“Venid, benditos de mi Padre (…) apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno” (cfr. Mt 25, 31-46). Usando una sencilla imagen de un pastor que separa a las ovejas de los cabritos, Jesús se refiere al Día del Juicio Final, en el que Él, Pastor Sumo y Eterno, vendrá como Justo Juez a juzgar a toda la humanidad, para separar definitivamente a quienes obran el mal, de quienes obran el bien.
El Evangelio plantea la pregunta de quién habrá de salvarse en ese día terrible, en donde la sentencia del Supremo Juez no podrá ser apelada de ninguna manera, ya que será inamovible: quienes se condenen, serán condenados, sin ninguna apelación, e ingresarán en el infierno, de donde no habrán de salir por toda la eternidad, y su tormento y dolor será tan duradero como duradero es el infierno: para siempre; quienes se salven, ingresarán en las delicias del cielo para siempre, en donde la alegría no terminará nunca.
¿Quién se salvará en el Día del Juicio? ¿Los que tengan más títulos universitarios? ¿Los que hayan ganado más carreras de fórmula Uno? ¿Los que hayan ganado “reality shows”? ¿Los que posean más dinero? ¿Los que tengan más horas de televisión vistas?
Por supuesto que no serán estas mundanidades, totalmente opuestas al mensaje evangélico de Jesús, las que nos granjeen la entrada al cielo, pero tampoco lo será una religiosidad farisaica, basada en la mera observación legalista y externa de los preceptos y de las prácticas rituales, acompañada de un corazón tibio hacia Dios y endurecido hacia el prójimo.
Nada de eso nos hará entrar en los cielos, sino el amor sobrenatural demostrado al prójimo más necesitado, en donde inhabita Cristo. No es una figura literaria la frase de Jesús: “Tuve hambre, sed; estuve enfermo, preso”: es la realidad, porque en el prójimo, misteriosa pero realmente, inhabita Cristo, de modo que el prójimo es un cuasi-sacramento de
Sólo la gracia sacramental, más el obrar la misericordia, nos garantizarán la entrada al Reino de los cielos en el Último Día.
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