeles, conduce a Santa Faustina al
Infierno: “Hoy he estado en los abismos del infierno, conducida por un ángel”. El
Infierno es un “enorme lugar”, lleno de “grandes tormentos” para las almas que
allí se encuentran: “Es un lugar de grandes tormentos, ¡qué espantosamente
grande es su extensión!”. Luego, Santa Faustina describe los distintos tipos de
tormentos que ve en el Infierno: “Los tipos de tormentos que he visto: el
primer tormento que constituye el infierno, es la pérdida de Dios; el segundo,
el continuo remordimiento de conciencia; el tercero, aquel destino no cambiará
jamás; el cuarto tormento, es el fuego que penetrará al alma, pero no la
aniquilará, es un tormento terrible, es un fuego puramente espiritual,
incendiado por la ira divina”. Lo que revela Santa Faustina es algo que ya la
Iglesia lo enseñaba desde siempre: el fuego del Infierno no sólo quema el
cuerpo, sino que quema el alma, y esto, por un milagro especial de parte de la
Divina Omnipotencia, que así permite que sea satisfecha la Ira Divina,
encendida justamente por la impenitencia del pecador, que voluntaria y
libremente quiere morir en el mal. Luego continúa Santa Faustina: “el quinto
tormento, es la oscuridad permanente, un horrible, sofocante olor; y a pesar de
la oscuridad los demonios y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todos
el mal de los demás y el suyo; el sexto tormento, es la compañía continua de
Satanás; el séptimo tormento, es una desesperación tremenda, el odio a Dios,
las imprecaciones, las maldiciones, las blasfemias”. Revela Santa Faustina que
los tormentos son de dos tipos: los que describió, que son los que padecen los
condenados en su conjunto, pero luego hay tormentos que sufren los condenados
de modo individual, y estos, que se agregan a los tormentos generales, dependen
de la clase de pecado que cometió en esta vida y que fue lo que le valió el
Infierno. Esto también es acorde a lo que enseña la Iglesia Católica, que dice
que hay un castigo individual para cada órgano responsable del pecado mortal
que se cometió y que llevó al condenado, por su impenitencia, al Infierno. Dice
así Santa Faustina: “Estos son los tormentos que todos los condenados padecen
juntos, pero no es el fin de los tormentos. Hay tormentos particulares para
distintas almas, que son los tormentos de los sentidos: cada alma es
atormentada de modo tremendo e indescriptible con lo que ha pecado”. Luego
describe de modo más detallado los lugares en donde están los condenados: “Hay
horribles calabozos, abismos de tormentos donde un tormento se diferencia del
otro”. La visión del Infierno, del Demonio y de los condenados es tan terrible,
que dice Santa Faustina que habría fallecido de terror, si Dios no la hubiera
sostenido: “Habría muerto a la vista de aquellas terribles torturas, si no me
hubiera sostenido la omnipotencia de Dios”. Luego, Santa Faustina deja por
escrito, en su Diario, cuál es el propósito por el cual Jesús Misericordioso le
hizo conocer el Infierno: “Que el pecador sepa: con el sentido que peca, con
ese será atormentado por toda la eternidad. Lo escribo por orden de Dios para
que ningún alma se excuse [diciendo] que el infierno no existe o que nadie
estuvo allí ni sabe cómo es”. Luego continúa: “Yo, Sor Faustina, por orden de
Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar a las almas y dar
testimonio de que el infierno existe. Ahora no puedo hablar de ello, tengo, la
orden de dejarlo por escrito. Los demonios me tenían un gran odio, pero por
orden de Dios tuvieron que obedecerme. Lo que he escrito es una débil sombra de
las cosas que he visto. He observado una cosa: la mayor parte de las almas que
allí están son las que no creían que el infierno existe. Cuando volví en mí no
pude reponerme del espanto, qué terriblemente sufren allí las almas. Por eso ruego
con más ardor todavía por la conversión de los pecadores, invoco incesantemente
la misericordia de Dios para ellos. Oh Jesús mío, prefiero agonizar en los más
grandes tormentos hasta el fin del mundo, que ofenderte con el menor pecado”.
Además de la Escritura, la Tradición y el Magisterio,
también hay testimonios que vienen de personas individuales, cuyas experiencias
en el más allá antes de morir, coinciden con lo que enseña la Iglesia. Es el
caso de un hombre –Alan- en sus 77 años con un cáncer terminal[6], quien
en su lecho de muerte contó cómo él había tenido un episodio cercano muerte
veintidós años antes, durante la cirugía a corazón abierto. A Alan se le habría
mostrado el infierno por el Arcángel Miguel, bajo la dirección de Jesús, que lo
salvó después de mucho suplicar. Su destino hubiera sido ese si él hubiera
muerto en ese momento particular. Había sido frío, egoísta, compañero grosero,
sin ni siquiera amor hacia su esposa e hijos. Un hombre que se preocupaba sólo
por el dinero y su comodidad personal, que se rió de la idea de Dios cuando un
anestesiólogo se ofreció a rezar con él. Como “Alan” dijo, “Yo podría haber
sido fue aplastado, completamente aplastado por mi propia pecaminosidad. Vi a
mi alma como Dios la ve, y fue horrible. Mi alma estaba cubierta de agujeros y
suciedad, una inmundicia que había acumulado y amontonado sobre mí mismo. Como
un cadáver en descomposición, cubierto de supuración, rancio, viviendo en
suciedad, pero pesándome, gritando mi vergüenza ante mi Dios. Quise correr,
pero no había ningún sitio donde ir. Yo estaba pegado al lugar y obligado a ver
todo, y sin excusa, sin alivio, y mi vergüenza creció más y más ante tal Pureza
incomprensible. Lo siguiente que supe, fue que mis guías y yo estábamos de pie
en un valle, completamente desolado y rodeado de enormes montañas negras,
puntiagudas y estériles. Su base era profunda, más profundo que el camino que
estábamos parados, y que se extendía a profundidades que parecían no tener fin
ni fondo. Caminamos por este mismo camino ancho y descendimos lentamente. Al
principio el camino era suave, pero a medida que caminamos se convirtió en
empinado y resbaladizo. Temía que iba a caer, porque en cada lado de la vía
había horribles criaturas, arrastrándose en la oscuridad, gruñendo y
maldiciéndome, extendiendo sus manos tratando de agarrar mis talones. Cuanto
más profundo fuimos, más pesado era el aire, y más oscuro el ambiente se puso. A
lo lejos, oí muy débilmente, un terrible alboroto, peleando, discutiendo y
gritando. Yo no quería ir más lejos y pedí a mis ángeles por favor sácame de
allí. Me dijeron: ‘Tienes que ver lo que le espera a los pecadores que rechazan
a Dios’. Continuamos yendo más y más hacia una inmensa y viva negritud. Al
final de nuestro descenso había una estructura enorme y formidable que parecía
no terminar nunca, tanto en profundidad y altura. El temor que se apoderó de mí
fue abrumador y yo quería huir, pero fui detenido firme por mis guías ángeles. Las
inmensas puertas estaban cerradas, cuidadas con enormes pernos negros en la
parte exterior. Miguel levantó la mano, los bloqueos se liberaron y las puertas
se abrieron. Inmediatamente un nauseabundo hedor llenó mi nariz la quemaba y me
daba náuseas. Al igual que la carne podrida en el calor de un sol de verano, o
la quema de alquitrán y azufre. Era aterrador y yo estaba tan asustado que me
aferré a mi ángel de la guarda. Cuando las puertas se abrieron por completo,
los sonidos que golpean mis oídos me hicieron temblar de miedo. Gritos
guturales en un lenguaje que era tan absolutamente asqueroso, que nunca
volvería a repetirlo a nadie. La cacofonía de gritos, blasfemias, y llanto
continuo llenaban el aire y reverberaban a través de mí llenándome de un miedo
intenso y terror indescriptible. Cuando entramos, mi mente se llenó de un
conocimiento inmediato de cada una de las almas que vi encarceladas aquí. Fui
testigo en este lugar de un sufrimiento tan indescriptible, que las palabras no
pueden reproducir todos los aspectos. El hedor y el calor son completamente
insoportables. A mi derecha vi unas paredes negras dentro de las que estaban
tallados pequeños nichos que se extendían a alturas vertiginosas de la piedra
ennegrecida. Había un innumerable número, miles y miles de ellos, cada uno era
de forma y tamaño similar. Eran de forma circular y cada uno contenía un alma
que estaba encajada en él, incapaz de moverse, incapaz de ajustarse a ninguna
comodidad. Sus rostros estaban vueltos hacia fuera, hacia el centro de esta
mazmorra, y ellos lloraban, gritaban y maldecían continuamente. Ojos saltones
con expresiones de tortura, odio y la desesperación tan insoportable que tuve
que apartar la mirada. “¡Mira!” mi ángel dijo: “¡Mira!”. La desesperación que
llenaba a todos y cada uno de ellos era sin tregua. El conocimiento de cada
acción que los llevó a este pozo de oscuridad siempre se juzgaba ante sus almas
en un flujo continuo de remembranza que sólo ellos podían ver. Además del dolor
y la desesperación, sufrían una soledad abrumadora y penetrante. Tan intenso
era su sufrimiento que ninguna palabra posiblemente pueda describir semejante
horror. Pude ver la causa de su tortura. Ya que sus vidas continuamente
pasaba ante ellos, se detenía en
momentos específicos que mostraban un episodio en particular, un pecado en
particular. O una oportunidad de haber hecho el bien, en el que optaron por no
hacer nada”. Ellos gritaban insultos contra Dios, maldiciendo los nombres de
los padres, amantes, incluso a sus propios hijos. Escenas una y otra vez, no
sólo de sus propios pecados, sino cómo sus pecados afectaron a otras personas. El
daño que habían causado, cómo sus palabras destruyeron a otras personas. Si
otra alma terminaba en este abismo debido a sus acciones, también eran
responsables de esa alma a tal punto, que se intensificaban sus sufrimientos el
doble, triple. Demonios en las formas más horribles, algunos medio animales,
algunos de aspecto más humano, se ponían junto a los rostros de ciertas almas
gritándoles desde su hoyo en la pared. Estos demonios agarraban los rostros de
los torturados y las almas que sufrían y les abrían sus bocas con sus garras,
tan ampliamente que les arrancaban la carne a lo largo de los lados de sus
mejillas. Se ponían blancos, como metal fundido, mientras gritaban con horror. Los
demonios los empujaban más profundo en su tortura, mientras lanzaban insultos
repugnantes contra ellos. Pero un nicho estaba vacío y de pie delante de él
había un horrible demonio que me señaló, maldiciendo y riéndose, y luego señaló
con el nicho vacío. Supe de inmediato que ese estaba reservado para mí. Una y
otra vez, cada tortura era superior a la anterior en su brutalidad. Clamé a mi
ángel y traté de huir, pero me tranquilicé cuando me aseguró que la misericordia
de Dios no sólo había impedido que estuviera allí, sino también protegerme
contra cualquier ataque de cualquiera de las criaturas en este lugar. Mientras
continuábamos más en este abismo, vi una pared desolada llena de celdas. En una
celda en particular había un alma horrible, enferma mirando y completamente
sucia. Este hombre en particular, en la tierra había manipulado, maltratado, y
obligado a las mujeres a ejercer la prostitución. Vi que era un cruel tirano,
él daba drogas a las mujeres, las golpeaba con frecuencia hasta que sus cuerpos
y sus voluntades estaban completamente rotos. En la tierra era conocido por su
crueldad y su codicia y estaba poseído de una lujuria insaciable. Aquí, en su
prisión, se veía obligado a experimentar una y otra vez lo que él infligió a
las mujeres a su dominio, sólo magnificado a un inimaginable grado. Él era
mutilado continuamente por las más horribles criaturas que sin piedad
desgarraban su piel, le rasgaban parte de la entrepierna hasta la garganta,
exponiéndolo al ridículo y a la humillación increíble. Una y otra vez, cada
tortura era superior a la anterior en su brutalidad y crueldad. Gritando sin
cesar en busca de ayuda, dejaba escapar gritos guturales suplicando a sus
torturadores, que sólo enfurecían su odio y su crueldad hacia su víctima. Al
final de cada tortura, su cuerpo se reducía a meros retazos. Su cuerpo,
entonces volvía a la normalidad y sus torturas comenzaban de nuevo. Explicarlo
con palabras es casi imposible. Todas y cada una de estas almas en este lugar
sabían exactamente por qué estaban allí. Veían muy claramente las decisiones en
su vida que los encarceló. Usted ve, Dios no nos puso en infierno, nos pusimos
nosotros allí. Cada alma en el juicio ve con perfecta claridad su vida como
Dios la ve, y entonces se juzgan en su luz. No hay refutación, no hay discusión
con Dios, porque sus pecados clama su juicio ante la pureza absoluta. Nuestras
acciones, nuestras palabras poco amables, nuestra crueldad, y en última
instancia nuestro total rechazo de la gracia de Dios, es lo que decide nuestro
destino. Se le da a cada alma, incluso hasta el último momento de nuestra vida,
la elección de aceptar a Dios o rechazarlo. Las almas en el infierno son las
que lo rechazan, rechazan su amor, rechazan su gracia, y lo más importante
rechazan su misericordia, incluso hasta el final. Incluso después de que lo han
visto, se lanzan en este abismo porque es peor quedarse de pie delante de él,
que estar en la oscuridad. A medida que continuamos más abajo hacia el centro
del infierno, el ruido y la confusión total proseguía en su escalada más
profunda. Y las torturas infligidas a las almas se volvieron más y más
horripilantes. Rápidamente bajamos hasta que llegamos a lo que parecía ser la
parte inferior de una enorme fosa que contenía una celda inmensa. Sus puertas
eran tan gruesas como altas y se abrieron a la orden de San Miguel. Cuando se
abrieron las puertas, un humo nauseabundo vomitado desde su centro envolvió
todo lo que estaba a nuestro alrededor. Mi ángel levantó su mano cuando nos
acercamos a la celda, que estaba llena de una luz brillante. En las paredes
había lo que parecían ser serpientes y sabandijas de tamaño sobrenatural, y se
deslizaban y se escabullían. En el centro de este calabozo había un gran trono
que hecho de oro y monedas de plata, y aunque sucio y manchado, se amontonaban
en pilas que forman una forma básica de trono, y era enorme. En su base habían
almas de seres humanos, algunos con piel, algunos sólo huesos, todos en
diferentes grados de descomposición y cubiertos de gusanos. Cuando los huesos
estaban completamente desnudos y toda la carne había caído o había sido
devorada por los gusanos, de inmediato se cubrían de piel y todo empezaba de
nuevo, ardor, putrefacción, mordiscos. Estas almas estaban completamente
inmóviles bajo el peso de este enorme trono. Detrás de mí, sentí una presencia
aterradora. Una presencia tan completamente mala y tan llena de odio que yo
quería correr, pero aterrorizado, estaba congelado en el lugar. Sentí que se me
acercaba, con su aliento caliente que fluía sobre la parte de atrás de mi
cuello. Tan completo era su odio hacia mí, que me pareció que el odio me pesaba
y me hundía. Instintivamente supe quién era este y sabía que él estaba
permanente en su estado. No sólo no iba a alterar su destino, él nunca lo
desearía, nunca. Su condena se fijó para siempre y se cementó en oposición
completa y total a Dios. Él odiaba por completo todo lo que Dios es, y por lo
tanto odiaba más allá de las palabras todo lo que Dios ha creado. En el
infierno, él vomita todo su odio en todas y cada una de esas almas encarceladas
en el infierno. Estas almas son bombardeadas constantemente por él, y están
constantemente recordando que podrían haber tenido el Cielo, pero que optaron
por el infierno. Ellos recuerdan la belleza de Dios, y ahora están separadas
para siempre de ella. Podrían haber tenido amor, paz y la completa felicidad, y
en su lugar lo han perdido por toda la eternidad. Hay un gran número de niveles
del infierno y cada alma está condenada de acuerdo con sus crímenes. Estas
torturas continúan sin cesar y repiten una y otra vez, llevado a cabo por
millones y millones de demonios dispuestos. Nada puede describir la presencia
del mal porque él no se parece a nada de este mundo. No puedo expresar lo
suficiente su odio, y su odio en ese momento fue dirigido completamente a mí. Mi
alma se llenó de una desesperación opresiva, abrumadora, cuando le oí burlarse
de mí, no en voz alta, pero podía oír sus palabras sucias dentro de mi mente. Procedió
a decirme por qué yo pertenecía a él y a todos los pecados que siempre había
hecho. En mi mente yo traté de tranquilizarme con lo que los ángeles me habían
dicho antes, cuando otra acusación me fue arrojada cada vez con mayor rapidez y
fuerza. Su voz astuta y vulgar me acusaba y me llenaba con tal desesperación
que le rogué a mis guías que me llevaran lejos, lo que sólo intensificaba su
burla hacia mí, una tras otra, después de otra. Miguel levantó la mano, lo que
detuvo el ataque de Satanás sobre mí, y con una atronadora, majestuosa voz
Miguel gritó: “¡Basta! Todo ha sido perdonado!”. Una luz brillante emanaba de
mis guías, cada vez más y más brillante que yo veía a Satanás acobardado
alejarse de él. Él empezó a aullar, lanzando blasfemias contra nosotros con un
rugido atronador tal que las paredes de esta mazmorra deberían haber sido
destrozadas. Rápidamente y con fuerza salimos de ese pozo, a través del camino
que habíamos venido y hacia atrás a través de las puertas de ese horrible lugar.
Las puertas se cerraron y los enormes pernos se colocaron con fuerza en su
posición anterior, encerrando a sus habitantes para siempre. Volamos hacia
arriba, disparando a una velocidad cada vez mayor y podía oír los gritos
blasfemos de Satanás lentamente disminuyendo. Luego, al instante, estaba fuera
de ese horrible lugar y de nuevo en la luz, lejos del calor y el hedor del
infierno. Yo estaba tan agradecido de estar fuera de ese pozo negro de
suciedad, que lloré. Aferrado a mi ángel de la guarda, le di las gracias por
sacarme de allí. Llegamos a una parada y Miguel se volvió hacia mí y me dijo: ‘Sólo
has visto una pequeña muestra de los horrores del infierno. ¡No lo olvides!”. Cuando
mis guías desaparecieron me lanzaron de nuevo, esta vez por mi cuenta a través
de un túnel muy estrecho. Abrí los ojos y estaba tendido en la espalda con un
tubo en mi boca. Médicos y enfermeras me rodeaban, me decían que iban a quitar
mi tubo de respiración. Mi cabeza me daba vueltas y mi pecho estaba con un
dolor horrible mientras intentaba respirar. Yo estaba confundido y asustado y
no podía mover los brazos o las piernas. En esta confusión, pensé que ya no me
podía mover, tal vez me habían empujado a mi agujero en la pared del infierno. Me
puse frenético y traté con todo lo que tenía de zafar de lo que estaba
sosteniendo mis brazos y piernas. Entonces oí la voz de mi médico explicando de
nuevo que me relajara, que la cirugía había terminado y que me iban a quitar mi
tubo de respiración. Entonces me di cuenta de que estaba en la tierra, en el
hospital y nunca estuve tan feliz de estar aquí y no en el infierno. Nada en mi
vida es lo mismo. Le pedí a un sacerdote que viniera tan pronto como fuera
posible. Estaba desesperado y le dije a las enfermeras que tenían que darse
prisa y conseguirme un sacerdote. Ningún sacerdote estaba disponible hasta el
día siguiente y esa noche no dormí. Yo no había estado en confesión desde la
escuela primaria y no había ido a misa desde que estaba en la escuela
secundaria. Cuando el sacerdote llegó al día siguiente, le pedí que escuchara
mi confesión. Busqué con las palabras, sin saber por dónde empezar, pero con
paciencia hablé él. Tomó tres horas, pero confesé todo. Después de llegar del
hospital, y después de que me recuperé y conseguí fuerzas, me senté con mi
mujer y me disculpé con ella por todo. Luego fui a cada uno de mis hijos, todos
mayores, algunos de ellas con sus propios hijos, y me disculpé con ellos porque
yo les había fallado por completo. Al principio creyeron que me había vuelto
loco, pero al final perdonaron. Estamos muy cerca ahora, y he probado todos los
días mostrarles cuánto los amo. Le tomó a Regina mucho tiempo perdonarme,
porque estaba muy molesta con nuestra vida de casados, que no confiaba
realmente que yo había cambiado. Eventualmente, ella me perdonó y hemos estado
cincuenta años juntos. Sí, ella tomó a este viejo pecador y ¡alabado sea Dios
por eso! He pasado cada momento desde luego haciendo las paces con ella y con
Jesús. Rezo todo el tiempo, todo el día y voy todos los días a Misa y a
Comunión. Regina y yo estamos mejor ahora que nunca hemos estado y ahora
estamos tratando con este tipo de cáncer. Ella está teniendo un momento difícil
para aceptar esto, así que ha seguido mucho más que yo esta enfermedad y sé
hacia donde voy. Yo sé que me estoy muriendo. Añoro el día, pero no pueda
compartir eso con Regina, pero yo digo que no puedo esperar. No puedo decirle
cuántas veces me he dicho esto, y cada vez que que lo pienso no puedo dejar de
llorar, porque yo casi no lo logré. Casi terminé en ese lugar horrible, y con
razón. Pero Jesús, en un acto de increíble e inmerecida misericordia cambió
todo. Sé que pase lo que pase, la gente necesita darse cuenta de que nada es
imperdonable porque Jesús es más grande que cualquier pecado. Pero no puede
perdonar si no estamos dispuestos a pedir perdón. Todo lo que tenemos que hacer
es amar. Si te gusta, sonríe, es muy simple. Difícil algunos días, pero simple”.
Tiempo más tarde, Alan empeoró: estaba empapado en sudor y con un gris pálido
enfermizo. La enfermera lo higienizó y le cambió de ropa. Alan susurró: “Está a
punto de terminar. Siento a Jesús que viene”. Alan murió en paz a las tres de
la mañana, rodeado de su esposa e hijos.
Jesús
es el Dios Misericordioso, pero también es el Dios de la Justicia, y respeta la
libertad del hombre: si el hombre quiere morir impenitente, Jesús da al
impenitente lo que el impenitente quiere: no Misericordia, sino Justicia
Divina. El Infierno es, en definitiva, una muestra de la Misericordia de Dios,
que da a cada hombre lo que cada hombre, con su libertad, elige.
En el día en el que la Iglesia proclama a Jesucristo como su
Rey y Señor, proclama también, a los cuatro vientos, que el Día del Juicio
Final está cerca y que no hay modo de escapar al mismo, y que la única forma de
sortear el Día de la Ira de Dios, es obrando la misericordia para con nuestro
prójimo. Nuestro Rey, reina en la Cruz, reina el madero, y reina en la
Eucaristía; parece débil e incluso hasta parece que no habla, pero eso no debe
hacernos creer que no vendrá por Segunda Vez en la Gloria para juzgar a vivos y
muertos, tal como lo afirma la Iglesia en el Credo. Obremos la Misericordia, si
queremos gozar de la Presencia del Cordero por la eternidad.
[1] El documento papal es breve y
vale la pena leerlo como una forma de glorificar y alabar a Dios en este
especial de hoy y de todos los días. La celebración marca el final del
calendario litúrgico y comienza la temporada de Adviento, para prepararse para
celebrar el nacimiento de Cristo.
[2] Cfr. Quas Primas, 32.
[3] Cfr. Quas Primas, 33.
[4] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 668 - 682, 1021-1023,
1038-1042, 2831.
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