"Jesús anuncia
la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios" (cfr. Lc
4, 38-44). El evangelista relata dos acciones clamorosas de Jesús: cura
enfermos, imponiéndoles las manos -a la suegra de Pedro la cura
"increpando a la fiebre"- y expulsa demonios, muchos de los cuales
"salen de los enfermos" a los cuales infectaban.
Estas dos acciones
de Jesús -curar enfermos y expulsar demonios- son las que llevan a la gente a "querer
retenerlo" para que "no se alejara de ellos". Visto humanamente,
es comprensible la pretensión de la multitud de querer que Jesús "se quede
con ellos", puesto que tanto la enfermedad -a la cual la acompañan el
dolor, la tristeza y, en muchos casos, la muerte-, como la actividad demoníaca
-que va desde la infestación diabólica, pasando por la opresión, hasta la
posesión-, son los dos grandes males que aquejan y acosan a la humanidad desde la caída de Adán y Eva
del Paraíso como consecuencia del pecado original y la pérdida de la gracia
santificante. Desde entonces, la humanidad ha sufrido el tormento de estos dos
flagelos -enfermedad y muerte, sumado a la posesión diabólica-, sin que haya
podido verse libre de ellos en ningún momento; a lo sumo, ha experimentado -y
experimenta, sobre todo en nuestros días- una falsa sensación de triunfo: por
medio de la ciencia, el hombre pretende haber derrotado a la enfermedad, lo
cual no es cierto; por medio de la errónea creencia de que el diablo no existe,
el hombre pretende fingir que el ángel caído es solo una proyección imaginaria
de los miedos del ser humano.
La multitud quiere
retener a Jesús porque ve en Él a un taumaturgo, a un hombre poderoso que derrota
sin mayores inconvenientes a estos dos grandes enemigos que aqueja al hombre,
la enfermedad y el demonio, y piensan que Jesús ha venido para esto. Es verdad
que Jesús, en su condición de Hombre-Dios y por su poder divino no solo hace
desaparecer a la enfermedad, sino también aquello que la ocasionó, el pecado
original, al insuflar en el alma la gracia santificante, y es verdad también
que viene a "destruir las obras del demonio", pues ante su solo
Nombre el infierno entero tiembla de terror, pero estas dos acciones no
constituyen en sí mismas la "Buena Noticia"; son solo el preludio de
la Buena Noticia, que es el don de la filiación divina y el don de su Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad, primero en la Cruz y luego en la Eucaristía.
"Jesús anuncia
la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios". Al igual que la
multitud del Evangelio, muchos, dentro de la Iglesia, parecen haber invertido
los términos, pretendiendo que la Buena Noticia sea la mera sanación de la
enfermedad y la expulsión de los demonios. Sin
embargo, la Buena Noticia de Jesucristo es algo infinitamente más grandioso, y
es el convertirnos en hijos adoptivos de Dios y el alimentar nuestras almas con el Amor que brota de su Sagrado Corazón Eucarístico, como anticipo en la tierra de la eterna alegría que viviremos en el Cielo: es esto, y no otra cosa, lo que debemos anunciar al mundo.
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