“Ay
de ustedes fariseos, hipócritas, ciegos, insensatos” (cfr. Mt 23, 13-22). En este pasaje del Evangelio, Jesús se muestra
particularmente molesto e irritado contra los fariseos, y da muestra de este
enojo e irritación la sucesión de adjetivos con los que los califica:
hipócritas, ciegos, insensatos. La dureza de su reproche se acentúa todavía
más, cuando se considera que los fariseos eran individuos religiosos, que se
jactaban precisamente del cumplimiento escrupuloso de las prescripciones
legales, de su dedicación al Templo, y de su conocimiento de las Escrituras. Pero
Jesús no les reprocha esta dedicación y este cumplimiento de normas, ni el
conocimiento de las Escrituras: les reprocha la doblez de corazón –eso es lo
que significa “hipócrita”-, pues mientras dicen orar a Dios, menosprecian a su
prójimo; les reprocha su ceguera espiritual, porque aprecian más el oro y la
ofrenda del altar, antes que a Dios, por quien el oro y la ofrenda tienen
sentido; les reprocha su insensatez, porque cuando hacen algún prosélito, en
vez de acercarlo al Dios verdadero, lo alejan de Él al enseñarle a ser
hipócrita como ellos.
Como
cristianos, no debemos pensar que el reproche de Jesús se limita a los fariseos
y que a nosotros no nos llega, ya que también podemos caer en el mismo error
farisaico: de hecho, somos fariseos cuando usamos la religión para aparecer ante los demás como buenos, mientras
que en nuestro interior murmuramos contra el prójimo; somos fariseos cuando
rezamos y cumplimos el precepto dominical, pero somos al mismo tiempo indiferentes
a las necesidades materiales y espirituales de quienes sufren; somos fariseos
cuando decimos amar a Dios pero atribuimos maldad a las intenciones de nuestro
prójimo; somos fariseos cuando juzgamos a nuestros hermanos en Cristo por su
apariencia y por lo que tienen, en vez de considerarlos “superiores a nosotros
mismos” (cfr. Fil 2, 3), como lo pide
San Pablo.
“Ay
de ustedes fariseos, hipócritas, ciegos, insensatos”. Sólo la gracia
santificante de los sacramentos previene y cura de ese cáncer espiritual que es
el fariseísmo, ya que destruye a la hipocresía, al conceder al corazón el Amor
mismo de Dios; cura la ceguera espiritual, iluminando los ojos del alma con la
luz de la fe, y sana la insensatez, dando a la razón humana la Sabiduría
divina.
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