(Domingo
I - TC - Ciclo C – 2016)
“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto y allí fue
tentado por el Demonio” (Lc 4, 1-13).
El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto, en donde Jesús ayuna durante
cuarenta días y cuarenta noches. Al finalizar su ayuno, Jesús experimenta
hambre; es en ese momento en el que se le aparece el Demonio, quien lo tienta
para tratar de hacerlo caer (en realidad, el Demonio tentó a Jesús durante los
cuarenta días, aunque no dice nada acerca de la naturaleza de estas
tentaciones; sí relata el Evangelio cuáles son las tres tentaciones a las que
lo somete el Demonio, al finalizar los cuarenta días de ayuno). Ahora bien, hay
que decir que esto que pretendía el Demonio, el hacer caer a Jesús por medio de
las tentaciones, era imposible, debido a que Jesús era Dios Hijo encarnado, por
lo cual nunca habría podido ni siquiera tener la más ligera vacilación frente a
la tentación. Si Jesús se deja tentar por el Demonio, es sólo para darnos
ejemplo de cómo tenemos que hacer frente a las tentaciones, lo cual es
sumamente útil para nuestra vida espiritual puesto que, como dice el Santo Cura
de Ars, “seremos tentados hasta el último instante de nuestra vida”.
En la primera tentación, el Demonio trata de hacer caer a
Jesús por medio del hambre corporal; sabe que ha estado cuarenta días y noches
sin ingerir alimento alguno y que siente hambre. Aprovechándose aviesamente de
la debilidad natural del cuerpo de Jesús, luego de tanto tiempo sin ingerir
alimentos, el Demonio trata de convencer a Jesús de que pida a Dios que
“convierta las piedras en panes”: Dios es bueno y no dejará de hacer un milagro
como este, para que Jesús pueda alimentarse. Jesús le responde que “no solo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Así,
Jesús nos enseña que, si alimentamos el cuerpo con el alimento terreno, es
mucho más importante alimentar el alma con el manjar exquisito de la Palabra de
Dios, la cual proporciona todo al alma todo aquello que Dios es: luz, amor,
paz, alegría, fortaleza. Así, Jesús nos enseña –y sobre todo a los padres de
familia- que si nos preocupamos y desvelamos por el alimento corporal, mucho
más lo debemos hacer por el alimento espiritual, la Palabra de Dios. Además, al
poner por encima la satisfacción del hambre espiritual con la Palabra de Dios,
sobre la satisfacción del hambre corporal con el alimento terreno, Jesús nos
advierte no solo contra la tentación de la gula -es decir, el ingerir alimentos
cuando no hay necesidad alguna de hacerlo o bien, el gasto excesivo en
alimentos exóticos y demasiado caros-: también nos advierte contra la tentación
del hedonismo, la tentación de pretender los sentidos sin medida ni regla moral
alguna. El cristiano, por el contrario, debe ser ascético y sobrio, mortificando
su cuerpo y no concediéndole todo lo que el cuerpo le pide, además de
privilegiar el alimento de la Palabra de Dios por sobre el alimento corporal.
En la segunda tentación, el Diablo pasa ya al plano
espiritual, tratando de que Jesús caiga en la petición de milagros absurdos e
innecesarios, es decir, trata de que Jesús lo imite a él en su tarea diabólica
de tentar, pidiendo un milagro que es absolutamente innecesario. Primero, lo
lleva al pináculo del templo y le dice que se tire desde allí hacia el vacío:
Dios, que es bueno, “mandará sus ángeles para que lo protejan de su caída”.
Jesús responde con la Escritura: “No tentarás al Señor, tu Dios”. Se trataba de
un milagro innecesario, inútil, y su petición, un acto temerario contra Dios,
porque en primer lugar, no tenía necesidad alguna de subir al pináculo del
templo; en segundo lugar, si se arrojaba, lo hacía por propia voluntad y con
total libertad, demostrando que quería caer desde lo alto, sin que nadie lo
obligara, para luego pedirle a Dios que envíe a sus ángeles. Pero si Jesús
cedía a esta tentación, cometía un acto de temeridad, de desafío a Dios,
pidiendo un milagro absurdo e innecesario. Así, Jesús nos enseña que debemos
estar muy atentos a no caer en esta tentación, pues muchas veces somos nosotros
mismos quienes nos alejamos de Dios y nos arrojamos al vacío, para luego
quejarnos de Dios, porque Dios “no nos ayuda”. Debemos prestar mucha atención,
porque es en realidad esto último lo que pasa: somos nosotros quienes nos
alejamos voluntariamente de Dios, cayendo en el vacío de la existencia de Dios –esto
es lo que está representado en la hipotética caída voluntaria de Jesús desde el
pináculo del templo. Es esto lo que hacemos –alejarnos de Dios, arrojarnos al
vacío de una vida sin Dios- toda vez que nos alejamos de los sacramentos,
porque para los católicos, la unión con Dios se da por la fe, por el amor y
sobre todo por los sacramentos, principalmente la Confesión sacramental y la
Eucaristía-. Y al alejarnos de Dios, perdemos la luz de su Sabiduría, que nos
permite obrar según la Divina Voluntad, comportándonos temerariamente por doble
partida: por alejarnos de su Voluntad –por hacer algo que Él no quiere que hagamos-
y por pedir, desde esta posición, algo que no es acorde a su santa Voluntad. Esto
es lo que nos enseña Jesús con la segunda tentación.
Luego el Demonio lo lleva a lo más alto de una montaña, le
muestra los reinos de la tierra “y su gloria mundana” y le dice que “le dará
todo eso si, postrándose, lo adora”, a lo cual Jesús responde, también citando
la Escritura: “Sólo a Dios adorarás”. Así, Jesús nos enseña a despreciar los
honores mundanos y las riquezas terrenales, además de la vanagloria, porque
detrás de todo eso está el Demonio; nada de eso se debe desear y mucho menos,
se debe adorar al Demonio, sino sólo a Dios, Uno y Trino, encarnado en la
Persona del Hijo, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, por eso solo se
debe adorar la Eucaristía y nada más que la Eucaristía. Por otra parte, el
Demonio, “Padre de la mentira”, no puede dar lo que promete, y como es el
Engañador por excelencia, lo único que pretende es perder el alma del hombre,
al cometer el acto más perverso y erróneo que jamás alguien pueda cometer, la
adoración de una creatura –que encima es perversa y maligna-, como es el
Demonio (o también, los ídolos demoníacos, como el Gauchito Gil, San La Muerte,
la Difunta Correa, entre otros muchos).
Por último, notemos que tanto el Demonio, para sus
tentaciones, como Jesús, para resistir a las mismas, citan a las Sagradas
Escrituras, aunque con fines y con métodos de interpretación diametralmente
opuestos: el Demonio cita las Escrituras para justificar la perversión,
torciendo su sentido, porque la Escritura de Dios jamás puede inducir al mal,
en esto se ve el accionar de las sectas, pero también de muchos católicos que
malinterpretan las Escrituras, buscando auto-justificarse en su pecado. Por su
parte, Jesús también acude a las Escrituras –obviamente, con el único sentido
posible, el de iluminar las tinieblas del hombre- para responder a las
tentaciones con la Palabra de Dios, enseñándonos que es así como debemos
proceder: buscando siempre la recta interpretación católica, sin apartarnos de
las enseñanzas del Magisterio, no interpretando la Biblia según nuestro propio
parecer o nuestros propios caprichos y mucho menos acomodar la Fe católica a
nuestros incrédulos razonamientos humanos.
Ahora
bien, si Jesús cita la Palabra de Dios escrita para responder a las tentaciones
del Demonio, para nosotros, los católicos, la Palabra de Dios no está sólo en
la Biblia: está también en la Tradición y en el Magisterio y, sobre todo, está
encarnada en la Eucaristía, de manera que es a todas estas fuentes a las que
debemos recurrir para resistir y vencer a la tentación. Sólo los sectarios
piensan que la Palabra de Dios está sólo en la Escritura: para nosotros, los
católicos, está en tres lugares: Tradición, Magisterio y Biblia, además de estar
encarnada, gloriosa, en la Eucaristía. Como dice el Santo Cura de Ars, “seremos
tentados hasta el momento antes de morir”, pero tenemos que saber que si
recurrimos al auxilio de la Palabra de Dios, tal como nos da ejemplo Jesús, no
solo nunca caeremos en la tentación, sino que, cuanto más seamos tentados,
tanto más saldremos fortalecidos.
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