viernes, 3 de marzo de 2017

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”


(Domingo I - TC - Ciclo A – 2017)
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio” (Mt 4, 1-11). Jesús es llevado por el Espíritu Santo con un fin específico: ser tentado por el demonio. Al finalizar los cuarenta días y noches de ayuno, su naturaleza humana, unida a su Persona divina, sintió hambre, dice el Evangelio: “Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre”. Es en ese momento en el que se hace presente en Tentador, el Ángel caído. El Demonio no sabía que Jesús era Dios, aunque tenía sospechas. Sí sabía que era un hombre muy especial, al cual Dios acompañaba de manera evidente con signos y prodigios que sólo Dios podía hacer, lo cual aumentaba todavía más su sospecha de que fuera Dios encarnado. Y es por eso que se decide a hacer una empresa imposible, al mismo tiempo que blasfema: tentar a Dios, si es que Dios está en el hombre Jesús de Nazareth.
El Demonio tienta a Jesús con tres tentaciones, la primera de las cuales es descripta así por la Escritura: “El tentador, acercándose, le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”. Jesús tenía mucha hambre, como es lógico, luego de cuarenta días de ayuno, y podía verdaderamente obrar ese milagro, es decir, hacer que las piedras se convirtieran en panes, y lo podía hacer, porque era Dios Hijo encarnado, tenía el poder más que suficiente para convertir las rocas en panes y así satisfacer su hambre. Pero Jesús, contestando con la Escritura, al tiempo que rechaza la tentación, nos enseña que el alimento espiritual, que es la Palabra de Dios –la Escritura, pero también la Palabra de Dios encarnada y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía-, es el alimento principal para el hombre: “Jesús le respondió: “Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios””. De esta manera, Jesús nos enseña que, antes que preocuparnos por el alimento del cuerpo, debemos preocuparnos en primer lugar por el alimento del alma –y lo mismo hacer para con nuestro prójimo, de ahí la necesidad de la Evangelización y de la Misión-, y este alimento del alma es la Escritura –la lectura, meditación y oración- y la Eucaristía –la adoración y la Comunión Eucarística-, que satisface al alma con la substancia y el Amor Divino contenido en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Solo en un segundo momento viene el alimento corporal, el cual de nada sirve, si no se provee antes al alimento espiritual. Si Jesús respondía realizando el milagro de convertir las piedras en pan, nos hubiera dado el mensaje de que el alimento corporal, material, prevalece sobre el alimento espiritual, la Escritura y la Eucaristía; al no hacer el milagro, nos hace ver que primero debemos procurar el alimento del alma y luego el del cuerpo. Además, en el rechaza de esta primera tentación, Jesús nos enseña cómo resistir y vencer a la concupiscencia de la carne, es decir, el apetito desordenado por “los placeres de los sentidos y de los bienes terrenales”[1].
Vencido en la primera tentación, el demonio hace el intento con la segunda tentación, para lo cual lleva a Jesús “a la parte más alta del templo”: “Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”. Jesús le respondió: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”. El demonio intenta que Jesús cometa el pecado de presunción o temeridad, porque en realidad, Dios sí puede hacer que la humanidad de Jesús no sufra ninguna lesión, enviando a sus ángeles, pero si Jesús hiciera esto, cometería un pecado de presunción o temeridad, porque no tiene ninguna necesidad de exponerse al peligro y, al mismo tiempo, desafiar literalmente a Dios, para que lo salve. En el fondo, es un pecado de soberbia; al rechazar esta tentación, Jesús nos advierte que no debemos ser presuntuosos en el sentido de pensar que, hagamos lo que hagamos, Dios nos salvará por su misericordia, puesto que Dios no tiene obligación de quitar los obstáculos que nosotros mismos ponemos a nuestra salvación, es decir, el pecado. Si por un imposible, Jesús hubiera accedido, hubiera cometido un pecado, y Dios no tendría obligación de salvarlo, porque sería por libre decisión que se arrojaría desde el pináculo del templo. Así, Jesús nos enseña a resistir la concupiscencia del espíritu, que se origina, fundamentalmente, en la soberbia, en el orgullo del propio “yo” que se pone en el centro de sí mismo, pretendiendo que todos, incluido Dios, estén a su servicio, sin permitir que nadie le indique qué es lo que debe hacer: ni Dios, con sus Mandamientos y Preceptos de la Iglesia, ni el hombre, con sus consejos. La soberbia, que es la raíz de todos los pecados, hace que el hombre se coloque en el centro de sí mismo, y su única ley es su propia voluntad. El soberbio es el que dice: “Yo hago lo que quiero y nadie me va a dar indicaciones, ni Dios ni los hombres”. Pero sucede que el primer mandamiento de la Iglesia Satánica es precisamente ése: “Haz lo que quieras”.
En la tercera y última tentación, el demonio pretende que Jesús lo adore, a cambio de riquezas y poderes terrenos: “El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto, si te postras para adorarme”. Jesús le respondió: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto”. Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo”. Luego de la satisfacción de las pasiones –concupiscencia de la carne-, luego de la adoración de sí mismo –concupiscencia del espíritu-, el hombre cae en el peor de los pecados, y es la adoración de Satanás, una simple creatura que, además de ser simple creatura, no merece ni siquiera la admiración por su hermosura, como los ángeles de Dios, sino el desprecio absoluto, por ser un rebelde y un insolente contra Dios. Esto –la adoración al demonio- se da de diversas maneras: con las prácticas ocultistas, con la magia, el esoterismo, la wicca –brujería moderna-, el umbandismo, el culto a los servidores del demonio –Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa-, aunque también se adora al demonio de modo indirecto al menos, con la adoración del dinero, con el deseo de poseer, de modo avaro y sin importar los medios ilícitos, la mayor cantidad de dinero posible. Jesús nos enseña que “sólo a Dios se debe adorar”, y aunque Dios, que está en la cruz y en la Eucaristía, no nos promete bienes, dinero, poder y fama en este mundo, y aunque nos promete lo contrario, humillaciones, tribulaciones, padecimientos por su Nombre y, con la Eucaristía, ninguna satisfacción sensible –porque no se lo ve, ni se lo siente, ni se lo oye-, sí nos promete, en la otra vida, a quien lo adore a Él en la cruz, besando sus pies ensangrentados y postrándose ante su Presencia Eucarística en la adoración, la bienaventuranza eterna en el Reino de los cielos.
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”. Nosotros, en el desierto de la vida, también somos tentados por el espíritu inmundo, pero Jesús, con su ejemplo y con su gracia, nos da las armas para resistir toda tentación, cualquier tentación, y el triunfo nuestro comienza cuando, movidos por el Espíritu Santo y con el corazón contrito y humillado, nos postramos ante su Cruz y besamos sus pies ensangrentados y cuando nos postramos ante su Presencia Eucarística.



[1] http://www.religionenlibertad.com/que-es-la-concupiscencia-40636.htm. Este apetito concupiscible se opone al “apetito racional o natural”, que es “la subordinación de la razón a Dios” con el consecuente dominio de las pasiones por la razón, lo cual sin embargo es posible, después del pecado original, solo por la acción de la gracia santificante. En esta subordinación “gracia-razón-pasiones”, está todo el bien de la naturaleza humana.

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