“Den
como limosna lo que tienen y todo será puro” (Lc 11, 37-41). Jesús va a casa de un fariseo, en donde es invitado
a comer. Sin embargo, al sentarse a la mesa, “no se lava las manos antes de
comer”, lo que produce la “extrañeza” del fariseo. Jesús lee su pensamiento y
lo corrige, porque quien está en falta, no es Él, que no se ha lavado las manos
–Él es el Cordero Inmaculado, y no necesita de los ritos de purificación legal
inventados por los fariseos-, sino el fariseo y todos los fariseos, porque se
preocupan excesivamente por los rituales externos –la gran mayoría inventados
por ellos-, que comprenden, entre otras cosas, la purificación de los
utensillos y de los elementos para comer, pero sin dar importancia y
descuidando absolutamente la esencia de la religión: la misericordia, la
bondad, la compasión, para con el prójimo, y la piedad, la devoción y el amor a
Dios. Para los fariseos, la religión consistía en la mera observación externa
de ritos y preceptos, la mayoría establecidos por ellos y creían que con esto
daban culto agradable a Dios. Sin embargo, al mismo tiempo, a esta
escrupulosidad en el cumplimiento de detalles externos, le acompañaban, al
mismo tiempo, un descuido total de la misericordia y la compasión para con los
más necesitados, sin darse cuenta que, al despreciar al prójimo, imagen
viviente de Dios, están despreciando a Dios en su imagen y por lo tanto, el
culto dado a Dios con sus ritos externos, delante de los ojos de Dios, es sólo
hipocresía, maldad, y doblez de corazón y de ninguna manera, es un culto
agradable a sus ojos. Por eso es que el Primer Mandamiento de la Ley de Dios
es: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27), es
decir, en este Mandamiento, en el que está concentrada toda la Ley Divina, y
sin el cual no se puede, de ninguna manera, obtener la salvación, Dios pone
prácticamente al mismo nivel el amor hacia Él y el amor hacia el prójimo,
porque es verdad lo que dice el Evangelista Juan: “Quien dice que ama a Dios, a
quien no ve, pero no ama a su hermano, a quien ve, en su mentiroso” (1 Jn 4, 20) y Dios no está con él. Y si es un mentiroso, ése no está con Dios, pero sí está con
el Príncipe de la Mentira, el Demonio, tal como lo llama Jesús (cfr. Jn 8, 44).
Jesús
lee el pensamiento del fariseo y para sacarlo de su falso escándalo –se escandaliza
porque Él no se lava las manos antes de comer, y Jesús no tiene necesidad de
hacerlo porque es el Cordero Inmaculado y Él es el que viene a establecer la
Nueva Ley y no está de ninguna manera atado a los preceptos de hombres-, es que
le hace ver en dónde radica su error: en la hipocresía farisaica, que
precisamente pone el acento en lo externo, pero descuida el amor interior hacia
el prójimo y, por lo tanto, también hacia Dios, aun cuando aparenten, por
fuera, ser hombres religiosos y piadosos. Para corregirlo, Jesús descube
primero el error farisaico: “¡Así son ustedes, los fariseos! Purifican por
fuera la copa y el plato, pero por dentro están llenos de voracidad y rapiña”. Y
luego los califica de insensatos, es decir, de quienes han perdido la razón: “¡Insensatos!”,
y no puede ser de otra manera, porque es un insensato, como alguien que ha
perdido la razón, delante de Dios, quien convierte a la religión en un
mascarada externa, vacía de su esencia, la misericordia. Sin embargo,
inmediatamente después, Jesús da el remedio al fariseo, con el cual puede salir
de su auto-engaño, y el remedio es la caridad, manifestada en forma de limosna,
según lo que dice la Escritura: “La limosna cubre una multitud de pecados” (1 Pe 4, 8): “Den más bien lo que tienen
como limosna y todo quedará puro”. La limosna –sea material, concretada en una
ayuda concreta material en dinero, objetos, bienes, a quien más lo necesita-,
sea espiritual –manifestada en las obras de misericordia espirituales, como un
consejo a quien lo necesita, por ejemplo-, “purifica todo”, como dice Jesús,
porque purifica el corazón, el interior del hombre, y eso es lo que ve Dios,
pero para que la limosna purifique, debe estar motivada por el amor a Dios y debe implicar un cierto esfuerzo, porque con
eso el hombre está demostrando que quiere amar a Dios, a quien no ve, por medio
de actos que implican la movilización de todo su ser, en cuerpo y alma, al
servir, de alguna manera, a la imagen invisible de Dios, que es su prójimo, a
quien ve. Pero si el hombre no hace limosna y no obra la caridad y la
misericordia para con su prójimo, que es la imagen viviente del Dios a quien
dice amar en su corazón, entonces demuestra que tampoco quiere amar a Dios,
porque si no lo hace con su imagen viviente, tampoco lo hará si lo tiene
Presente, delante suyo, no ya en una imagen, como el prójimo, sino si Dios se
le presentara en Persona.
“Den
como limosna lo que tienen y todo será puro”. Para que no nos engañemos, como
los fariseos, pensando que nuestra religión es agradable a Dios, cuando no lo es,
sabremos cómo es nuestra relación y nuestro amor hacia Dios, en la medida en
que seamos misericordiosos con el prójimo: ésa es la medida de nuestro amor con
Dios, nuestra misericordia –corporal o espiritual- para con el prójimo más
necesitado. Quien obra la misericordia, “queda purificado” en la rectitud de su
amor hacia Dios, y por eso mismo, todo él es “puro”, y así sí, su religión es
un acto de culto agradable a los ojos de Dios.
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