viernes, 1 de abril de 2011

Jesús concede la luz al ciego de nacimiento; a nosotros nos concede el Espíritu Santo, para contemplarlo en la Eucaristía

Jesús otorga el don de la luz al ciego de nacimiento;
a nosotros, ciegos espirituales, nos concede el Espíritu Santo,
para que podamos contemplarlo a Él en la Eucaristía

Jesús concede al ciego de nacimiento una doble capacidad de ver: le concede la visión corporal, que le permite ver los cuerpos sensibles, ya que reestablece anatómica y fisiológicamente los tejidos dañados que permiten la captación de las ondas de luz: (suponemos que) reconstituye milagrosamente la retina, el nervio óptico, el lóbulo occipital, y de esa manera, el que era no-vidente, recupera la capacidad de ver[1]; pero también le concede una capacidad de percepción espiritual, superior a la percepción visual sensible: le concede la vista espiritual, por la cual puede reconocer en Él al Hijo de Dios: el ciego se postra delante suyo en señal de adoración, luego de reconocerlo como Hombre-Dios. El que era ciego y sin fe, luego del encuentro personal con Jesús de Nazareth, recupera la vista y cree en Dios encarnado. Ve con los ojos del cuerpo, y ve con los ojos del alma, es decir, tiene fe.

El episodio del evangelio, real en su historicidad, es al mismo tiempo un símbolo de la situación del alma humana frente al misterio de Jesucristo: el ciego de nacimiento es una figura del alma humana frente al misterio de Dios encarnado: el alma humana está ciega delante del Dios Jesucristo, debido a la grandeza intrínseca propia del ser divino. Frente a Dios encarnado, luz que proviene de la luz eterna que es el Padre, el alma humana se encuentra como un ciego, quien, aún teniendo delante suyo la luz, es incapaz de verla. La ceguera humana con relación al verdadero Dios se manifiesta de diversas formas, y una de esas formas, es la religiosidad errada, como por ejemplo la religiosidad de la Nueva Era. Los falsos caminos de la Conspiración de Acuario –la astrología, la meditación trascendental, el Tarot, el horóscopo, la hechicería-, son sólo una muestra de cómo, de no mediar una iluminación interior, el hombre por sus solas fuerzas no sólo es incapaz de ver la luz de Dios Trino, es incapaz de ver al Hijo encarnado, sino que se comporta al igual que un ciego, que sin una luz que lo ilumine y lo guíe con seguridad, equivoca el camino y se adentra en las tinieblas de senderos oscuros que sólo conducen a peligrosos abismos.

Tal vez el gran problema de hoy, no sea tanto el ateísmo, es decir, el no creer en Dios, sino en un deísmo irracional, el creer en formas irracionales de Dios, o en fuerzas oscuras y malignas tomadas como un dios. Es cierto que una gran cantidad de seres humanos no creen más; es verdad que cientos de millones de seres humanos no creen en Dios; es cierto que, principalmente entre los católicos, se da una gran apostasía, que los lleva a abandonar las filas de la Iglesia y a renegar de su fe. Pero para una gran parte de la humanidad, no es la indiferencia frente al misterio de Dios lo más característico, sino la búsqueda irracional de misterios irracionales, tal como los propone la Nueva Era. Si hay hoy ateísmo, hay también y como contrapartida, una gran sed de Dios, de misterio divino. Pero este deseo, estas ansias, legítimas, sino son conducidas e iluminadas por el Espíritu de Dios, llevan, por caminos equivocados, a fines erróneos, que no son Dios[2].

Todo otro camino fuera de la Iglesia Católica, guiada por el Vicario de Cristo, el Papa, es un camino equivocado, como lo es el camino de las sectas, de las falsas religiones, o como lo son los caminos de la Nueva Era, la más peligrosa de todas las sectas. Quien quiera adentrarse en el inmenso mar del misterio del único Dios verdadero, debe hacerlo bajo la égida de una guía segura, y la única guía segura es la Iglesia de Jesucristo, animada por su Espíritu. Por rechazar esta guía segura, por no poseer justamente esta guía que los conduzca a buen puerto, muchos se pierden en las peligrosas tinieblas del panteísmo, del animismo, de la superstición y de la idolatría. Esta guía segura, infalible, que partiendo de buen puerto nos lleva con seguridad a buen término, a la ciudad celestial de la Santísima Trinidad, es la Iglesia Católica[3].

Es la Iglesia Católica, y sólo Ella, quien nos indica cuál es el verdadero templo de los misterios; es Ella quien nos muestra que el lugar de los misterios del Hombre-Dios, es la liturgia. Para muchos, la liturgia –sobre todo la de la misa- es un misterio sin trascendencia o directamente no es un misterio, porque ignoran su valor más íntimo. O a lo sumo, es un simple y vacío ejercicio de piedad, por el cual Dios mismo debería estarnos agradecidos, si es que asistimos.

La liturgia, en cambio, debería ser vivida como lo que es: una celebración mistérica en el verdadero sentido de la palabra, un acontecimiento en donde el espíritu contemple, asombrado y extasiado, la profundidad del amor divino[4]. Cuántos buscadores de misterios, andan, como ciegos, a tientas, en la oscuridad, buscando la luz en lugares de tinieblas, cuando esa luz resplandece con todo el esplendor de su luz divina en el misterio de la liturgia de la Iglesia Católica. De allí que una vez reconocida la liturgia de la misa como verdadera celebración mistérica, que actualiza la Presencia personal de Jesucristo, el cristiano no puede ser atraído ni seducido por otras vías falsas, por más atrayentes que sean[5].

Una vez encontrada la mística Presencia salvadora de Jesucristo en su misterio pascual, una vez descubierta –por la acción iluminadora del Espíritu- en la liturgia de la misa el sacrificio eucarístico, que actualiza en el altar el único sacrificio de la cruz, todo lo que no sea la celebración de la misa, en la que brilla Cristo en el esplendor de su cruz y de su gloria, toda otra cosa, pierde interés y se hunde en las sombras. No en vano se pide al Espíritu Santo: “Infunde tu luz en nuestras almas”: pedimos, como el ciego, luz para ver, para que no sigamos en la oscuridad, buscando donde no hay nada, o donde sólo hay tinieblas. Y esta luz la concede el Espíritu del Padre en la liturgia y a través de la liturgia, para que podamos ver a su Hijo con la luz de la fe. En nuestra imaginación, reducimos el Espíritu Santo a un fantasma, a un ser irreal o inexistente, o creemos que hablar del Espíritu Santo en la Iglesia es sinónimo de sensiblería, de emocionalismo, y lo asociamos casi inevitablemente a las canciones de origen evangelista que proliferan en las ceremonias católicas; pensamos que la manifestación del Espíritu Santo consiste en provocar emociones, lágrimas, aplausos, gritos.

Y sin embargo, el Espíritu Santo, como dice San Agustín, es el “Alma de la Iglesia”[6], es Quien da vida y permea y penetra toda la liturgia[7], es Quien convierte el pan en el Cuerpo de Cristo en el altar –“infunde tu Espíritu sobre estas ofrendas”-, y es quien ilumina al alma para que contemple a Cristo Presente en su misterio pascual. A través de la liturgia, principalmente a través de la liturgia de la santa misa, por la acción iluminadora del Espíritu de Dios, el alma puede contemplar, en el misterio, la presencia salvífica del Hombre-Dios. De ahí que en la liturgia esté garantizado el encuentro personal con el Jesús histórico, el mismo que curó la ceguera del ciego de nacimiento, que es el mismo Jesús resucitado que vive en su Iglesia por medio de su Espíritu, que es el mismo Logos, el Verbo del Padre[8].

La Presencia real y viva, gloriosa y resucitada, del Jesús histórico, del Jesús que vivió en Palestina hace dos mil años, está garantizada y asegurada y es hecha real y posible por el Espíritu divino, que actualiza su Presencia personal por medio de la liturgia, especialmente en la santa misa.

La liturgia de la misa se convierte así en un gran misterio sobrenatural, que surge del seno mismo de Dios, ya que el rito litúrgico actualiza en su ser real, espiritual y divino, y no en la imaginación, en la emoción o en el deseo de los fieles, la Presencia en Persona de Jesús de Nazareth, Dios encarnado, el Hijo Eterno del Padre, encarnado en el tiempo en el seno virgen de María. Ofrecido como Víctima Santa delante de Dios[9], en el altar del cielo, está al mismo tiempo en el altar del sacrificio, delante nuestro y de Dios, ofreciéndose, como hace dos mil años, en la cruz; está en el centro del templo celestial, resucitado, así como está en el centro de su Iglesia, resucitado en la Eucaristía; la Jerusalén celeste es iluminada por el Cordero –su lámpara es el Cordero- y es iluminada también su Iglesia terrena por su Presencia Eucarística: el Cordero que alumbra a la Jerusalén celestial es el Cordero de Dios servido en el banquete del altar: “Éste es el Cordero de Dios”: el mismo que está en la gloria, delante del Padre, es el que viene a nuestras almas en cada comunión eucarística. Por esta misteriosa Presencia de Jesucristo, en el misterio de la liturgia eucarística, se reproduce el encuentro personal, secreto e íntimo, entre Jesús y cada alma, en el que es el mismo Jesús quien viene a nuestro encuentro en la Eucaristía: “...Jesús lo encontró...”, dice el evangelio, después de haber sido curado el ciego.

Y como el ciego, el alma, deseosa del encuentro con el Hombre-Dios, pregunta: “¿Quién es el Mesías, para que crea en él?”. Y Jesús le responde: “Soy Yo, el que te está hablando, a Quien ahora ves, con la luz de mi Espíritu, en la Eucaristía”.


[1] Existe un milagro del P. Pío, en el cual una no-vidente de nacimiento, recuperó la vista, sin recuperar la anatomía y la fisiología del sistema óptico.

[2] Cfr. Odo Casel, Liturgia come mistero, Ediciones Medusa, Milán 2002, 29.

[3] Cfr. ibidem, 29.

[4] Cfr. Casel, ibidem.

[5] Cfr. Casel, ibidem, 30.

[6] Sermo CCLXVII, n. 4.

[7] Cfr. Francois Charmot, La Messe, source de sainteté, Ediciones Spes, París 1959, 57.

[8] Cfr. Congregación para la Doctrina de la fe, Declaración Dominus Jesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, 9.

[9] Cfr. Charmot, ididem, 209.

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