“¿De
qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde el alma?” (Lc 9, 22-25). Existe en el hombre la tendencia a creer que esta
vida terrena es para siempre, o que luego de la muerte no existe nada más y que
por lo tanto todo lo que existe se da en esta vida, de manera tal que esta vida
terrena debe ser vivida con la máxima intensidad de placer, al tiempo que se
debe evitar todo dolor. Esta filosofía hedonista conduce a múltiples errores,
puesto que el hombre que se fija estos principios, no duda en cometer toda
clase de atrocidades, con tal de adquirir dinero y poder, única manera de gozar y disfrutar de los placeres que el mundo le proporciona. Pero estos placeres
mundanos finalizan indefectiblemente cuando finaliza el tiempo de vida
decretado por Dios para el hombre, y a su vez el hombre no puede agregarse a sí
mismo ni un solo segundo más de vida de los que le ha asignado desde toda
la eternidad, de manera que una vez cumplido el tiempo decretado debe presentarse ante Dios, para recibir el juicio particular, dar cuenta de
los talentos recibidos, y recibir la paga por ellos, la salvación o la
condenación.
“¿De
qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde el alma?”. La pregunta de Jesús
nos lleva a reflexionar acerca de lo inútil que es el preocuparse por las
vanidades del mundo, acerca de lo efímero
de esta vida terrena y de cuán poco valen los bienes materiales, que no
salvarán nuestras almas, y en cambio cuánto valora Dios los bienes espirituales,
tales como la oración, la vida de la gracia, la Eucaristía, la Santa Misa, el Rosario, los
cuales sí salvarán nuestras almas.
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