Los pastores, a los cuales los ángeles de Dios anuncian la Buena Noticia del Nacimiento del Niño de Belén (cfr. Lc 2, 1, -20), son hombres rudos, poco o nada instruidos en la
ciencia humana, e igualmente con respecto a la ciencia divina, teológica. No sobresalen
por su ciencia, ni humana ni divina, y tampoco por su posición social, ni por
su riqueza material. Su trabajo es un trabajo duro, poco o nada reconocido
socialmente y por eso no les trae prestigio social, aunque se trate de un
trabajo importante, puesto que de los rebaños de ovejas se alimenta el pueblo. Sin
embargo, a pesar de todas estas limitaciones humanas, sociales, económicas, y
hasta espirituales son ellos los elegidos y no otros, por el Divino Querer,
para recibir, los primeros entre todos los hombres, la Alegre Noticia para toda
la humanidad: el Nacimiento de Dios Hijo. El motivo de su elección es que, con
todas sus limitaciones humanas, demuestran poseer algo que es de capital
importancia para la relación con Dios, y es el de tener un corazón sencillo,
humilde, dispuesto a escuchar la Voz divina; un corazón que, habituado al
silencio a causa del trabajo de pastor, está predispuesto para escuchar la Voz
dulce de Dios, que habla en el silencio; un corazón que por su sencillez, posee una fe que es
igualmente sencilla y por esto mismo, pura y firme, una fe que cree a la Voz de
Dios, que se manifiesta en este caso a través de los ángeles, una fe que
reconoce la Voz de Dios y que la ama al instante, porque esa Voz hace resonar en
las almas de los pastores el eco de su Creador.
Los corazones de los pastores,
hombres sencillos, rudos, ignorantes de ciencia humana y de cuestiones
teológicas, y sin embargo puros y sencillos, comienzan a latir al ritmo del
impulso del Divino Amor apenas reciben la noticia del Nacimiento del Hijo de
Dios por parte de los ángeles, y por esto no dudan ni un instante, sino que se
dirigen inmediatamente hacia el Pesebre de Belén. El premio a esta fe sencilla,
humilde, profunda, basada en el Amor a Dios, es la alegría, una alegría
profunda, intensa, desconocida hasta ese momento por ellos mismos; una alegría
que no es de este mundo, sino que viene del cielo; una alegría que los impulsa
a postrarse en adoración ante el Niño de Belén, porque ellos reconocen que esa
Alegría que experimentan, unida al Amor y a la adoración, provienen del Niño
que está en brazos de la Virgen Madre, porque ese Niño es Dios.
La
fe de los pastores no necesita de grandes elucubraciones teológicas: basta con
recibir la Buena Noticia de parte de los ángeles, una Buena Noticia sencilla y
humilde como sus corazones, para acudir de inmediato a adorar a su Dios nacido
como Niño: “El ángel les dijo: ‘No temáis, pues os anuncio una gran alegría,
que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un
salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un
niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 11-12). Los pastores reconocen la señal divina, que no es la
presencia de un ejército en formación de batalla, ni una tempestad de fuego, ni
un huracán, ni un terremoto: la señal divina es tan sencilla y humilde como sus
corazones de hombres rudos, sencillos y humildes, y por eso es reconocida de
inmediato, porque “lo semejante conoce lo semejante”: un niño envuelto en
pañales”, ése es “el Salvador”, “Cristo Señor”; el Niño de Belén es el Kyrios,
el rey de la gloria, que viene envuelto en pañales y está acostado en un
pesebre.
La
recepción de la Buena Noticia despierta en los pastores una alegría profunda,
alegría que los lleva a adorar al Niño y a postrarse ante su Presencia. Esta alegría
de los pastores que adoran al Niño es una Alegría celestial, no humana,
originada en el Ser trinitario divino, que descendiendo para comunicarse desde
lo alto, penetra en la raíz más profunda del ser creatural de los pastores,
para difundirse desde allí a toda la persona, en su cuerpo y en su alma, de
modo que puede decirse que cada célula de los pastores se ve inundada y colmada
de una alegría imposible de explicar, de entender y de contener, de modo que si
no estuvieran auxiliados por la gracia, serían aniquilados por la misma Alegría
y por el mismo Amor celestial que acompaña a esta Alegría.
“Vayamos,
pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado”. Y
fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el
pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel
niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les
decían” (Lc 2, 15-18). La disposición espiritual del cristiano, frente al
Pesebre de Belén, debe ser la de los pastores: un corazón sencillo, humilde,
que sepa reconocer la Voz de su Creador –“el Señor nos ha manifestado”, se
dicen entre sí-, que habla a través de sus mensajeros, los ángeles de luz, y
que una vez reconocida, dirija prontamente sus pasos en la dirección que Dios
les indica, porque el obedecer a la Voluntad de Dios les significa para los
pastores la alegría más grande de sus vidas: la contemplación y adoración de
Dios Niño. Para esta Navidad, pidamos la gracia de tener un corazón como el de
los pastores, sencillo y humilde, que nos permita albergar una fe límpida,
pura, firme, fe que nos lleve a postrarnos ante el Niño de Belén, nacido para
nuestra salvación. Pidamos por esta fe, porque también es necesaria esta misma
fe para postrarnos ante ese mismo Dios Niño, nacido en Belén, que prolonga su Encarnación
y Nacimiento en cada Eucaristía, en el misterio del Nuevo Portal de Belén, el
altar eucarístico.
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