Jesús
devuelve la vista a un ciego (cfr. Mc
8, 22-26) utilizando su poder divino. Si bien la curación se lleva a cabo en
dos pasos –primero le coloca saliva en los ojos y le impone las manos, lo que
le permite al ciego comenzar a ver “hombres, como si fueran árboles que caminan”
y recién cuando le impone las manos por segunda vez, recupera totalmente la
vista-, esto no significa que tuviera algún tipo de inconvenientes para no
hacerlo de una sola vez: es evidente que, siendo Jesús Dios Hijo encarnado y
siendo Él el Creador de los ángeles y los hombres, tiene el poder suficiente
para curarlo en menos de un segundo; si lo hizo en dos fases o tiempos, es
porque ésa era su intención.
Ahora
bien, en la escena evangélica, sucedida realmente, hay también un significado
sobrenatural: el ciego representa a la humanidad, herida por el pecado
original, que se ha vuelto incapaz de ver a Dios y a la realidad, tal como Él
la ha creado; la curación por parte de Jesús, representa el don de la gracia
santificante, que permite, precisamente, ver el mundo y la realidad, tal como
Dios los creó, mientras que la recuperación total de la visión, podría
representar al hombre que, iluminado por la gracia santificante, se vuelve
capaz de ver el sentido de esta vida: una prueba otorgada por Dios, para
decidirnos, con nuestro libre albedrío, a favor o en contra de Él, por toda la
eternidad. En otras palabras, el ciego al final de la curación, el que es capaz
de ver perfectamente, representa al alma que, iluminada por la luz de la fe y
de la gracia, sabe que esta vida terrena no es para siempre y por lo tanto no
pone su corazón en ella, sino que considera a Jesús y al Reino de los cielos
como su verdadero y único tesoro, esforzándose por lo tanto para llevar una
vida de gracia y así salvar el alma.
Como
el ciego del Evangelio, que se postró ante Jesús para implorarle poder ver, también
nosotros nos postramos ante Jesús Eucaristía, para que Él nos ilumine con la
luz de su gracia.
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