(Domingo
XXX - TO - Ciclo C – 2016)
“Dos
hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano” (Lc 18, 9-14). Jesús narra la parábola
del fariseo y el publicano, para que nos demos cuenta de cómo ve Dios a las
almas que se creen justas ante los hombres, pero que ante sus ojos no lo son: “Refiriéndose
a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo esta
parábola”. En la parábola, dos hombres “suben al Templo para orar”: uno es
fariseo y el otro, publicano. El fariseo es un hombre religioso, es decir, es
alguien que conoce la Palabra de Dios, que hace oración y que está en el templo
todos los días. Debido a esta actividad religiosa, el fariseo se enorgullece de
sí mismo y se ensoberbece, creyéndose justo ante Dios y mejor que los demás
hombres, y por eso es que su oración refleja esta soberbia ante Dios y el
desprecio hacia los hombres: “El fariseo, de pie, oraba así: ‘Dios mío, te doy
gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y
adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la
décima parte de todas mis entradas’. El fariseo cree que es agradable a los
ojos de Dios y que es superior a los otros hombres, pero en el mismo momento en
el que hace esta oración, llena de soberbia, se vuelve despreciable a los ojos
de Dios, al tiempo que, creyéndose mejor que los otros hombres, se coloca, en
realidad, en el último lugar, a causa de su falta de caridad.
Por
el contrario, el publicano, que no frecuentaba tanto el Templo, ni hacía tanta
oración, se considera por lo mismo injusto ante Dios, porque conoce su
condición de pecador, y se considera inferior a los demás hombres, porque los
demás son mejores que él, que es un pecador: “(El publicano) manteniéndose a
distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se
golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!’.
En el mismo momento en el que se humilla ante Dios y se coloca en el último
lugar con respecto a los hombres, en ese mismo momento, pasa a estar en primer
lugar, tanto a los ojos de Dios, como de los hombres, por ese acto de humildad,
que es justamente lo inverso a lo que sucede con el fariseo. Es esto lo que
dice Jesús: “Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no
el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla
será ensalzado”.
“Dos
hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”. Con
esta parábola, Jesús ensalza la virtud de la humildad, no solo en el publicano,
sino en sí misma y es una de sus virtudes más preciadas a los ojos de Dios;
tanto, que Él mismo aconseja en el Evangelio que la adquiramos de Él: “Aprended
de Mí, que soy humilde y manso de corazón” (Mt
11, 29). La razón es que Jesús no quiere que simplemente seamos virtuosos, sino
que la humildad es el modo humano que mejor manifiesta la perfección infinita del
Ser divino trinitario. En otras palabras: Jesús es humilde porque es Dios,
porque Dios, en su perfección infinita, se manifiesta como humilde, cuando se
encarna, cuando se hace hombre sin dejar de ser Dios.
De
todas las múltiples virtudes de Jesús, una de las principales es la humildad,
lo cual significa que quien desea ser humilde y trabaja para ello, participa,
en mayor o menor medida, de la humildad de Jesús, que es la perfección de Dios
Trino manifestada en la naturaleza humana. Entonces, cuando Jesús nos anima a
imitarlo en su humildad –y en la virtud conexa, la mansedumbre-, no lo hace
porque simplemente quiere que seamos “mansos y humildes”, sino que quiere que
seamos “como Él”, que es Dios hecho hombre: Jesús quiere que seamos “mansos y
humildes” como Dios es manso y humilde, y esta es la razón por la cual el publicano
sale del Templo justificado a los ojos de Dios, porque al reconocerse pecador y
el último entre los hombres, lo puede hacer gracias a la virtud de la humildad
que, como tal , es participada de Jesucristo. La humildad del cristiano es
participación a la humildad de Cristo, y esto es lo que justifica al alma a los
ojos de Dios.
Lo
opuesto a la humildad es la soberbia la cual, por otra parte, no es simplemente
una virtud opuesta a la humildad: es el pecado capital del diablo en el cielo,
pecado por el cual pretende, de modo irracional y absurdo, igualarse a su
Creador, y es el pecado que lo lleva a perder la gracia santificante con la que
había sido creado y a perder la inteligencia angélica, convirtiéndose en el
acto en un ser depravado, soberbio, insolente y, fundamentalmente, mentiroso. La
soberbia del fariseo, que es participación a la soberbia demoníaca, es lo que
vuelve al hombre impío a los ojos de Dios, al tiempo que lo pone en el último
lugar entre los hombres.
“Dos
hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”. La
enseñanza de la parábola es que lo que hace agradable al alma, a los ojos de
Dios, es la humildad, mientras que lo que la vuelve despreciable a sus ojos, es
la soberbia. Si queremos ser agradables a los ojos de Dios, debemos humillarnos ante Jesús crucificado, humillado por nosotros, y convertirnos en servidores de nuestros hermanos.
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