Jesús concede al ciego de nacimiento una doble capacidad de ver: le concede la visión corporal, que le permite ver los cuerpos sensibles, ya que reestablece anatómica y fisiológicamente los tejidos dañados que permiten la captación de las ondas de luz: (suponemos que) reconstituye milagrosamente la retina, el nervio óptico, el lóbulo occipital, y de esa manera, el que era no-vidente, recupera la capacidad de ver[1]; pero también le concede una capacidad de percepción espiritual, superior a la percepción visual sensible: le concede la vista espiritual, por la cual puede reconocer en Él al Hijo de Dios: el ciego se postra delante suyo en señal de adoración, luego de reconocerlo como Hombre-Dios. El que era ciego y sin fe, luego del encuentro personal con Jesús de Nazareth, recupera la vista y cree en Dios encarnado. Ve con los ojos del cuerpo, y ve con los ojos del alma, es decir, tiene fe.
El episodio del evangelio, real en su historicidad, es al mismo tiempo un símbolo de la situación del alma humana frente al misterio de Jesucristo: el ciego de nacimiento es una figura del alma humana frente al misterio de Dios encarnado: el alma humana está ciega delante del Dios Jesucristo, debido a la grandeza intrínseca propia del ser divino. Frente a Dios encarnado, luz que proviene de la luz eterna que es el Padre, el alma humana se encuentra como un ciego, quien, aún teniendo delante suyo la luz, es incapaz de verla. La ceguera humana con relación al verdadero Dios se manifiesta de diversas formas, y una de esas formas, es la religiosidad errada, como por ejemplo la religiosidad de
Tal vez el gran problema de hoy, no sea tanto el ateísmo, es decir, el no creer en Dios, sino en un deísmo irracional, el creer en formas irracionales de Dios, o en fuerzas oscuras y malignas tomadas como un dios. Es cierto que una gran cantidad de seres humanos no creen más; es verdad que cientos de millones de seres humanos no creen en Dios; es cierto que, principalmente entre los católicos, se da una gran apostasía, que los lleva a abandonar las filas de
Todo otro camino fuera de
Es
La liturgia, en cambio, debería ser vivida como lo que es: una celebración mistérica en el verdadero sentido de la palabra, un acontecimiento en donde el espíritu contemple, asombrado y extasiado, la profundidad del amor divino[4]. Cuántos buscadores de misterios, andan, como ciegos, a tientas, en la oscuridad, buscando la luz en lugares de tinieblas, cuando esa luz resplandece con todo el esplendor de su luz divina en el misterio de la liturgia de
Una vez encontrada la mística Presencia salvadora de Jesucristo en su misterio pascual, una vez descubierta –por la acción iluminadora del Espíritu- en la liturgia de la misa el sacrificio eucarístico, que actualiza en el altar el único sacrificio de la cruz, todo lo que no sea la celebración de la misa, en la que brilla Cristo en el esplendor de su cruz y de su gloria, toda otra cosa, pierde interés y se hunde en las sombras. No en vano se pide al Espíritu Santo: “Infunde tu luz en nuestras almas”: pedimos, como el ciego, luz para ver, para que no sigamos en la oscuridad, buscando donde no hay nada, o donde sólo hay tinieblas. Y esta luz la concede el Espíritu del Padre en la liturgia y a través de la liturgia, para que podamos ver a su Hijo con la luz de la fe. En nuestra imaginación, reducimos el Espíritu Santo a un fantasma, a un ser irreal o inexistente, o creemos que hablar del Espíritu Santo en
Y sin embargo, el Espíritu Santo, como dice San Agustín, es el “Alma de la Iglesia”[6], es Quien da vida y permea y penetra toda la liturgia[7], es Quien convierte el pan en el Cuerpo de Cristo en el altar –“infunde tu Espíritu sobre estas ofrendas”-, y es quien ilumina al alma para que contemple a Cristo Presente en su misterio pascual. A través de la liturgia, principalmente a través de la liturgia de la santa misa, por la acción iluminadora del Espíritu de Dios, el alma puede contemplar, en el misterio, la presencia salvífica del Hombre-Dios. De ahí que en la liturgia esté garantizado el encuentro personal con el Jesús histórico, el mismo que curó la ceguera del ciego de nacimiento, que es el mismo Jesús resucitado que vive en su Iglesia por medio de su Espíritu, que es el mismo Logos, el Verbo del Padre[8].
La liturgia de la misa se convierte así en un gran misterio sobrenatural, que surge del seno mismo de Dios, ya que el rito litúrgico actualiza en su ser real, espiritual y divino, y no en la imaginación, en la emoción o en el deseo de los fieles,
Y como el ciego, el alma, deseosa del encuentro con el Hombre-Dios, pregunta: “¿Quién es el Mesías, para que crea en él?”. Y Jesús le responde: “Soy Yo, el que te está hablando, a Quien ahora ves, con la luz de mi Espíritu, en
[1] Existe un milagro del P. Pío, en el cual una no-vidente de nacimiento, recuperó la vista, sin recuperar la anatomía y la fisiología del sistema óptico.
[2] Cfr. Odo Casel, Liturgia come mistero, Ediciones Medusa, Milán 2002, 29.
[3] Cfr. ibidem, 29.
[4] Cfr. Casel, ibidem.
[5] Cfr. Casel, ibidem, 30.
[6] Sermo CCLXVII, n. 4.
[7] Cfr. Francois Charmot,
[8] Cfr. Congregación para
[9] Cfr. Charmot, ididem, 209.
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