(Domingo
XXX - TO - Ciclo C – 2013)
“El
que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Lc 18, 9-14). Jesús nos narra el caso de
dos hombres religiosos con diversas actitudes en el templo: uno es un fariseo,
es decir, un conocedor de la Ley de Moisés, experto en la observancia legal de
la misma, que hace del templo prácticamente su segundo hogar; el otro, un
publicano, alguien conocido públicamente por ser un pecador, sin mayores
conocimientos de la Ley.
El
fariseo se dirige hacia la parte de adelante del templo, buscando explícitamente
ser visto y admirado por su porte, su presencia y su hábito religioso. Dentro de
sí, el fariseo tiene pensamientos de vanagloria, de soberbia, de orgullo:
agradece a Dios que “no es ladrón, injusto, adúltero, como los demás”, y se
ufana de “ayunar dos veces a la semana y pagar el diezmo”. El fariseo deforma
la religión porque la vacía de su contenido esencial, la caridad, la compasión,
la misericordia. Siendo hombre que practica la religión, da a los demás y a sí
mismo una versión falsa de la religión: para el fariseo, soberbio, la religión
consiste en conocer mucho de religión, ser visto por los demás, ser alabados
por todos, vestir ostentosamente el hábito religioso, hacer prácticas externas
de religión, como el ayuno. Pero, al mismo tiempo, su corazón es duro, frío,
insensible al pedido de auxilio de su prójimo, y esto porque la soberbia
endurece al corazón y lo despoja de todo amor bueno, de toda compasión y de
toda misericordia. La soberbia atrofia al corazón en su capacidad de crear
actos de amor y lo habilita o capacita para una sola capacidad de amar, que es
el amor a sí mismo. De esta manera, el fariseo, ni ama a Dios a través del
culto religioso, ni ama al prójimo, que es la consecuencia de la verdadera
religión.
La
soberbia es el primer escalón descendente de la escalera creada por el demonio
para conducir al alma al infierno, según San Ignacio de Loyola. Es un pecado
capital, que hace al alma que lo comete partícipe del pecado capital cometido
por el demonio en los cielos, y que le valió el ser expulsado de la Presencia
divina. Es en esto último en donde radica la malicia y perversidad del pecado
de soberbia, y es el de querer ocupar el puesto de Dios para ser adorado en su
lugar: es el pecado que cometió el demonio, y es el pecado que el demonio
quiere provocar en el hombre, para hacerlo partícipe de su eterna desgracia. Lo
verdaderamente grave y penos con la soberbia no radica en que es un
comportamiento anti-social, sino que consiste en la participación al pecado del
Ángel caído, pecado que hace imposible la presencia del soberbio ante Dios,
cuya majestad infinita el soberbio no soporta. Cualquier actitud de soberbia,
por pequeña que sea, hace partícipe al alma de la soberbia del Ángel caído y lo
coloca potencialmente al menos en las filas de los destinados a la eterna
reprobación, y es por esto que Dios no aprueba las prácticas religiosas de
quien es soberbio: no fue justificado.
El
publicano, por el contrario, se ubica en la parte trasera del templo, hacia el
final; se arrodilla ante Dios y le pide perdón por sus pecados; su corazón es
manso, condición necesaria para la humildad, y ambas a su vez necesarias para
la contrición del corazón. El publicano tiene conciencia de sí como “nada más
pecado”, y tiene conciencia de Dios como Ser de majestad infinita y de grandeza
inabarcable; sabe que sus pecados lo alejan de Dios, pero como ama a Dios, se
propone no cometer más pecados, con tal de contar con su Amor y misericordia. El
publicano no busca la alabanza y la vanagloria del mundo y de los hombres:
busca ser visto por Dios y busca la gloria de Dios, para lo cual el camino
imprescindible es la humillación y el reconocimiento de nuestra condición de
pecadores. El publicano, como fruto de la mansedumbre y humildad, está atento a
la voz de Dios en su conciencia, que lo guía por el buen camino, pero está
atento también a la voz de su prójimo más necesitado, porque sabe que no es
posible amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama al prójimo, imagen viviente
de Dios, a quien sí se ve.
El
publicano se reconoce pecador debido a que le ha sido concedida la gracia de la
humildad: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy pecador”, y es esta humildad la
que lo asemeja a Jesús, el Cordero manso y humilde de corazón, y aquí radica el
valor más preciado de la humildad, en que configura al alma con Cristo. De esta
manera, Dios Padre, que lee las mentes y los corazones, ve en el humilde –en este
caso, el publicano- una imagen viviente de su Hijo, con lo cual el alma se
vuelve objeto del Amor de predilección del Padre y así queda justificado: “volvió
a su casa justificado”.
“El
que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. La única
manera de no solo evitar la soberbia, sino de alcanzar la humildad, es la
imitación del Sagrado Corazón de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde
de corazón”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario