(Domingo V - TO - Ciclo B – 2015)
“Por
la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar
desierto; allí estuvo orando (…) Luego Simón lo fue a buscar y salió a predicar
y expulsar demonios” (cfr. Mc 1,
29-39). El Evangelio nos demuestra que la actividad misionera y apostólica de
Jesús está precedida por la oración, con lo cual nos enseña cómo debe ser
nuestra propia actividad misionera y apostólica: si Jesús, siendo Dios Hijo en
Persona, reza, mucho más debemos rezar nosotros. La oración es al alma lo que
la respiración al cuerpo: así como el cuerpo, sin la oración, sucumbe en pocos
minutos por falta de oxígeno, así el alma, sin la oración, sucumbe casi de
inmediato, porque le falta el oxígeno de la vida de Dios, ya que el alma
obtiene, de Dios, todo lo que necesita para su vida sobrenatural: fuerza,
sabiduría, luz, gracia, fortaleza, alegría, amor, paciencia, y todo lo que Dios
es y tiene. Sin la oración, el alma no solo se privada de todo lo que Dios es y
tiene, sino que sucumbe, ahogada en su propia nada, porque el hombre no solo no
se explica sin Dios, su Creador, sino que necesita de Él para ser, puesto que su
ser creatural, es una participación al Ser o Acto de Ser divino. Tanto para su
vida natural como para su vida sobrenatural, el hombre necesita vitalmente de
Dios y esta necesidad vital se satisface con la oración. De esta manera, Jesús
nos muestra que la oración debe preceder nuestra actividad misionera y
apostólica; sin la oración, nuestra actividad, misionera y apostólica, es solo
activismo meramente humano, destinado a la nada; sólo con la oración, tendrá
esta actividad no solo conformidad con la Voluntad divina, sino que poseerá la
fuerza, la sabiduría, el amor y la santidad de Dios.
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