Cuando
se mira la escena del Pesebre de Belén, apenas transcurrida la Nochebuena, y se
la desconecta del dato de la fe, se cae inevitablemente en una visión edulcorada
del Nacimiento, que no se condice con la misteriosa realidad que este
representa. En efecto, el mirar el Pesebre de Belén, sin tener en cuenta la fe
de la Iglesia en Cristo Jesús -la fe del Credo- y su misterio pascual salvífico, lleva a mirar
una realidad meramente humana, puesto que lo que se ve, es una familia humana,
en un todo igual a miles de millones de otras familias humanas. ¿Qué es lo que
ve la razón sin fe? Una madre primeriza, un niño recién nacido, envuelto en
pañales, llorando por el frío y el hambre, un hombre que es su padre, un pobre
refugio de animales, que ha servido de lugar de nacimiento para el niño y,
finalmente, los “propietarios” del Portal, un burro y un buey que, con sus
respectivos cuerpos animales, proporcionan algo de calor al niño en el frío de
la noche. Sin la luz de la fe, la escena del Pesebre de Belén es una escena
familiar más, y así muchos podrían creer que el cristianismo es una religión
cuyo único sentido es pedirle al hombre que sea más “bueno”, pero no “santo”,
porque la santidad no entra en esta visión de la razón sin fe. El cristianismo
sería una religión del “buenismo” moral, que no tendría otro mensaje para dar a
la humanidad que el de simplemente ser “mejores” y “más buenos”, y así su
mensaje sería meramente moral, y no se diferenciaría prácticamente en nada de
otras religiones que, con otro lenguaje, dicen lo mismo.
Sin
embargo, la escena del Pesebre de Belén no se puede ver con la sola luz de la
razón; para descubrir su realidad mistérica última, es necesario contemplar la
escena a la luz de la razón iluminada por la luz de la fe de la Iglesia en
Cristo. Para saber de qué estamos hablando, recurramos a los santos, que
precisamente son santos porque se han santificado al vivir y morir por la fe y
en la fe de la Iglesia. En este caso, recurrimos a la Beata Ana Catalina
Emmerich, quien lejos de mostrarnos una visión edulcorada de Nochebuena, nos la
presenta en toda su cruda realidad de hecho salvífico de la vida de Jesús. Dice
así esta santa: “Lo vi recién nacido (al Niño Dios) y vi a otros niños venir al
pesebre a maltratarlo. La Madre de Dios no estaba presente y no podía
defenderlo. Llegaban con todo género de varas y látigos y le herían en el
rostro, del cual brotaba sangre y todavía presentaba el Niño las manos como
para defenderse benignamente; pero los niños más tiernos le daban golpes en
ellas con malicia. A algunos sus padres les enderezaban las varas para que
siguieran hiriendo con ellas al Niño Jesús. Venían con espinas, ortigas, azotes
y varas de distinto género, y cada cosa tenía su significación (…) Vi crecer al
Niño y que se consumaban en Él todos los tormentos de la crucifixión. ¡Qué
triste y horrible espectáculo! Lo vi golpeado y azotado, coronado de espinas,
puesto y clavado en una cruz, herido su costado; vi toda la Pasión de Cristo en
el Niño. Causaba horror el verlo. Cuando el Niño estaba clavado en la cruz, me
dijo: “Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han
consumado exteriormente todos estos padecimientos”.
Es
esta la realidad última del Pesebre de Belén: el Niño Dios, recién nacido,
¡golpeado por otros niños! Y cuando este Niño crece, continúa recibiendo
golpes, y hasta azotado, coronado de espinas y crucificado, aun antes de ser
adulto. ¿Por qué? Porque esta es la realidad de la Nochebuena: Dios Padre nos
envía a su Hijo, Dios, que se nos manifiesta como Niño, para donarnos su Amor,
Dios Espíritu Santo, pero nosotros, los hombres, con nuestros pecados,
rechazamos al Amor Divino encarnado en el Niño Dios, y lo golpeamos. Es esta
realidad la que describe el Evangelista: “Vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron”. Es decir, la realidad de la Nochebuena y de la Navidad es que, de parte
de Dios, solo hay amor, mientras que de parte nuestra, de parte de los hombres,
está el pecado, que es rechazo del Amor de Dios, rechazo que se materializa en
los golpes recibidos por el Niño Dios.
Pero
el Amor de Dios “es más fuerte que la muerte” y es por esto que, a pesar de que
los hombres rechazamos a su Hijo, Dios Padre nos perdona y lleva a cabo su plan
primigenio, el de donarnos a Dios Espíritu Santo, como Don de dones, como Don
de su Corazón de Padre, y la prueba de este perdón son los bracitos abiertos
del Niño Dios en el Pesebre de Belén, que son los mismos brazos que el mismo
Niño Dios, ya siendo el Hombre-Dios, abrirá en la Cruz, como signo del perdón
divino y de que, a pesar de nuestra malicia, nos infunde su Amor, el Espíritu
Santo, en la Sangre del Cordero que se derrama incontenible desde su Corazón
traspasado en la Cruz.
Este
es el significado de la escena del Pesebre, contemplado a la luz de la razón,
iluminada con la luz de la fe de la Iglesia.
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