lunes, 23 de diciembre de 2019

Octava de Navidad 2019 3


Resultado de imagen de la adoracion de los magos

          El relato evangélico del Nacimiento nos presenta la imagen de una familia hebrea en Palestina, que se encuentra en una situación particular: una mujer joven, primeriza, acaba de dar a luz a su Unigénito; el esposo, que aparece diligente y en actitud de protección de su esposa y su hijo; los habitantes originales del establo, un buey y un burro, que ante el frío de la noche contribuyen, con  sus cuerpos, a dar calor al ambiente en la fría noche; en fin, un pobre portal, refugio de animales y una noche fría y estrellada.
          Debido a que estamos “acostumbrados” a ver esta escena, los católicos corremos el serio riesgo de desnaturalizarla, es decir, de quitarle su contenido sobrenatural y reducirla a lo que nuestra limitada razón humana puede decirnos de la escena, es decir, que se trata de una mujer primeriza, de su hijo, su esposo, unos animales y un portal. Corremos el riesgo de naturalizar la escena y si hacemos eso, nos perdemos la esencia de lo que la escena del Portal de Belén representa.
          Si nos dejamos llevar por los datos de la razón y de los sentidos, podemos llegar a acostumbrarnos a la escena y pensar que no tiene para nosotros grandes misterios.
          Pero precisamente porque somos católicos, debemos buscar de trascender la razón y los sentidos, para contemplar la escena con la luz de la fe y de la gracia.
          En esta escena del Portal de Belén hay un elemento que no aparece ni a la razón ni a los sentidos y es el hecho de que el personaje central de la escena, el Niño de Belén, no es un niño humano, como pareciera, sino que es el Niño-Dios, es decir, es Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios. No vemos a la Trinidad en su esencia; no la contemplamos en su gloria, como los bienaventurados del cielo, pero sabemos por la fe que ese Niño es el Hijo de Dios Padre en Persona, que fue concebido y nació milagrosamente por obra del Espíritu Santo. Es decir, en el Portal de Belén está la huella visible de la Trinidad, podemos decir, y esto es algo que supera completamente a nuestros sentidos y a nuestra razón.
          Aun así, con estos datos todavía no tenemos el significado último de la Navidad, significado que se encuentra en el Niño de Belén, que es Dios Hijo en Persona. Decir que el Niño de Belén es “Dios Hijo en Persona” no solo es decir algo que supera a la razón, sino que es afirmar la esencia sobrenatural de la Navidad; es poseer el sentido y el misterio de la Trinidad. Afirmar que el Niño de Belén es “Dios Hijo en Persona” es afirmar una verdad iluminados por la fe y por la gracia, porque solo por la fe y por la gracia podemos ver, en ese Niño recién nacido, no a un niño humano más entre tantos, sino al Hijo del Eterno Padre en Persona. La respuesta a esta pregunta: “¿Quién es el Niño de Belén?”, respuesta que es: “El Niño de Belén es Dios Hijo en Persona”, nos debe llenar de asombro, de admiración, de estupor, de maravilla, de agradecimiento, porque significa que Dios, que habita en una luz inaccesible, ha venido a nuestro mundo, inmerso en tinieblas, para iluminar nuestras tinieblas y concedernos su luz y su vida divina.
          El estupor y el asombro surgen de descubrir en ese Niño la Presencia del Dios invisible, que se hace visible en forma humana; el estupor y el asombro acompañan al descubrimiento de aquello que es la esencia del misterio de la Navidad: el Verbo se ha encarnado y ha nacido para salvarnos y conducirnos al cielo. Al estupor y al asombro le es concomitante la alegría, una alegría que se origina en la divinidad del Niño y no en hechos humanos, pasajeros o banales.
          El estupor, el asombro y la alegría, que son consecuencias de la fe y de la gracia, que nos hacen ver que el Niño de Belén es Dios Hijo en Persona, nos desvelan el misterio y la esencia de la Navidad y determinan que no veamos a la escena del Pesebre como un mero paisajismo costumbrista, sino como el misterio de la gloria de Dios revelado en el Cuerpo de un Niño recién nacido. Si no nos iluminan la fe y la gracia, corremos entonces el riesgo de naturalizar el misterio de la Navidad, corremos el riesgo de desnaturalizarla, de reducirla al mero racionalismo, que es el alcance de nuestra estrecha razón humana.
          No racionalicemos el misterio de la Navidad: pidamos la gracia de ser iluminados por la luz de la fe, para que el estupor y el asombro de ver a Dios hecho Niño den paso a una alegría de origen celestial en nuestros corazones.
         


No hay comentarios:

Publicar un comentario